Por Francisco Rodríguez
Es grato saber que el
planteamiento de dolarización para la economía venezolana que hemos presentado
ha generado intervenciones de varios de nuestros mejores economistas,
incluyendo a Victor Álvarez, Ronald Balza, Raúl Crespo, Humberto García, Omar Zambrano y Leonardo Vera. La propuesta ha incluso
generado contribuciones de intelectuales del campo oficialista como Pasqualina
Curcio y Jesús
Faría. Ya de por sí, el hecho de haber juntado a voces tan
disímiles en una misma conversación en nuestra dividida Venezuela puede
contarse como un logro.
Hay cinco puntos cruciales que
han salido a relucir en las intervenciones citadas, sobre los cuales creo que
vale la pena ahondar con mucho más detenimiento. Éstos son: la existencia de
estrategias alternativas de estabilización que podrían ser exitosas, la posible
pérdida de competitividad que viene con la adopción de un sistema cambiario
irrevocablemente fijo, la disciplina fiscal como una condición necesaria para
la estabilización exitosa, las restricciones a la profundidad financiera de la
economía y la posible pérdida de soberanía derivada de adoptar una nueva
moneda. Paso a discutir cada una de estas observaciones por separado.
La dolarización no es la única
forma, pero sí la única que garantiza la estabilización de precios
Omar Zambrano y Ronald Balza
señalan que hay muchos países que han abatido la hiperinflación en América
Latina sin haber apelado a la dolarización, citando a Perú y Bolivia como
ejemplos. Dado que se puede estabilizar sin dolarizar, ¿por qué sacrificar las
políticas monetarias y cambiarias si es posible mantenerlas adoptando otra estrategia?
Mi respuesta está en la Tabla
1, la cual compara la duración de los episodios de inflación alta antes de la
estabilización en los otros casos ocurridos en la región. Esta tabla muestra
que los países en la región pasaron de 2 a 4 años en una inflación de 4 o más
dígitos –y mucho más tiempo con inflación de tres dígitos– antes de
estabilizarse. En promedio, estas economías tardaron 2,8 años con una inflación
de cuatro o más dígitos y 6,4 años con una inflación de tres dígitos –es decir,
9,2 años con una inflación mayor al 100%– antes de estabilizarse
exitosamente.
En contraste, Venezuela lleva
apenas 2 años de inflación de tres dígitos y apenas un año de inflación de 4
dígitos. Esto quiere decir que si la economía se estabilizara hoy, entonces
ésta habría atravesado un período relativamente corto de alta inflación en
comparación con la experiencia histórica de los casos de hiperinflación en la
región. Una pregunta crucial para el diseño de políticas de un nuevo gobierno
es cómo evitar que este episodio de alta inflación se prolongue tanto como en
otros países.
Esta larga duración de períodos de alta inflación muestra que estabilizar no es
nada fácil. Cada estabilización exitosa en la historia de América Latina lleva
tras de sí una historia de políticas fallidas. En junio de 1985, por ejemplo,
el gobierno de Raúl Alfonsín en Argentina intentó abordar la alta inflación a
través del Plan Austral, un programa de reforma monetaria que incluía la
introducción de una nueva moneda, combinado con fuertes ajustes fiscales y un
reperfilamiento de la deuda. El plan funcionó temporalmente, pero, para 1988,
la inflación se había comenzado a acelerar nuevamente, llevando a la
implementación del Plan Primavera ese año y, finalmente, a la adopción de la
Ley de Convertibilidad en el gobierno de Carlos Menem.
¿Por qué algunas
estabilizaciones funcionan y otras no? Usualmente, las expectativas juegan un
rol crucial. Para que los agentes económicos a cargo de la fijación de precios
dejen de incrementarlos, tienen que confiar en que la senda de crecimiento de
la oferta monetaria será estable en el futuro. Y si bien esto es lo que
prometen todos los gobiernos que intentan estabilizar, esa promesa no siempre
es vista como creíble por los fijadores de precios. Los gobiernos que se
enfrentan a un problema de credibilidad imperfecta terminan adoptando políticas
monetarias y fiscales restrictivas no porque ello sea óptimo para la economía,
sino porque es la única forma que tienen de hacer creíble la promesa de bajar
la inflación. Y es el costo social y político asociado con esas políticas el
que termina minando la viabilidad del ajuste, dándole razón a los que ponían en
duda su credibilidad.
