Por Fernando Mires
El poder de las palabras
–dicen los semiólogos– es configurar la realidad a través de sus signos. Más
aún: crean realidades pues las cosas existen solo cuando tienen nombre o
denominación. Las palabras son significantes de significados. Pero –he aquí la
trama– no es el significado lo que crea al significante sino el significante al
significado. Poder tan poderoso que nos obliga a ajustar constantemente al
significante con lo que desea significar. Y eso, al fin, significa pensar.
Pensar es restituir el orden
de las cosas a fin de establecer una nueva relación entre significante y
significado. Esa es la razón por la cual pienso que ha llegado el momento de
re-pensar un concepto que ocupa un papel dominante en el discurso de la
política venezolana. Ese concepto es, “comunidad internacional”
1. ¿Qué es la comunidad
internacional?
“Comunidad internacional”,
tópico recurrente en cada discusión sobre Venezuela. Para muchos, un golpe de
autoridad irrefutable al que no cabe sino acatar. No obstante hay un problema:
¿estamos seguros de que cuando aludimos a ese significante estamos pensando
exactamente lo mismo? Si no es así, ha llegado la hora de de-construir el
contexto internacional donde está situada Venezuela
¿Qué es la llamada
“comunidad internacional”? Evidentemente, un conjunto de naciones unidas. Con
razón la comunidad internacional por excelencia son las Naciones Unidas. Frente
a ella todas las otras son simples sub-comunidades. En ese sentido todo el
globo está poblado por sub-comunidades, desde asociaciones económicas, pasando
por tratados comerciales, hasta llegar a instituciones regionales (como la EU y
la OEA) o comunidades subregionales como son las africanas y las asiáticas.
Al lado de las
sub-comunidades institucionalizadas, existen también sub-comunidades
informales. Se trata de agrupaciones –o si se prefiere, alianzas políticas– de
gobiernos que persiguen un fin común, las que carecen de una institucionalidad
perdurable y que por lo mismo están destinadas a disolverse si es alcanzado –o
en su defecto, si no es alcanzado– el objetivo que transitoriamente las
unifica. A esas comunidades informales pertenece el llamado Grupo de Lima
2. El Grupo de Lima
El Grupo de Lima, visto
desde esa perspectiva, es una típica asociación informal de gobiernos
democráticos. Su objetivo ha sido y es buscar una solución a la profunda crisis
política que vive Venezuela bajo el régimen encabezado por Nicolás Maduro.
El Grupo de Lima,
recordemos, surgió frente a la imposibilidad de la OEA para lograr la mayoría
necesaria requerida a fin de condenar la política dictatorial en Venezuela. Eso
no significa que el Grupo de Lima sea una ramificación o un sustituto de la
OEA. Por el contrario, se trata de una asociación de naciones que desde el
momento de su formación (septiembre del 2017) fijó como tarea principal
convocar a un diálogo entre los principales actores políticos en contraposición
a los términos planteados por el secretario general de la OEA, Luis Almagro.
Como es de conocimiento público, Almagro, haciéndose eco del sector más extremo
de la oposición, se pronunció en contra de cualquiera posibilidad de diálogo.
El Grupo de Lima, en cambio, contradijo la posición de Almagro.
Dicho en términos taxativos:
el diálogo que tiene lugar en la República Dominicana entre la oposición y la
dictadura no habría sido posible sin la mediación y sin la presión del Grupo de
Lima. Si no hubiera sido por el Grupo de Lima nunca habría habido diálogo.
Quien quiera criticar al diálogo, debe criticar, en primera línea, al Grupo de
Lima.
Pero el Grupo de Lima
no es la comunidad internacional. Es, cuando más, una parte, o si se prefiere,
una alianza internacional muy importante y numerosa orientada a crear
condiciones democráticas en Venezuela, sobre todo las que tienen que ver con
las futuras elecciones presidenciales en donde se decidirá el destino del país.
En conjunto con los EE UU y
la Unión Europea, el Grupo de Lima es parte de un bloque contrario a las
pretensiones dictatoriales de Maduro y su grupo. Pero si el Grupo de Lima junto
con la UE y el gobierno de los EE UU conforman una comunidad, está por verse.
Debe tomarse en cuenta que el actual gobierno de los EEUU privilegia las
relaciones bilaterales por sobre las internacionales. Más complejo se vuelve el
panorama si consideramos que la dictadura de Maduro no es una entidad
aislada dentro del contexto internacional.
En América Latina, Maduro
cuenta con el apoyo de Cuba, Nicaragua, Bolivia y con la neutralidad de Ecuador
y de Uruguay. A nivel mundial es parte de un bloque internacional –“legado” de
Chávez– que bajo la hegemonía de Rusia integra autocracias como las de Turquía
y dictaduras como las de Bielorusia y algunos países caucásicos, Siria e Irán,
más el mal llamado bloque de los “no alineados”. Dicho en breve: la
dictadura venezolana se encuentra inserta en “otra” comunidad internacional, en
una asociación de dictaduras radicalmente anti-occidentales. En ese contexto,
el Grupo de Lima opera para que Venezuela no abandone del todo el ámbito
político occidental y se someta a mínimos requisitos, sino democráticos, por lo
menos republicanos. De ahí su interés por negociar con el chavismo madurista.
