Francisco Fernández-Carvajal 16 de abril de 2019
—
Jesús con la Cruz a cuestas por las calles de Jerusalén. Simón de Cirene.
—
Jesús acompañado de dos ladrones en su camino hacia el Calvario. Modos de
llevar la cruz.
— El
encuentro con su Santísima Madre.
I. Tras
una noche de dolor, de burlas y desprecio, Jesús, roto por el terrible tormento
de la flagelación, es llevado para ser crucificado. Entonces les soltó
a Barrabás; y a Jesús, después de haberle hecho azotar, se lo entregó para que
fuera crucificado1,
dice sobriamente el Evangelio de San Mateo.
El pueblo
no aceptó el canje por Barrabás, del que era inocente por quien era culpable de
robo con homicidio. Jesús es condenado a sufrir un doloroso castigo y la muerte
reservada a los criminales. Al poco tiempo, todos ven que está demasiado débil
para llevar sobre sus hombros la cruz hasta el Calvario. Un hombre, Simón de
Cirene, que va camino de su casa, es forzado a cargar con ella. ¿Dónde están
tus discípulos? Jesús les había hablado de llevar la cruz2,
y todos ellos habían afirmado con gran seguridad que estaban dispuestos a ir
con Él hasta la muerte3.
Ahora ni siquiera encuentra a uno para que le ayude a llevar el madero hasta el
lugar de la ejecución. Lo ha de hacer un extraño, y obligado a la fuerza.
Alrededor del Señor no hay rostros amigos y nadie quiso comprometerse. Hasta
quienes recibieron beneficios y curaciones quieren pasar ahora inadvertidos. Se
cumplió al pie de la letra lo que profetizó Isaías muchos siglos antes: He
pisado el lagar yo solo, sin que nadie de entre las gentes me ayudase... Miré,
y no había quien me auxiliase; me maravillé de que no hubiera quien me apoyara4.
Cogió
Simón el extremo de la cruz y lo cargó sobre sus hombros. El otro, el más
pesado, el del amor no comprendido, el de los pecados de cada hombre, ese lo
llevó Cristo, solo.
Hay
una excepción en este desamparo en que el Señor se encuentra, y que nos ha sido
transmitida por tradición: una mujer –a la que se conoce por el nombre de
Verónica– se acerca con un paño para limpiar el rostro de Jesús, y en la tela
quedó impreso el rostro del Señor. «El velo de la Verónica es el símbolo del
conmovedor diálogo entre Cristo y el alma reparadora. La Verónica respondió al
amor de Cristo con su reparación; una reparación especialmente admirable,
porque fue hecha por una débil mujer que no temió las iras de los enemigos de
Cristo (...). ¿Se imprime en mi alma (...) el rostro de Jesús, como en el velo
de la Verónica?»5.
El
Señor sigue su camino; algún alivio físico le ha llegado. Pero la vía es
tortuosa y el suelo irregular. Sus energías están cada vez más mermadas; nada
tiene de extraño que Jesús caiga. Una, dos, tres veces. Cae y a duras penas se
levanta. Y a los pocos metros vuelve a caer. Al levantarse nos dice lo mucho
que nos ama; al caer expresa la gran necesidad que siente de que le amemos.
«No es
tarde, ni todo está perdido... Aunque te lo parezca. Aunque lo repitan mil
voces agoreras. Aunque te asedien miradas burlonas e incrédulas... Has llegado
en un buen momento para cargar con la Cruz: la Redención se está haciendo
–¡ahora!–, y Jesús necesita muchos cirineos»6.
II. En
otro momento de ese caminar hacia el Calvario, Jesús pasa delante de un grupo
de mujeres que lloran por Él. Las consuela y hace una «llamada al
arrepentimiento, al verdadero arrepentimiento, al pesar, en la verdad del mal
cometido. Jesús dice a las hijas de Jerusalén que lloran a su vista: No
lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos (Lc23,
28). No podemos quedarnos en la superficie del mal, hay que llegar a su raíz, a
las causas, a la más honda verdad de la conciencia (...). Señor, ¡dame saber
vivir y andar en la verdad!»7.
A
Jesús, formando parte del cortejo, y para hacer más humillante su muerte, le
acompañan dos ladrones. Un espectador recién llegado, que nada supiera, vería
tres hombres, cada uno cargado con su cruz, camino de la muerte. Pero solo uno
es el Salvador del mundo, y una sola la Cruz redentora.
Hoy
también se puede llevar la cruz de distintas formas. Hay una cruz llevada con
rabia, contra la que el hombre se revuelve lleno de odio o, al menos, de un
profundo malestar; es una cruz sin sentido y sin explicación, inútil, que
incluso aleja de Dios. Es la cruz de los que en este mundo solo buscan la
comodidad y el bienestar material, que no soportan el dolor ni el fracaso,
porque no quieren comprender el sentido sobrenatural del sufrimiento. Es
una cruz que no redime: es la que lleva uno de los ladrones.
Camino
del Calvario marcha una segunda cruz llevada con resignación, quizá incluso con
dignidad humana, aceptándola porque no hay más remedio. Así la lleva el otro
ladrón, hasta que poco a poco se da cuenta de que muy cerca de él está la
figura soberana de Cristo, que cambiará por completo los últimos instantes de
su vida aquí en la tierra, y también la eternidad, y le hará convertirse
en el buen ladrón.