La dolarización –entendida en
sentido amplio como la adopción de una moneda sobre cuya política monetaria el
país que la adopta carece de control– es la única estrategia de estabilización
que resuelve de plano el problema de credibilidad en la política monetaria. Los
agentes pueden ser escépticos frente a una promesa de que los políticos van a
dejar de imprimir dinero, pero definitivamente encontrarán creíble el
compromiso de no imprimir dólares. Por ello, a diferencia de otras estrategias,
la dolarización tiene garantizado el éxito en el control de la inflación.
Esta consideración es extremadamente
importante si estamos pensando en cómo debe ser la política económica de un
nuevo gobierno en Venezuela. Porque si hay algo que a mí me queda totalmente
claro es que un nuevo gobierno que aplique un plan de estabilización
contractivo, o una estabilización que termine fracasando y dando pie a un nuevo
brote de hiperinflación, tendrá los días contados. Después del colapso que ha
ocurrido en los niveles de vida de los venezolanos en los últimos cuatro años,
tenemos la responsabilidad de diseñar un plan que minimice el riesgo de
fracasar en su implementación. Por esta razón, deberíamos preferir un programa
que garantice la estabilización –y así la expansión económica que la acompaña–
y que evite la contracción que vendría con un plan fallido.
Algunos de los autores citados
argumentan que la dolarización no resuelve el problema de la credibilidad
porque el país puede seguir teniendo déficits fiscales altos. “La dolarización
promueve, pero no garantiza, la credibilidad de la política económica en
general y de ninguna manera asegura la disciplina fiscal en particular”,
escribe Omar Zambrano. Tiene razón en que la dolarización no garantiza la
disciplina fiscal, pero ése no es mi argumento: mi punto es que la dolarización
garantiza la credibilidad de la política monetaria, dado que el
crecimiento de la oferta monetaria está fuera del control del gobierno.
En última instancia, la
promesa de reducir la tasa de crecimiento de los agregados monetarios es la que
necesita ser creíble para bajar el nivel de precios. Hay, por supuesto, muchas
políticas –incluyendo la fiscal– cuya credibilidad no se ve afectada por la
dolarización. Pero, en la medida que estemos discutiendo la posibilidad de
acabar con la hiperinflación, la política cuya credibilidad es relevante es la
monetaria. Un país dolarizado que carezca de disciplina fiscal podrá atravesar
muchos problemas –incluyendo los derivados del sobreendeudamiento– pero no
volverá a tener una hiperinflación.
El problema de la
competitividad
Varios de los autores señalan
que la economía puede pagar un costo en términos de competitividad al hacer
suya otra moneda. La idea es que, al adoptar una moneda fuerte, la
sobrevaluación de la moneda podría hacer al país menos competitivo en la
producción de bienes transables distintos al petróleo y que esto al final
restringiría la capacidad de crecimiento a largo plazo de la economía.
Los autores que defienden esta
tesis parecieran estar argumentando que las economías pueden mantener
sostenidamente tipos de cambio real distintos a sus valores de equilibrio. Omar
Zambrano escribe, en referencia al caso de Ecuador, que “una apreciación del
tipo de cambio real (…) equivale a una pérdida de competitividad de la
producción local permanente e irreversible” y “puede comprometer de manera
dramática las posibilidades de recuperación y reactivación del aparato
productivo”.
El tipo de cambio real indica
cuán baratos son los precios de los bienes en una economía comparados con los
de sus socios comerciales al llevarlos a la misma moneda. Esta variable es
esencialmente el cociente de los precios que equilibran los mercados de bienes
transables y no transables en una economía. El equilibrio de estos mercados es
independiente de la moneda que adopte el país.
Nuestra digresión es
importante porque nos recuerda que el tipo de cambio real no es más que un
precio de equilibrio. Cuando suben los precios del petróleo, por ejemplo, sube
la demanda de bienes y el precio de los bienes no transables en relación a los
transables, por lo cual el tipo de cambio real se aprecia. La política
cambiaria no puede alterar el tipo de cambio real de equilibrio. Lo más que
puede hacer es alterar el tipo de cambio real, el cual terminará al final
convergiendo a su nivel de equilibrio.
En otras palabras, la política
cambiaria no sirve para promover la competitividad de la industria a largo
plazo. Es posible que logre mantener un tipo de cambio subvaluado por un
tiempo, si eso es lo que se busca. Pero un país no puede mantener un tipo de
cambio ni subvaluado ni sobrevaluado permanentemente.
