Jose Ignacio Gonzalez Faus 19 de mayo de 2018
Otra
de nuestras palabras desfiguradas. Etimológicamente significa “poder del
pueblo”. La palabra griega demos tiene un sentido más amplio que el otro
término laos, que designa a un pueblo uniformado por lazos de raza, religión,
lengua o clase social. Pero democracia es el poder “de todos”: no sólo “de los
auténticos vascos” que diría Arzalluz. Esa es su grandeza.
Desde
sus inicios, la democracia ha planteado dos grandes problemas: el pueblo nunca
es unánime y, por eso, la democracia sólo puede ser poder de mayorías; ¿qué
pintan entonces las minorías en una democracia? Dejemos este problema
enunciando sólo la respuesta: “democracia es gobierno de las mayorías con
suficiente respeto a las minorías”.
La
otra pregunta es más seria: el poder del pueblo ¿es tan absoluto e
incondicional que no hay nada por encima de él? Si un pueblo decide reinstaurar
la pena de muerte o invadir a otro más pequeño ¿son inapelables esas
decisiones? En el sur de EEUU hay estados racistas que, si fueran
independientes, decidirían democráticamente expulsar a todos los negros…
Parece
pues que el poder del pueblo no puede ser absoluto. Democracia no es “dictadura
del pueblo”: está sometida a alguna tabla normativa de valores. Y aquí vuelven
a complicarse las cosas: ¿quién dicta esas normas? Recurrir a Dios rompe la
democracia porque no todo el pueblo cree en Dios. Apelar a una ética humana parece
mejor solución pero tampoco es posible: porque incluso sobre los valores
humanos disentimos los seres humanos.
Así se
fue llegando a la siguiente respuesta: “el poder del pueblo, está sometido a un
conjunto de valores; pero ese conjunto debe ser acordado y sistematizado entre
todos, para poder ser aceptado”. En ese acuerdo, todos habrán de ceder algo
para llegar a un marco valoral suficiente para todos y aceptable por todos.
En
teoría al menos, ese sistema acordado de valores es lo que se llama “Constitución”
o “Carta Magna”: la Constitución no es sólo lo que constituye a un pueblo sino,
sobre todo, lo que fundamenta la democracia. Sin Constitución (o contra ella)
la voluntad popular se deforma en arbitrariedad. A eso aludimos cuando
equiparamos democracia con “imperio de la ley”. Tal expresión es ambigua porque
busca ser deliberadamente paradójica: imperio de la ley quiere decir imperio de
aquella voluntad popular que constituyó la ley. Por eso no cabe apelar a la
voluntad democrática de un pueblo contra aquello que funda la democracia.
Pero
los problemas reaparecen: porque los tiempos y las generaciones cambian, la
voluntad popular puede cambiar… y el imperio de la ley puede convertirse
entonces en dictadura del pasado. Por eso las Constituciones necesitan ser
periódicamente reformadas. Pero nadie garantiza que acertemos en esa reforma:
de ahí que se exija una mayoría bien cualificada para reformar las
Constituciones de los pueblos.
¿Por
qué no nos garantiza nadie que acertemos en la reforma de una Constitución y,
en vez de avanzar, retrocedamos? (como vg. en nuestra “ley mordaza”)? Pues
porque los pueblos, además de señores pueden ser también señoreados,
conducidos, manejados. Entonces no hay democracia sino demagogia: situación en
la que el pueblo no tiene verdaderamente el kratos (el poder), sino que es
agómenos (llevado). Y, como de lo sublime a lo ridículo, de la democracia a la
demagogia no hay más que un paso.
Un
viejo ejemplo: Silvestre II, papa del año 1000 (que fue monje en este sant
Cugat desde donde escribo), se pasó la vida criticando duramente el centralismo
de los papas con el axioma: “la voz del pueblo es voz de Dios”. Pero, una vez
llegado a papa, comenzó a enseñar que no siempre la voz del pueblo es voz de
Dios: porque fue el pueblo (bien manejado) quien gritó ante Jesús:
“crucifícale, crucifícale”. Así que saduceos y sumos sacerdotes podrían haber
argumentado, con aparente verdad, que Jesucristo fue crucificado
democráticamente.
La
conclusión de lo anterior parece ser la que esgrimía aquel viejo dictador: “los
españoles no estamos preparados para la democracia”. Creímos que la democracia
consistía en hacer lo que me dé la gana y que ganen siempre los míos. Y resulta
que la democracia exige creatividad, diálogo, paciencia, búsqueda de acuerdos,
saber argumentar, saber ceder… y, con, ello cierta inestabilidad. Mucho más
fácil será hacer lo que digan los dictadores y prescindir de la política que es
lo más difícil de la vida (aunque sea también lo más grande). Eso hacen muchos
con la excusa irresponsable de: “todos los políticos son iguales” y, por tanto,
me ahorro el ir a votar.
Y es
que las dictaduras son más estables. Por eso nuestra economía (que quiere
estabilidad) no es democrática: busca mayorías absolutas para gobernar sin
diálogo; cosa más rentable económicamente, pero de menos calidad humana, y que
acaba siendo puerta de las dictaduras.
Esta
amenaza solo se supera con educación, y más educación. Por eso dice el refrán:
“democracia sin mucha educación, es dictadura de algún bribón”…
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