Francisco Fernández-Carvajal 14 de mayo de 2019
— El
agradecimiento a Dios por todos los bienes es una manifestación de fe, de
esperanza y de amor. Innumerables motivos para ser agradecidos.
— Ver
la bondad de Dios en nuestra vida. La virtud humana de la gratitud.
—
La acción de gracias después de la Santa Misa y de la
Comunión.
I. Te
daré gracias entre las naciones, Señor; contaré tu fama a mis hermanos. Aleluya1, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa.
Constantemente
nos invita la Sagrada Escritura a dar gracias a Dios: los himnos, los salmos,
las palabras de todos los hombres justos están penetradas de alabanza y de
agradecimiento a Dios. ¡Bendice, alma mía, a Yahvé y no olvides ninguno
de sus favores!2, dice el Salmista. El agradecimiento es una forma
extraordinariamente bella de relacionarnos con Dios y con los hombres. Es un
modo de oración muy grato al Señor, que anticipa de alguna manera la alabanza
que le daremos por siempre en la eternidad, y una manera de hacer más grata la
convivencia diaria. Llamamos precisamente Acción de gracias al
sacramento de la Sagrada Eucaristía, por el que adelantamos aquella unión en
que consistirá la bienaventuranza eterna.
En el
Evangelio vemos cómo el Señor se lamenta de la ingratitud de unos leprosos que
no saben ser agradecidos: después de haber sido curados ya no se acordaron de
quien les había devuelto la salud, y con ella su familia, el trabajo..., la
vida. Jesús se quedó esperándolos3. En otra ocasión se duele de la ciudad de Jerusalén, que no
percibe la infinita misericordia de Dios al visitarla4, ni el don que le hace el Señor al tratar de acogerla como la
gallina reúne a sus polluelos bajo las alas5.
Agradecer
es una forma de expresar la fe, pues reconocemos a Dios como fuente de todos
los bienes; es una manifestación de esperanza, pues afirmamos que en Él están
todos los bienes; y lleva al amor6 y a la humildad, pues nos reconocemos pobres y
necesitados. San Pablo exhortaba encarecidamente a los primeros cristianos a
que fueran agradecidos: Dad gracias a Dios, porque esto es lo que
quiere Dios que hagáis en Jesucristo7, y considera la ingratitud como una de las causas del
paganismo8.
«San
Pablo –señala San Juan Crisóstomo– da gracias en todas sus cartas por todos los
beneficios de la tierra. Démoslas también nosotros por los beneficios propios y
por los ajenos, por los pequeños y por los grandes»9. Un día, cuando estemos ya en la presencia de Dios para
siempre, comprenderemos con entera claridad que no solo nuestra existencia se
la debemos a Él, sino que toda ella estuvo llena de tantos cuidados, gracias y
beneficios «que superan en número a las arenas del mar»10. Nos daremos cuenta de que no tuvimos más que motivos de
agradecimiento a Dios y a los demás. Solo cuando la fe se apaga se dejan de ver
estos bienes y esta grata obligación.
«Acostúmbrate
a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. —Porque
te da esto y lo otro. —Porque te han despreciado. —Porque no tienes lo que
necesitas o porque lo tienes.
»Porque
hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. —Porque creó el sol y
la luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque hizo a aquel hombre
elocuente y a ti te hizo premioso...
»Dale
gracias por todo, porque todo es bueno»11.
II. El
Señor nos enseñó a ser agradecidos hasta por los favores más pequeños: Ni
un vaso de agua que deis en mi nombre quedará sin su recompensa12. El samaritano que volvió a dar gracias se marchó con un don
todavía mayor: la fe y la amistad del Señor: Levántate y vete, tu fe te
ha salvado, le dijo Jesús13. Los nueve leprosos desagradecidos se quedaron sin la parte
mejor que les había reservado. El Señor espera de nosotros los cristianos que
cada día nos acerquemos a Él para decirle muchas veces: «¡Gracias, Señor!».
Como
virtud humana, la gratitud constituye un eficaz vínculo entre los hombres y
revela con bastante exactitud la calidad interior de la persona. «Es de bien
nacidos ser agradecidos», dice la sabiduría popular. Y si falta esta virtud se
hace difícil la convivencia humana.
Cuando
somos agradecidos con los demás guardamos el recuerdo afectuoso de un
beneficio, aunque sea pequeño, con el deseo de pagarlo de alguna manera. En
muchas ocasiones solo podremos decir «gracias», o algo parecido. En
la alegría que ponemos en ese gesto va nuestro agradecimiento. Y todo el día
está lleno de pequeños servicios y dones de quienes están a nuestro lado.
Cuesta poco manifestar nuestra gratitud y es mucho el bien que se hace: se crea
un mejor ambiente, unas relaciones más cordiales, que facilitan la caridad.