Una subvaluación sostenida
lleva a superávits en cuenta corriente y por consiguiente a un incremento de
liquidez que presionará al alza al nivel de precios y corregirá la
subvaluación; las operaciones de esterilización pueden intentar contrarrestar
este efecto, pero no permanentemente. Esta apreciación real, de hecho, fue lo
que ocurrió en Ecuador y la explicación de la alta inflación en los años
posteriores a la dolarización que Omar cita en su artículo. Lo que esto refleja
simplemente es que el tipo de cambio de conversión de 25 mil sucres por dólar,
adoptado en el año 2000, resultó estar subvaluado y la economía lo corrigió a
través de un proceso de apreciación real.
La tendencia a la apreciación
del tipo de cambio real de equilibrio –y los posibles efectos de esto sobre la
competitividad de otros sectores y sobre el crecimiento a largo plazo– es un
fenómeno que atañe a las economías petroleras que experimentan choques
positivos de ingresos o precios, independientemente del régimen cambiario que adopten.
Es incorrecto decir que estas economías tienen un tipo de cambio sobrevaluado
como producto de un boom petrolero. Lo que ocurre es que su tipo de cambio real
de equilibrio se aprecia.
Si uno está buscando tener un
tipo de cambio competitivo que estimule a la producción de bienes transables
distintos del petróleo, entonces tiene más sentido tratar de incidir sobre el
tipo de cambio real de equilibrio y evitar su apreciación que intentar mantener
un tipo de cambio distinto de su valor de equilibrio. Un mecanismo para evitar
la apreciación del tipo de cambio de equilibrio es ahorrar recursos externos a
través de un fondo de estabilización. Otro mecanismo es tener políticas
industriales activas que ayuden a aumentar la productividad en la economía no petrolera.
A fin de cuentas, el problema
no es tener un tipo de cambio real de equilibrio apreciado –eso es simplemente
reflejo de salarios altos y mejores niveles de vida–, sino la inestabilidad a
lo largo del tiempo de esa apreciación derivada de la alta volatilidad de los
términos de intercambio. Esa volatilidad se reduce a través de la
estabilización de los flujos externos y a través de las mejoras en la
productividad de otras fuentes de ingreso cuyos precios externos no estén
positivamente correlacionados con el petróleo.
Disciplina fiscal, austeridad
y el agujero negro de la hiperinflación
Varios de los colegas que han
participado en este debate han dicho que la dolarización no sustituye la
disciplina fiscal y que sin un ajuste fiscal no se puede estabilizar la
economía venezolana. Estoy de acuerdo con el primero de estos puntos, pero no
con el segundo.
Por supuesto que es cierto que
la dolarización no limita el sobreendeudamiento y que un país dolarizado puede
terminar en una crisis muy fuerte si no pone límites a su endeudamiento. Es
además cierto que a un país que carezca de política monetaria y cambiaria se le
hará más difícil enfrentar una crisis de tal tipo. Mi argumento nunca ha sido
que la dolarización no tiene costos, sino que, en la situación actual de
Venezuela, sus beneficios son mayores a sus desventajas.
Con lo que no estoy de acuerdo
es con la idea de que salir de la actual crisis venezolana requiere recortes en
los gastos reales. Esto es lo que sugiere Humberto García Larralde cuando nos dice
que si dolarizamos, entonces “la gestión fiscal se vería sometida a una muy
severa chaqueta de fuerza –precisamente el efecto buscado con la dolarización—
que, en las actuales circunstancias, podría resultar muy dolorosa”. Entiendo
los temores de Humberto, pero, afortunadamente, sí podemos garantizar una
estabilización exitosa, pasaríamos de una situación de estrechez a una de
relativa holgura fiscal.
Ricardo Hausmann solía decir
que muchos problemas en economía se pueden entender con el ejemplo de un carro
al que se le suelta la correa del ventilador. Si en ese momento te detienes y
lo llevas al taller, el problema lo arreglas cambiándole la correa. Pero, si
sigues manejando y el carro se sobrecalienta, puedes terminar fundiendo el
motor. Ya cuando el motor está fundido, no vas a arreglar el problema sólo con
cambiar la correa del ventilador, sino que ahora debes cambiar también el
motor.