Hay un
tercer modo de llevarla. Jesús se abraza a la Cruz salvadora y nos enseña cómo
debemos cargar con la nuestra: con amor, corredimiendo con Él a todas las
almas, reparando por los propios pecados. El Señor ha dado un sentido profundo
al dolor. Pudiendo redimirnos de muchas maneras lo hizo a través del
sufrimiento, porque nadie tiene amor más grande que aquel que da la
vida por sus amigos8.
Las
personas santas han descubierto que el dolor, el sufrimiento, la contrariedad
dejan de ser algo negativo en el momento en que no se ve la cruz sola, sino con
Jesús que pasa y sale a nuestro encuentro. «¡Dios mío!, que odie el pecado, y
me una a Ti, abrazándome a la Santa Cruz, para cumplir a mi vez tu Voluntad
amabilísima..., desnudo de todo afecto terreno, sin más miras que tu gloria...,
generosamente, no reservándome nada, ofreciéndome contigo en perfecto
holocausto»9.
Simón
de Cirene conoció a Jesús a través de la Cruz. El Señor le recompensará la
ayuda prestada dando la fe también a sus dos hijos, Alejandro y Rufo10;
serían pronto cristianos destacados de la primera hora. Debemos pensar que
Simón de Cirene más tarde sería un discípulo fiel, estimado por la primera
comunidad cristiana de Jerusalén. «Todo empezó por un encuentro inopinado con
la Cruz.
»Me
presenté a los que no preguntaban por mí, me hallaron los que no me buscaban (Is 65,
1).
»A
veces la Cruz aparece sin buscarla: es Cristo que pregunta por nosotros. Y si
acaso ante esa Cruz inesperada, y tal vez por eso más oscura, el corazón
mostrara repugnancia... no le des consuelos. Y, lleno de una noble compasión,
cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: corazón, ¡corazón en la
Cruz!, ¡corazón en la Cruz!»11.
La
meditación de hoy es un momento oportuno para que nos preguntemos a nosotros
mismos cómo llevamos las contrariedades, el dolor. Buena ocasión para examinar
si nos acercan a Cristo, si estamos corredimiendo con Él, si nos sirven para
expiar nuestras culpas.
III.
«Caminaba el Salvador, el cuerpo inclinado con el peso de la Cruz, los ojos
hinchados y como ciegos de lágrimas y de sangre, el paso lento y dificultoso
por su debilidad; le temblaban las rodillas, se arrastraba casi detrás de sus
dos compañeros de suplicio. Y los judíos se reían, los verdugos y los soldados
le empujaban»12. En el cuarto misterio doloroso del Rosario contemplamos a
Jesús con la Cruz a cuestas camino del Calvario «Estamos tristes, viviendo la
Pasión de Nuestro Señor Jesús. —Mira con qué amor se abraza a la Cruz. —Aprende
de Él. —Jesús lleva Cruz por ti: tú, llévala por Jesús.
»Pero
no lleves la Cruz arrastrando... Llévala a plomo, porque tu Cruz, así llevada,
no será una Cruz cualquiera: será... la Santa Cruz (...).
»Y de
seguro, como Él, encontrarás a María en el camino»13.
En
el Vía Crucis meditamos que, en una de aquellas callejuelas,
Jesús se encontró con su Madre. Se paró un instante. «Con inmenso amor mira
María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón
vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura,
en la amargura de Jesucristo.
»¡Oh
vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi
dolor!(Lam 1, 12).
»Pero
nadie se da cuenta, nadie se fija, solo Jesús (...).
»En la
oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de
ternura, de unión, de fidelidad, un sí a la voluntad divina»14.
El
Señor continúa su camino y María le acompaña a pocos metros de distancia, hasta
el Calvario. La profecía de Simeón se está cumpliendo con perfecta exactitud.
«¿Qué
hombre no lloraría, si viera a la Madre de Cristo en tan atroz suplicio?
»Su
Hijo herido... Y nosotros lejos, cobardes, resistiéndonos a la Voluntad divina.
»Madre
y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con
el clamor de Jesús ante su Padre: non mea voluntas... (Lc 22,
42): no se haga mi voluntad, sino la de Dios»15.
Cuando
el dolor y la aflicción nos aquejen, cuando se hagan más penetrantes,
acudiremos a Santa María, Mater dolorosa, para que nos haga fuertes
y para aprender a santificarlos con paz y serenidad.
1 Mt 27,
26. —
2 Mt 16,
24. —
3 Mt 26,
35. —
4 Is 63,
3 y 5. —
5 J.
Ablewicz, Seréis mis testigos, Madrid 1983. Vía
Crucis, Sexta estación, pp. 334-335. —
6 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, V, 2. —
7 K.
Wojtyla, Signo de contradicción, Madrid 1978. Vía
Crucis, Octava estación, pp. 244-245. —
8 Cfr. Jn 15,
13. —
9 San
Josemaría Escrivá, loc. cit., IX. —
10 Cfr. Mc 15,
21. —
11 San
Josemaría Escrivá, loc. cit., V. —
12 L.
de la Palma, La pasión del Señor, p. 168. —
13 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario, cuarto misterio doloroso.
—
14 ídem, Vía
Crucis, IV. —
15 Ibídem,
IV, 1.
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