Por Marta de la Vega
Esta afirmación no es de
Karl Marx sino de Bruno Bauer, uno de los llamados hegelianos de izquierda,
profesor en Berlín de Marx adolescente en 1836 y después, del joven
Nietzsche. Bauer acuñó esta expresión para describir metafóricamente la
religión como una forma de alienación que narcotizaba, como el opio, a los
sectores más deprimidos de la población, para paliar las deficiencias de la
vida real, adormecer la razón y proyectar sobre el yo poderes irracionales y
trascendentes, aunque a la vez servía para afianzar intereses minoritarios,
sectarios y materiales de dominación.
Marx hizo famosa la frase en
un texto de 1844, “Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de
Hegel” al considerar que “La religión es el suspiro de la criatura atormentada,
el alma de un mundo desalmado…” Así, “la religión es el opio del
pueblo”. Con ello Bauer y luego Marx, imaginaron que la gente más
desposeída, en protesta contra la miseria vivida, se inventaba ilusiones de
dicha para contrarrestar el sufrimiento y el dolor cotidianos. Aceptaba su
realidad terrena como un irremediable valle de lágrimas temporal al que se
resignaba por la promesa de un más allá dichoso, que iba a alcanzar en el
paraíso celestial por toda la eternidad.
En ese contexto turbulento
del siglo XIX, el clero y los jerarcas eclesiásticos, según Marx, como parte de
la clase dominante, eran el poderoso instrumento de la manipulación social de
la religión, la cual servía como legitimación trascendente de un orden injusto.
Para Marx la miseria religiosa consistía en el descubrimiento de la miseria
real y a la vez su justificación en una dimensión ficticia. La religión
era fuente de alienación y conformismo, que era preciso desenmascarar.
De este modo llegó hasta el
siglo XX la idea matriz de todos los pretendidos proyectos de revolución
comunista, de la abolición de la religión en las sociedades en las cuales
buscaron implantar su dominio. Ocurrió en la Unión Soviética, en el bloque de
países del llamado socialismo real con Stalin, en China con Mao Tse Tung, o Pol
Pot en Camboya, con sus brutales guerrilleros rojos, hasta llegar a Cuba, con
los hermanos Castro y el Che Guevara.
Su denominador común:
regímenes de terror, formas despiadadas de militarismo, dictaduras sanguinarias
que destruyen la confianza y la integridad de las personas, que someten y
envilecen al pueblo más vulnerable al reducirlo a la sobrevivencia primaria,
coaccionado por el miedo, las urgencias más elementales, la desesperanza, el
hambre, las carencias básicas, la muerte. Son utopías supuestamente
movidas por la justicia social y el igualitarismo que en la vida cotidiana se
convierten en un infierno. Así es hoy Venezuela.
No han pasado en vano
transformaciones claves de la Iglesia Católica. De Rerum Novarum, “Acerca
de las cosas nuevas”, de mayo de 1891, la encíclica del Papa León XIII funda la
democracia cristiana y la doctrina social de la Iglesia. El Concilio Vaticano
II bajo el papado de Juan XXIII, en 1962, fue un viraje modernizador de la
Iglesia, una adaptación a los nuevos tiempos, una apertura hacia otras formas
de fe cristiana u otras religiones y un acercamiento a favor de los
fieles. La teología de la liberación convirtió la opción preferencial por
los pobres en mandato evangélico, el rescate de la dignidad y la salvación
cristiana, aquí, mediante la emancipación económica, social y cultural y la
justicia para los oprimidos.
En Venezuela, en lugar de
ser opio del pueblo, la religión, en las voces de la Conferencia Episcopal,
jesuitas y otras órdenes religiosas, es hoy fuerza liberadora, portadora de
esperanza, resistencia cívica frente al poder tiránico y el infierno que
vivimos a diario. Con valentía y lucidez, no solo son voceros de la verdad y
denunciantes de un régimen dictatorial, sino punta de lanza en la lucha contra
la pobreza, la injusticia, la ausencia de Estado de derecho y de democracia.
La Iglesia acompaña e
impulsa la lucha ciudadana a favor de los derechos humanos, los valores morales
indispensables para reconstruir la República, la dignidad de la gente y el
respeto por los otros. Con ella exigimos un cambio estructural y no solo de
gobierno, mediante elecciones presidenciales de acuerdo con la Constitución,
libres, transparentes, oportunas, secretas y universales.
05-02-18
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