Emilio Nouel V. 05 de febrero de 2018
@ENouelV
Que
los negociadores de oposición y gobierno en República Dominicana no se hayan
puesto de acuerdo es una muy mala noticia para Venezuela y nuestro entorno
hemisférico.
Más
allá de las reservas y dudas que podamos tener respecto de las intenciones y la
sinceridad del gobierno en la negociación que se adelanta, lo razonable es
apostar a la consecución de unos prontos resultados que permitan empezar a salir de la situación
crítica que vivimos.
Quien
se contente o promueva el fracaso de tales tratativas es un inconsciente, un
irresponsable. Porque si deseamos que las partes enfrentadas busquen una
solución pacífica, consensuada y viable, lo lógico es que empujemos para que se
tomen decisiones sin mucha dilación, habida cuenta de la profundización diaria
de tragedia social.
Debemos
estar conscientes de que no enfrentamos una negociación sencilla por los temas
a resolver, ni a adversarios sensatos y juiciosos.
Los
venezolanos tenemos demasiadas pruebas de lo torcidos, nada confiables y
perversos que son los que gobiernan nuestro país. Las triquiñuelas y mentiras
son su modo de proceder. No tienen moral, ni escrúpulos, y dudamos mucho de que
honren la palabra empeñada. De allí que haya sido necesario que representantes
de terceros países den testimonio y certifiquen lo que se negocia y se dice en
las reuniones que han tenido lugar.
Los
adversarios que enfrentamos se rehúsan terca y suicidamente a aceptar
soluciones razonables. No hacen más que perder tiempo haciendo su segura salida
más dura y costosa, y prologando el drama social. Creen que un quimérico
milagro petrolero o aurífero los salvara de la caída.
Cierto
es que hay algunos repugnantes personajes que difícilmente tendrían vida en
cualquier país y están decididos a resistirse con las botas puestas. A ellos la negociación les importa un bledo
pues piensan que no les significaría nada para su supervivencia posterior.
Ese
cuadro hace todo más complicado, haciendo indispensable una presión mayor de la
comunidad internacional para que los sectores más pragmáticos del régimen se avengan a una fórmula
definitiva de acuerdo.
Lo que
desde la oposición democrática se pide es una solución que pase por convocar al
pueblo a un pronunciamiento electoral con todas las garantías normales de un
proceso de esta naturaleza: nueva conformación del CNE, actualización del
registro de electores, voto para los residentes en el exterior, eliminación de
las inhabilitaciones, supervisión y vigilancia de organismos internacionales,
acceso de la oposición a los medios públicos y privados, entre otros asuntos no
menos importantes; es decir, que se restaure el Estado de derecho. Obviamente,
esto requeriría un tiempo prudencial que llevaría el proceso hasta el mes de
agosto como lo más cercano.
¿Cederán
en todos estos pedimentos los representantes del gobierno en la negociación?
¿Los aceptaran las distintas facciones oficialistas? O ¿hay que dar la razón a
los que dicen que ya es muy tarde para una solución convencional a la
desventura venezolana?
Dada
la experiencia es comprensible el escepticismo al respecto. Pero quienes
estamos convencidos de que de esta calamidad hay que salir de la manera menos
penosa posible, no nos queda otra que seguir apostando a un pacto negociado que le ahorre al país más
dolor, hambre y perjuicios humanos y materiales. Debemos agotar todos los
esfuerzos en tal sentido, porque la alternativa es el infierno. Que sea el
gobierno el que quede en evidencia ante el mundo si por su posición absurda la
negociación fracasa.
En
estos días, las semanas que vienen o más adelante, inexorablemente nos
tendremos que sentar en una mesa de negociación, los mismos negociadores u
otros, seguro en condiciones peores, pero ese es el camino pacifico. Esperamos
que la senda de la reconstrucción nacional se abra sin más demoras y que la
oposición sepa afrontar cualquier escenario de manera unida.
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