Francisco Fernández-Carvajal 05 de diciembre de 2018
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Identificar nuestra voluntad con la del Señor. Cómo nos manifiesta Dios su
voluntad. Voluntad de Dios y santidad.
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Otros modos de manifestarse la voluntad de Dios en nuestra vida: la obediencia.
Imitar a Jesús en su ardiente deseo de cumplir la voluntad de su Padre Dios.
Humildad.
—
Cumplir la voluntad de Dios en momentos en que cuesta o resulta ingrata o
difícil.
I. La
vida de una persona se puede edificar sobre muy diferentes cimientos: sobre
roca, sobre barro, sobre humo, sobre aire... El cristiano sólo tiene un
fundamento firme en el que apoyarse con seguridad: el Señor es la Roca
permanente1.
El
Señor nos habla en el Evangelio de la Misa2 de
dos casas. En una de ellas quizá se quiso ahorrar la cimentación, quizá hubo
prisa por terminarla. No se puso el debido cuidado. Al que edificó de esta
manera el Señor le llama hombre loco. Las dos casas quedaron
terminadas y parecían iguales, pero tenían muy distinto fundamento: una de
ellas estaba cimentada sobre piedra firme; la otra, no. Pasó algún tiempo y
llegaron las dificultades que pondrían a prueba la solidez de la edificación.
Un día hubo temporal: cayó la lluvia, y los ríos salieron de madre y
soplaron los vientos contra aquella casa.
Fue el
momento en el que probaron su consistencia. Una se mantuvo firme en lo
esencial; la otra se derrumbó estrepitosamente y el desastre fue completo.
Nuestra
vida solo puede estar edificada sobre Cristo mismo, nuestra única esperanza,
nuestro único fundamento. Y esto quiere decir, en primer lugar, que procuramos
identificar nuestra voluntad con la suya. No es la nuestra una adhesión más o
menos superficial a una borrosa figura de Cristo, sino una adhesión firme a su
querer y a su Persona. No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el
reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los
cielos, leemos también en el Evangelio de la Misa.
La
voluntad de Dios es la brújula que nos indica en todo momento el camino que nos
lleva a Él; es, al mismo tiempo, el sendero de nuestra propia felicidad. El
cumplimiento del querer divino nos da también una gran fortaleza para superar
los obstáculos.
¡Qué
alegría poder decir al final de nuestros días: he procurado siempre buscar y
seguir la voluntad de Dios en todo! No nos alegrarán tanto los triunfos
cosechados, ni nos importarán demasiado los fracasos y los sufrimientos
padecidos. Lo que nos importará, y mucho, es si hemos amado el querer de Dios
sobre nuestra vida, que se manifestó unas veces de modo más general y otras de
forma muy concreta. Siempre con la suficiente claridad, si no cegamos la luz
del alma, que es la conciencia.
El
cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios es, a la vez, la cima de toda
santidad: «Todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o
circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día
si lo aceptan todo con fe, como venido de la mano del Padre celestial, y
colaboran con la divina voluntad...»3.
Es aquí donde se demuestra nuestro amor a Dios, y también el grado de unión con
Él. Y el Señor nos manifiesta su voluntad a través de los Mandamientos, de las
indicaciones, consejos y preceptos de nuestra Madre la Iglesia, y de las
obligaciones que conlleva la propia vocación y estado.
Reconocer
y amar la divina voluntad en esos deberes nos dará la fuerza necesaria para
hacerlos con perfección, y en ellos encontraremos el lugar donde ejercitar las
virtudes humanas y las sobrenaturales. La voluntad de Dios está muy relacionada
con la sonriente caridad de todos los días, con el cumplimiento del deber
aunque resulte dificultoso, con la ayuda que prestamos, en lo sobrenatural y en
lo humano, a quienes están a nuestro lado.
II. La
voluntad de Dios se nos manifiesta de una forma expresa a través de aquellas
personas a quienes debemos obediencia, y a través de los consejos recibidos en
la dirección espiritual.
La
obediencia no tiene su fundamento último en las cualidades –personalidad,
inteligencia, experiencia, edad– del que manda. Jesús superaba infinitamente
–era Dios– a María y a José, y les obedecía4.
Es más, «Jesucristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la
tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y realizó la redención
con su obediencia»5.
Quienes
piensan que la obediencia es un sometimiento indigno del hombre y propio de
personas con escasa madurez han de considerar que el Señor se hizo
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz6.
Cristo obedece por amor, por cumplir la voluntad de su Padre; ese es el sentido
de la obediencia cristiana: la que se debe a Dios y a sus mandamientos, la que
se debe a la Iglesia, a los padres, la que de un modo u otro rige en la vida
profesional, social, etcétera, cada una en su orden.
Para
obedecer como obedeció Jesús es necesario un ardiente deseo de cumplir la
voluntad de Dios en nuestra vida, y ser humildes. El espíritu de obediencia no
cabe en un alma dominada por la soberbia. Solo el humilde acepta gustosamente
otro criterio distinto del suyo –el de Dios–, al que debe conformar sus actos.
El que
no es humilde rechazará abiertamente el mandato unas veces, y otras lo aceptará
aparentemente, pero sin darle cabida, en realidad, en su corazón, porque lo
someterá a discusión crítica y a limitaciones, y perderá el sentido
sobrenatural que tiene la obediencia. «Estemos precavidos, entonces, porque
nuestra tendencia al egoísmo no muere, y la tentación puede insinuarse de
muchas maneras. Dios exige que, al obedecer, pongamos en ejercicio la fe, pues
su voluntad no se manifiesta con bombo y platillo. A veces el Señor sugiere su
querer como en voz baja, allá en el fondo de la conciencia: y es necesario
escuchar atentos, para distinguir esa voz y serle fieles.
