Francisco Fernández-Carvajal 08 de diciembre de 2018
— La
vocación del Bautista. Su figura en el Adviento.
—
Humildad de Juan. Necesidad de esta virtud para el apostolado.
—
Nosotros somos testigos y precursores. Apostolado con quienes tratamos
habitualmente.
I. Pueblo
de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la
majestad de su voz, y os alegraréis de todo corazón1.
Mira
al Señor que viene... Iba a llegar el Salvador y nadie advertía
nada. El mundo seguía como de costumbre, en la indiferencia más completa. Solo
María sabe; y José, que ha sido advertido por el ángel. El mundo está en la
oscuridad: Cristo está aún en el seno de María. Y los judíos seguían disertando
sobre el Mesías, sin sospechar que lo tenían tan cerca. Pocos esperaban la
consolación de Israel: Simeón, Ana... Estamos en Adviento, en la espera.
Y en
este tiempo litúrgico la Iglesia propone a nuestra meditación la figura de Juan
el Bautista. Este es aquel de quien habló el profeta Isaías diciendo:
Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus
sendas2.
La
llegada del Mesías fue precedida de profetas que anunciaban de lejos su
llegada, como heraldos que anuncian la llegada de un gran rey. «Juan aparece
como la línea divisoria entre ambos Testamentos: el Antiguo y el Nuevo. El
Señor mismo enseña de algún modo lo que es Juan, cuando dice: La ley y
los Profetas hasta Juan Bautista. Es personificación de la antigüedad y
anuncio de los tiempos nuevos. Como representante de la antigüedad, nace de
padres ancianos; como quien anuncia los tiempos nuevos, se muestra ya profeta
en el seno de su madre. Aún no había nacido cuando, a la llegada de Santa
María, salta de gozo dentro de su madre3.
Juan se llamó el profeta del Altísimo, porque su misión fue
ir delante del Señor para preparar sus caminos, enseñando la ciencia de
salvación a su pueblo»4.
Toda
la esencia de la vida de Juan estuvo determinada por esta misión, desde el
mismo seno materno. Esta será su vocación; tendrá como fin preparar a Jesús un
pueblo capaz de recibir el reino de Dios y, por otra parte, dar testimonio
público de Él. Juan no hará su labor buscando una realización personal, sino
para preparar al Señor un pueblo perfecto. No lo hará por gusto,
sino porque para eso fue concebido. Así es todo apostolado: olvido de uno mismo
y preocupación sincera por los demás.
Juan
realizará acabadamente su cometido, hasta dar la vida en el cumplimiento de su
vocación. Muchos conocieron a Jesús gracias a la labor apostólica del Bautista.
Los primeros discípulos siguieron a Jesús por indicación expresa suya, y otros
muchos estuvieron preparados interiormente gracias a su predicación.
La
vocación abraza la vida entera y todo se pone en función de la misión divina.
De la respuesta que Juan dé más tarde, hace depender el Señor la conversión de
muchos de los hijos de Israel.
Cada
hombre, en su sitio y en sus propias circunstancias, tiene una vocación dada
por Dios; de su cumplimiento dependen otras muchas cosas queridas por la
voluntad divina: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides–
dependen muchas cosas grandes»5.
¿Acercamos al Señor a quienes nos rodean? ¿Somos ejemplares en la realización
de nuestro trabajo, en la familia, en nuestras relaciones sociales? ¿Hablamos
del Señor a nuestros compañeros de trabajo o de estudio?
II.
Plenamente consciente de la misión que le ha sido encomendada, Juan sabe que
ante Cristo no es ni siquiera digno de llevarle las sandalias6,
lo que solía hacer el último de los criados con su señor; para ese menester
cualquiera servía. El Bautista no tiene reparo en proclamar que él carece de
importancia ante Jesús. Ni siquiera se define a sí mismo según su ascendencia
sacerdotal. No dice: «Yo soy Juan, hijo de Zacarías, de la tribu sacerdotal
de...». Por el contrario, cuando le preguntan: ¿Quién eres tú?,
Juan dice: Yo soy la voz que clama en el desierto: Preparad los caminos
del Señor, allanad sus sendas. Él no es más que eso: la voz. La
voz que anuncia a Jesús. Esa es su misión, su vida, su personalidad. Todo su
ser viene definido por Jesús; como tendría que ocurrir en nuestra vida, en la
vida de cualquier cristiano. Lo importante de nuestra vida es Jesús.
A
medida que Cristo se va manifestando, Juan busca quedar en segundo plano, ir
desapareciendo. Sus mejores discípulos serán los que sigan, por indicación
suya, al Maestro en el comienzo de su vida pública. Este es el Cordero
de Dios, dirá a Juan y a Andrés, indicando a Jesús que pasaba. Con gran
delicadeza se desprenderá de quienes le siguen para que se vayan con Cristo.
Juan «perseveró en la santidad, porque se mantuvo humilde en su corazón»7;
por eso mereció también aquella formidable alabanza del Señor: En
verdad os digo que no ha salido de entre los hijos de mujer nadie mayor que
Juan8.
