Por Ángel Oropeza
En un estudio realizado por el
psicólogo norteamericano Sherif y sus colegas, se hizo una dramática
demostración de cómo se pueden generar de manera artificial prejuicios y
desconfianza en grupos que, de manera natural, no los tenían.
Los investigadores enviaron
niños de 11 años de edad a un campamento de verano. Una vez allí, fueron
divididos en dos grupos. Durante una semana, ambos grupos vivieron y jugaron
juntos. En esta fase, los niños desarrollaron rápidamente un fuerte apego a sus
grupos. Eligieron nombres para sus equipos (“Serpientes” y “Águilas”) y los
grabaron en sus franelas, e hicieron banderas con los símbolos de sus grupos.
En este punto comenzó la
segunda fase del experimento. A los chicos de cada grupo se les dijo que
realizarían una serie de competencias “suma cero”, donde el triunfo de uno
únicamente es posible si el otro es eliminado. El equipo vencedor recibiría un
trofeo, y sus miembros obtendrían valiosos premios. A medida que los chicos
competían, aumentó la tensión entre los grupos. Al principio se limitaron a
mofas e insultos verbales, pero pronto se produjo una escalada hacia acciones
más directas. Por ejemplo, las Águilas quemaron la bandera de las Serpientes.
Al día siguiente, las Serpientes contratacaron invadiendo la cabaña del rival,
volcando camas y llevándose efectos personales. Entretanto, los dos grupos se
increpaban entre sí tachando a sus contrarios de “traidores”, “cobardes” y
“vendidos”. En poco tiempo, cada grupo mostró hacia el otro los elementos
básicos de un fuerte y artificial prejuicio.
Por suerte, la historia tuvo
un feliz desenlace. En la fase final del estudio, se alteraron intencionalmente
las condiciones, a tal punto que los grupos se vieron en la necesidad de
trabajar juntos para obtener objetivos superiores (metas deseadas por ambos
grupos), lo que produjo drásticos cambios. Después de que los chicos trabajaron
en equipo para restablecer el suministro de agua –previamente saboteado por los
investigadores–, tuvieron que juntar sus ahorros para alquilar una película y
repararon entre todos el camión en el que salían de paseo, se desvanecieron
progresivamente las tensiones entre grupos.
La psicología social ha
comprobado cómo los regímenes fascistas y militaristas de dominación manejan
desde hace mucho tiempo la utilidad de la generación artificial de prejuicios y
desconfianza. Porque la forma más fácil de dominar a un adversario es
dividiéndolo y haciendo que se enfrente entre sí, que crea que el enemigo a
vencer no es quien lo domina sino quien está a su lado sufriendo también la
dominación. No solo su fuerza se reduce a la mitad, sino que el enfrentamiento
intencionalmente fabricado entre sectores artificialmente en pugna permite que
la energía social de reacción e indignación ante tanto sufrimiento no se dirija
hacia el verdadero responsable, que es el gobierno, sino que convenientemente
se desvíe hacia otros compatriotas o grupos que al final también son víctimas
de las mismas tragedias.
Que esta estrategia de generar
desconfianza y división con fines de dominio lo haga la clase política
instalada en el poder es perfectamente explicable. Lo que no se entiende es que
quienes se les oponen se sigan prestando a ese juego perverso, que es la base
de sustentación del modelo de dominación fascista.
Desmontar la creada –y muy
bien reforzada desde el gobierno– arquitectura de prejuicios y desconfianza
entre quienes nos oponemos al régimen es hoy una de las tareas más urgentes por
emprender. Y esa labor comienza por reconocer que sin unidad lo único seguro
que nos espera son seis años más de Maduro en el poder. Lo trágico es que eso
puede perfectamente ocurrir no por la fortaleza ni por el respaldo popular al
régimen, sino porque quienes le adversamos no sepamos ponernos de acuerdo para
postergar nuestros discrepancias hasta después de superada la dictadura. El
problema es que, si esta continúa, ya ninguna de nuestras diferencias
importará, porque simplemente estaremos todos condenados a desaparecer.
13-11-17
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