Vista así las cosas, el
compromiso primario del Grupo de Lima no es con la oposición, tampoco con las
luchas democráticas del pueblo venezolano, sino, antes que nada, con los
propósitos fijados en el diálogo de Santo Domingo. Como ha sido ya dicho, la
centralidad de las negociaciones está situada en las próximas elecciones
presidenciales. Por eso, cuando Diosdado Cabello, contraviniendo al Grupo
de Lima llamó a elecciones presidenciales adelantadas, lo hizo con el propósito
deliberado de patear la mesa del diálogo. Pues ese diálogo, tan denostado por
los divisionistas venezolanos, estaba en condiciones de poner en jaque a la
dictadura. Y, desde su punto de vista dictatorial, Cabello tenía
razón. Todas las demandas del grupo opositor en Santo Domingo son constitucionales.
El anuncio de Cabello
relativo a adelantar las elecciones sin otorgar ninguna garantía constitucional
es precisamente lo que el Grupo de Lima no podía aceptar. Por eso el Grupo de
Lima reaccionó como correspondía: si la dictadura desconocía al diálogo,
el Grupo de Lima desconocería a las elecciones llamadas por Cabello. Tenía que
hacerlo. No había otra alternativa. El capitán Cabello –no sabemos si por
encargo de Maduro o de su Jefe, el general Padrino– intentó destruir el diálogo
y con ello, a las elecciones, y de remate, al propio Grupo de Lima.
No obstante, la decisión del
Grupo de Lima relativa a no reconocer a las elecciones es solo vinculante para
el Grupo de Lima. En ningún momento el Grupo de Lima pretendió erigirse en
vanguardia política de la oposición venezolana. Esta última tampoco pretendió
erigirse en la conductora del Grupo de Lima. Ambas son entidades autónomas y
diferentes. El Grupo de Lima hizo en ese sentido lo que tenía que hacer. Si
Cabello puso en juego todo al adelantar las elecciones sin otorgar garantías,
el Grupo de Lima también puso en juego todo, anunciando que desconocería a las
elecciones si estas tenían lugar. Probablemente la dictadura no esperaba esa
jugada.
La dictadura evaluó el monto
de la oferta final y aceptó continuar el póquer. En parte, reculó. Los únicos
que no entendieron la jugada del Grupo de Lima destinada a presionar a Maduro
para que llevara a cabo elecciones libres, fueron, como siempre, los sectores
extremistas de la oposición venezolana. En sus mentes imaginaron que “la
comunidad internacional” llamaba a la abstención en contra de Maduro y
comenzaron a delirar acusando de “traición” tanto a quienes participaban en el
diálogo como a los que se preparaban para afrontar a las futuras elecciones
presidenciales.
3. La negociación
Mientras escribo estas
líneas (31.01.2018) el diálogo de Santo Domingo fue nuevamente suspendido.
Según el “dialogante” Jorge Rodríguez, todo estaba resuelto con excepción de un
par de puntos. Lo que no dijo fue que ese par de puntos son justamente las
razones que impiden toda negociación: la fecha de las elecciones y la
fraudulenta Asamblea Constituyente elevada a categoría de principal instancia
electoral.
Con máxima presión, la
dictadura podría, eventualmente, ceder en la programación de la fecha
electoral. En lo que no puede ceder, pues en eso se le va la vida, es en el
retiro de la Asamblea Constituyente.
Esa AC, llamada con tanta
razón la Prostituyente, es el arma letal que dispone la dictadura para dividir
a la oposición en dos frentes irreconciliables. A un lado los que pese a la
existencia de la AC anticonstitucional deciden ir a las elecciones a enfrentar
a la dictadura en las calles. Al otro los que señalan que ir a las elecciones
supone convertirse en cómplices de la dictadura. Los unos, los que afirman que
no hay peor batalla que la que no se da. Los otros, los que aseguran que no
vale la pena participar en simulacros para que la oposición sea derrotada. Los
primeros ofrecen al menos una alternativa. Los segundos no ofrecen ninguna. Esa
es la realidad. Por ahora.
El Grupo de Lima, los EE UU
y la EU, es decir lo que algunos llaman “comunidad internacional”, extremarán
sanciones a la dictadura. Eso está programado. Si esas sanciones logran nuevas
negociaciones destinadas a generar elecciones presidenciales más democráticas,
no está escrito.
Lo único que parece estar
claro por el momento es que ninguna “comunidad internacional” puede
democratizar por sí sola a una nación cuando los demócratas de esa nación no
están en condiciones de lograr entre sí, si no una unidad, por lo menos una
mínima coordinación política.
01-02-18
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