»En
muchas ocasiones, nos habla a través de otros hombres, y puede ocurrir que la
vista de los defectos de esas personas, o el pensamiento de si están bien
informados, de si han entendido todos los datos del problema se nos presente
como una invitación a no obedecer»7.
Sin embargo, nuestro deseo de cumplir la voluntad de Dios superará ese y otros
obstáculos que se puedan presentar a nuestra obediencia.
La
humildad da paz y alegría para realizar lo mandado hasta en los menores
detalles. El humilde se siente gozosamente libre al obedecer. «Mientras nos
sometemos humildemente a la voz ajena nos superamos a nosotros mismos en el
corazón»8, superamos el propio egoísmo y rompemos con sus lazos, que nos
esclavizan.
En el
apostolado, la obediencia se hace indispensable. De nada sirven el esfuerzo,
los medios humanos, las mortificaciones..., sin obediencia todo sería inútil
ante Dios. De nada serviría trabajar con tesón toda una vida en una obra humana
si no contáramos con el Señor. Hasta lo más valioso de nuestras obras quedaría
sin fruto si prescindiéramos del deseo de cumplir la voluntad de Jesús: «Dios
no necesita de nuestros trabajos, sino de nuestra obediencia»9.
III. La
voluntad de Dios también se nos manifiesta en aquellas cosas que Él permite y
que no resultan como esperábamos, o son incluso totalmente contrarias a lo que
deseábamos o habíamos pedido con insistencia en la oración.
Es el
momento entonces de aumentar nuestra oración y de fijarnos mejor en Jesucristo.
Especialmente cuando nos resulten muy duros y difíciles los acontecimientos: la
enfermedad, la muerte de un ser querido, el dolor de los que más queremos...
El
Señor hará que nos unamos a su oración: No se haga como yo quiero,
Padre, sino como quieres Tú10. No
se haga mi voluntad, sino la tuya11.
Él quiso incluso compartir con nosotros todo lo que a veces tiene de injusto y
de incomprensible el dolor. Pero también nos enseñó a obedecer hasta la
muerte, y muerte de cruz12.
Si
alguna vez nos toca sufrir mucho, al Señor no le ofenden nuestras lágrimas.
Pero enseguida hemos de decir: Padre, hágase tu voluntad. En
nuestra vida puede haber momentos de mayor dureza, quizá de oscuridad y de
dolor profundo, en los que cueste más aceptar la voluntad de Dios, con
tentaciones de desaliento. La imagen de Jesús en el huerto de Getsemaní nos
señala cómo hemos de proceder en esos momentos: hemos de abrazar la voluntad de
Dios sin poner límite alguno ni condiciones de ninguna clase, y en una oración
perseverante.
No
serán pocas las veces en que, a lo largo de nuestra vida, tendremos que hacer
actos de identificación con lo que es voluntad de nuestro Padre Dios. Y diremos
interiormente en nuestra oración personal: «¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también
lo quiero!»13. Y vendrá la paz, la serenidad a nuestra alma y a nuestro
alrededor.
La fe
nos hará ver una sabiduría superior detrás de cada acontecimiento: «Dios
sabe más. Los hombres entendemos poco de su modo paternal y delicado de
conducirnos hacia Él»14.
Jesucristo nos consolará de todos nuestros pesares, y quedarán santificados.
Hay
una providencia detrás de cada acontecimiento, todo está ordenado y dispuesto
para que sirva mejor a la salvación de cada uno; absolutamente todo, tanto lo
que sucede en el ámbito más general como lo que ocurre cada día en el pequeño
universo de nuestra profesión y familia. Todas las cosas pueden y deben
ayudarnos a encontrar a Dios, y por tanto a encontrar la paz y la serenidad en
nuestra alma: Todo contribuye al bien de los que aman a Dios15.
El
cumplimiento de la voluntad de Dios es fuente de serenidad y de paz. Los santos
nos han dejado el ejemplo de un cumplimiento sin condiciones de la divina voluntad.
Así se expresaba San Juan Crisóstomo: «En toda ocasión yo digo: ¡Señor,
hágase tu voluntad!: no lo que quiere este o aquel, sino lo que tú quieres
que haga. Este es mi alcázar, y esta es mi roca inamovible,
este es mi báculo seguro»16.
Terminamos
nuestra oración pidiendo con la Iglesia: Señor y Dios nuestro, a cuyo
designio se sometió la Virgen Inmaculada aceptando, al anunciárselo el ángel,
encarnar en su seno a tu Hijo: tú, que la has transformado por obra del
Espíritu Santo en templo de tu divinidad, concédenos, siguiendo su ejemplo, la
gracia de aceptar tus designios con humildad de corazón17.
2 Mt 7, 21; 24-27. —
3 Conc. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 41. —
4 Lc 2, 51. —
6 Flp 2,
8. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 17. —
8 San
Gregorio Magno, Moralia, 35, 14. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 56, 5. —
10 Mc 14,
36. —
11 Lc 22,
42. —
12 Flp 2,
8. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 762. —
14 A.
del Portillo, en la presentación de «Amigos de Dios»; el
subrayado es nuestro. —
15 Rom 8,
28. —
16 San
Juan Crisóstomo, Homilía antes del exilio, 1-3. —
17 Colecta
de la Misa del día 20 de diciembre.
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