Es indudable que la falta de
disciplina fiscal fue lo que nos metió en este problema. Venezuela ha pasado
seis años seguidos con un déficit del sector público expandido (incluyendo
fondos extrapresupuestarios) mayor a 10 puntos del PIB; al no poder acudir más
al endeudamiento externo ni a la desacumulación de activos y al negarse a
ajustar las variables determinantes de los ingresos fiscales, tales como el
precio de la gasolina en el mercado interno, el gobierno comenzó a imprimir
dinero para financiar ese déficit.
Sin embargo, la naturaleza de
este fenómeno cambia cuando se inicia una hiperinflación. Para mí, el momento
definitorio de este proceso es cuando entras a la parte decreciente de la curva
de Laffer del impuesto inflacionario. Porque es ahí cuando aumentar la tasa de
crecimiento de la oferta monetaria te lleva a una caída en los ingresos reales
derivados del impuesto inflacionario. Lo que ocurre es que la gente se está
tratando de deshacer del dinero más rápido de lo que lo puedes imprimir. Y ahí
es que el gasto real comienza a caer, a pesar de que lo estés cubriendo con
impresión de dinero.
Las Tablas 2 y 3 ilustran este
fenómeno. Durante el 2017, el gasto real cayó un 57,4% y, desde el 2015, se ha
desplomado un 78,5%. Para enero de 2018, el gasto real era sólo el 16,5% de su
nivel de 2015. Pero, al mismo tiempo, a medida que entramos en la deriva
hiperinflacionaria, los ingresos tributarios han estado cayendo a una tasa
similar: 62,7% en 2017 y 76,9% entre 2015 y 2017. Por eso no debe sorprendernos
que la brecha fiscal se mantenga alta: por más que se recorte el gasto,
Venezuela se está quedando sin ingresos.
La caída de los ingresos
fiscales en 2017 está fuertemente ligada al efecto Olivera-Tanzi,según el cual
la hiperinflación conlleva a una desincronización entre el momento en el que se
generan los impuestos y el momento en el que se recolectan. Esta
desincronización siempre existe cuando la inflación es distinta de cero, pero
la magnitud de la pérdida de recaudación real es creciente en la tasa de
inflación. A esto se añade el hecho de que la sobrevaluación del tipo de cambio
oficial y falta de ajustes en el precio de bienes y servicios públicos golpea
fuertemente a todos los ingresos derivados de bienes transables.
En otras palabras, Venezuela
no tiene un déficit fiscal alto porque esté gastando mucho. Sólo basta con
observar la destrucción del salario real –que ha caído en un 92,0% desde 2013,
mucho mayor a la contracción acumulada del PIB per cápita del 37,1% desde ese
año– para entender que, prácticamente, no hay más margen para seguir reduciendo
el gasto público venezolano.
Para concebir lo poco que
estamos gastando en remuneraciones, hagamos el siguiente ejercicio:
imaginémonos que la economía se dolariza a la tasa propuesta de 70 mil
bolívares por dólar –la cual está en línea con las estimaciones actuales de
tipo de cambio real de equilibrio–, a la cual el salario mínimo integral
pasaría a ser $19 (quiero dejar claro que ésta no es nuestra propuesta, sino un
cálculo ilustrativo). A ese salario mínimo, el costo directo de las
remuneraciones del gobierno sería de $2,0 millardos, o apenas del 1,5% del
Producto Interno Bruto.
Reitero que este cálculo sólo
busca ser ilustrativo (para emprender un proceso de dolarización, creo que la
economía debería buscar un salario mínimo de arranque en el rango de $50-$100).
Incluso a ese nivel mucho mayor, los gastos de nómina serían suficientemente
manejables para un gobierno que exporta $27 millardos al año y un país con un
PIB de alrededor de $130 millardos. Pero, el punto fundamental es que el
problema de Venezuela hoy no es que su gobierno esté gastando mucho. Por el
contrario, está gastando muy poco, sólo que la hiperinflación se está comiendo
nuestros ingresos y por eso hemos caído en el círculo vicioso en el que sólo
nos podemos financiar imprimiendo dinero. En este sentido, el primer paso en el
restablecimiento del equilibrio fiscal es acabar con la hiperinflación y para
lograrlo debemos buscar la estrategia que tenga las mayores posibilidades de
éxito a corto plazo.
Profundidad financiera y
dolarización
Omar Zambrano, Leonardo Vera y
Humberto García Larralde plantean otro punto interesante: el tamaño del sistema
financiero resultante de la dolarización. Argumenta Omar que si dolarizamos con
$3 millardos, entonces el tamaño de nuestro sistema financiero sería muy
pequeño e implicaría una traba al desarrollo financiero del país en el futuro y
por ende a su crecimiento económico.