El
Precursor señala también ahora el sendero que hemos de seguir. En el apostolado
personal –cuando vamos preparando a otros para que encuentren a Cristo–,
debemos procurar no ser el centro. Lo importante es que Cristo sea anunciado,
conocido y amado: Solo Él tiene palabras de vida eterna, solo en Él se
encuentra la salvación. La actitud de Juan es una enérgica advertencia contra
el desordenado amor propio, que siempre nos empuja a ponernos indebidamente en
primer plano. Un afán de singularidad no dejaría sitio a Jesús.
El
Señor nos pide también que vivamos sin alardes, sin afanes de protagonismo, que
llevemos una vida sencilla, corriente, procurando hacer el bien a todos y
cumpliendo nuestras obligaciones con honradez. Sin humildad no podríamos acercar
a nuestros amigos al Señor. Y entonces nuestra vida quedaría vacía.
III.
Nosotros, sin embargo, no somos solo precursores; somos también testigos de
Cristo. Hemos recibido con la gracia bautismal y la Confirmación el honroso
deber de confesar, con las obras y de palabra, la fe en Cristo. Para cumplir
esta misión recibimos frecuentemente, y aun a diario, el alimento divino del
Cuerpo de Jesús; los sacerdotes nos prodigan la gracia sacramental y nos
instruyen con la enseñanza de la Palabra divina.
Todo
lo que poseemos es tan superior a lo que Juan tenía, que Jesús mismo pudo decir
que el más pequeño en el reino de Dios es mayor que Juan. Sin
embargo, ¡qué diferencia! Jesús está a punto de llegar, y Juan vive
fundamentalmente para ser el Precursor. Nosotros somos testigos; pero, ¿qué
clase de testigos somos? ¿Cómo es nuestro testimonio cristiano entre nuestros
colegas, en la familia? ¿Tiene suficiente fuerza para persuadir a los que no
creen todavía en Él, a quienes no le aman, a los que tienen una idea falsa
acerca de Jesús? ¿Es nuestra vida una prueba, al menos una presunción, a favor
de la verdad del cristianismo? Son preguntas que podrían servirnos para vivir
este Adviento, en el que no puede faltar un sentido apostólico.
Mira
al Señor que viene... Juan sabe que Dios prepara algo muy
grande, de lo cual él debe ser instrumento, y se coloca en la dirección que le
señala el Espíritu Santo. Nosotros sabemos mucho más acerca de lo que Dios
tenía preparado para la humanidad. Nosotros conocemos a Cristo y a su Iglesia,
tenemos los sacramentos, la doctrina salvadora perfectamente señalada...
Sabemos que el mundo necesita que Cristo reine, sabernos que la felicidad y la
salvación de los hombres dependen de Él. Tenemos al mismo Cristo, al mismo que
conoció y anunció el Bautista.
Somos
testigos y precursores. Hemos de dar testimonio, y, al mismo tiempo, señalar a
otros el camino. «Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de
Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar
para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos
de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es
cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático,
porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque
manifiesta sentimientos de paz, porque ama»9.
Quizá
el mundo ahora, en muchos casos, tampoco espera nada. O espera en otra
dirección, de donde no vendrá nadie. Muchos se hallan volcados hacia los bienes
materiales como si fueran su fin último, pero con ellos no llenarán su corazón
jamás. Hemos de señalarles el camino. A todos. «Conocéis –nos dice San Agustín–
lo que cada uno de vosotros tiene que hacer en su casa, con el amigo, el
vecino, con su dependiente, con el superior, con el inferior. Conocéis también
de qué modo da Dios ocasión, de qué manera abre la puerta con su palabra. No
queráis, pues, vivir tranquilos hasta ganarlos para Cristo, porque vosotros
habéis sido ganados por Cristo»10.
Nuestra
familia, los amigos, los compañeros de trabajo, aquellas personas a quienes
vemos con frecuencia, deben ser los primeros en beneficiarse de nuestro amor al
Señor. Con el ejemplo y con la oración debemos llegar incluso hasta aquellos
con quienes no tenemos ocasión de hablar.
Nuestra
gran alegría será haber acercado a Jesús, como hizo el Bautista, a muchos que
estaban lejos o indiferentes. Sin perder de vista que es la gracia de Dios y no
nuestras fuerzas humanas la que consigue mover las almas hacia Jesús. Y como
nadie da lo que no tiene, se hace más urgente un esfuerzo por crecer en la vida
interior, de forma que el amor de Dios sobreabundante pueda contagiar a todos
los que pasan por nuestro lado.
La
Reina de los Apóstoles aumentará nuestra ilusión y esfuerzo por acercar almas a
su Hijo, con la seguridad de que ningún esfuerzo es vano ante Él.
1 Antífona
de entrada de la Misa, cfr. Is 30,19-30. —
2 Mt 3,
3. —
3 Cfr. Lc 1,
76-77. —
4 San
Agustín, Sermón 293, 2. —
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 755. —
6 Cfr. Mt 3,
11. —
7 San
Gregorio Magno, Trat. sobre el Evang. de San Lucas, 20, 5.
—
8 Mt 11,
11. —
9 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 122. —
10 San
Agustín, Trat. sobre el Evang. de San Juan, 10, 9.
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