El problema que plantean estos
autores es real, pero no tiene nada que ver con la dolarización. Un tipo de
cambio de conversión de 70 mil bolívares por dólar está en el rango de las
estimaciones existentes de tipo de cambio real de equilibrio. Si unificásemos y
flotásemos la moneda, el tipo de cambio convergería a ese nivel y el cálculo de
la profundidad financiera sería igual que el de una economía dolarizada. El
bajo tamaño del sistema bancario es una realidad independiente de la política
cambiaria que se adopte: es el resultado de veinte años de represión financiera
que han acabado con la intermediación financiera en nuestro país.
Resolver este problema debe
ser uno de los puntos nodales de la nueva política económica. Si fuésemos a un
esquema de flotación, probablemente se buscaría ayuda financiera internacional
–por ejemplo, a través del Fondo Monetario Internacional– para aumentar las
reservas internacionales y defender el tipo de cambio, incrementando así el
respaldo a la base monetaria. En un esquema de dolarización, ese tipo de
asistencia puede servir para recapitalizar al sistema financiero.
Ulises, el canto de las
sirenas y la soberanía
Desde posiciones de izquierda,
Jesús Faría y Pasqualina Curcio plantean que la dolarización lleva a una
pérdida de soberanía y a una entrega del país. “Las políticas económicas se
decidirían en Washington y servirían a las oligarquías”, esgrime Faría,
argumentando que “el Banco Central de Venezuela perdería sus facultades y
desaparecerían las inversiones sociales”.
En realidad, el Banco Central
de Venezuela no tiene nada que ver con la política de inversión social y el
hecho de que los economistas del gobierno piensen de esta forma nos dice mucho
sobre las causas de nuestra actual crisis. La función del BCV, de acuerdo con
el artículo 318 de la Constitución, es lograr la estabilidad de precios y
preservar el valor interno y externo de la unidad monetaria, objetivos en los
cuales no ha sido nada exitoso.
Las políticas monetarias o
cambiarias no deben buscar generar recursos para la inversión social y, cuando
lo hacen, es sólo a fuerza de someter a los ciudadanos a uno de los impuestos
más perniciosos y distorsionantes imaginables: el impuesto inflacionario. Las
políticas monetarias y cambiarias son políticas accesorias que permiten ayudar
a generar estabilidad macroeconómica para que el gobierno, con el resto de sus
instrumentos de política, pueda avocarse a la inversión social y productiva.
La gente no consume política
monetaria, sino lo que puede comprar con los ingresos derivados de lo que
produce. El objetivo de una política económica dirigida a construir una
economía sólida y con altos estándares de vida debe ser el de hacer que la
gente produzca más. Esto se hace invirtiendo recursos reales en escuelas, en
hospitales, en carreteras. No se logra imprimiendo dinero.
A lo largo de su travesía de
diez años de retorno a Ítaca, Ulises se encontró con todos los obstáculos
imaginables que buscaban dificultarle el regreso a su tierra después de haber
ayudado a ganar la victoria de Troya. Uno de los más retadores fue el de
navegar cerca de una isla donde moraban sirenas cuyo canto hipnotizaba a todos
los navegantes que pasaban cerca, haciendo que sus barcos naufragasen al tratar
de acercarse al origen de las voces. Ulises les pidió a sus navegantes que
pusieran cera en sus orejas y que lo atasen al mástil para evitar que se dejara
llevar por el canto de las sirenas. Sólo así logró salvarse del destino de
miles de navegantes que habían naufragado allí y pudo regresar a Ítaca a
rescatarla del yugo de los pretendientes de Penélope.
Ulises no perdió soberanía al
atarse al mástil de su barco: la afirmó. Al restringirse a sí mismo, Ulises
decidió que era más importante regresar a su tierra y salvar a su familia y a
los pobladores de su ciudad que dejarse llevar por el encanto de las voces de
las sirenas. Adoptar el dólar como moneda nos permitiría concentrarnos en hacer
las cosas que debe hacer un Estado: invertir en crear una economía productiva y
sólida que libere a los venezolanos del hambre y la pobreza. La verdadera
soberanía reside en la capacidad de nuestra gente de vivir una vida digna.
***
Francisco Rodríguez es asesor
económico del candidato presidencial Henri Falcón
15-03-18
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