La
persona agradecida con Dios lo es también con quienes la rodean. Con más
facilidad sabe apreciar esos pequeños favores y agradecerlos. El soberbio, que
solo está en sus cosas, es incapaz de agradecer; piensa que todo le es debido.
Si
estamos atentos a Dios y a los demás, apreciaremos en nuestro propio hogar que
la casa esté limpia y en orden, que alguien haya cerrado las ventanas para que
no entre el frío o el calor, que la ropa esté limpia y planchada... Y si alguna
vez una de estas cosas no está como esperábamos, sabremos disculpar, porque es
incontablemente mayor el número de cosas gratas y favores recibidos.
Y al
salir a la calle, el portero merece nuestro agradecimiento por guardar la casa,
y la señora de la farmacia que nos ha proporcionado las medicinas, y quienes
componen el periódico y han pasado la noche trabajando, y el conductor del
autobús... Toda la convivencia humana está llena de pequeños servicios mutuos.
¡Cómo cambiaría esta convivencia si además de pagar y de cobrar lo justo en
cada caso, lo agradeciéramos! La gratitud en lo humano es propio de un corazón
grande.
III. Las
acciones de gracias frecuentes deben informar nuestro comportamiento diario con
el Señor, porque estamos rodeados de sus cuidados y favores: «nos inunda la
gracia»14. Pero existe un momento muy extraordinario en el que el Señor
nos llena de sus dones, y en él debemos ser particularmente agradecidos: la
acción de gracias que sigue a la Misa.
Nuestro
diálogo con Jesús en esos minutos debe ser particularmente íntimo, sencillo y
alegre. No faltarán los actos de adoración, de petición, de humildad, de
desagravio y de agradecimiento. «Los santos (...) nos han dicho repetidamente
que la acción de gracias sacramental es para nosotros el momento más precioso
de la vida espiritual»15.
En
esos momentos debemos cerrar la puerta de nuestro corazón para todo aquello que
no sea el Señor, por muy importante que pueda ser o parecer. Unas veces nos
quedaremos a solas con Él y no serán necesarias las palabras; nos bastará saber
que Él está allí, en nuestra alma, y nosotros en Él. Bastará poco para estar
hondamente agradecidos, contentos, experimentando la verdadera amistad con el
Amigo. Allí cerca están los ángeles, que le adoran en nuestra alma... En ese
momento el alma es lo más semejante al Cielo en este mundo. ¿Cómo vamos a estar
pensando en otras cosas...?
En
otras ocasiones echaremos mano de esas oraciones que recogen los devocionarios,
que han alimentado la piedad de generaciones de cristianos durante muchos
siglos: Te Deum, Trium puerorum, Adoro te devote, Alma de Cristo...,
y otras muchas, que los santos y los buenos cristianos que han amado de verdad
a Jesús Sacramentado nos han dejado como alimento de nuestra piedad.
«El
amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada
la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que
prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la
Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a Él, cómo hablarle, cómo comportarse?
»No se
compone de normas rígidas la vida cristiana (...). Pienso, sin embargo, que en
muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de
gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor
es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo»16.
Rey,
porque nos ha rescatado del pecado y nos ha trasladado al reino de la luz. Le
pedimos que reine en nuestro corazón, en las palabras que pronunciemos en ese
día, en el trabajo que le hemos ofrecido, en nuestros pensamientos, en cada una
de nuestras acciones.
En la
Comunión vemos a Jesús como Médico, y junto a Él encontramos el
remedio de todas nuestras enfermedades. Acudimos a la Comunión como se llegaban
a Él los ciegos, los sordos, los paralíticos... Y no olvidamos que tenemos en
nuestra alma, a nuestra disposición, la Fuente de toda vida. Él es la Vida.
Jesús
es el Maestro, y reconocemos que Él tiene palabras de vida
eterna..., y en nosotros ¡existe tanta ignorancia! Él enseña sin cesar, pero
debemos estar atentos. Si estuviéramos con la imaginación, la memoria, los
sentidos dispersos... no le oiríamos.
En la
Comunión contemplamos al Amigo, el verdadero Amigo, del que
aprendemos lo que es la amistad. A Él le contamos lo que nos pasa, y siempre
encontramos una palabra de aliento, de consuelo... Él nos entiende bien.
Pensemos que está con la misma presencia real con la que se encuentra en el Cielo,
que le rodean los ángeles... En ocasiones pediremos ayuda a nuestro Ángel
Custodio: «Dale gracias por mí, tú lo sabes hacer mejor». Ninguna criatura como
la Virgen, que llevó en su seno durante nueve meses al Hijo de Dios, podrá
enseñarnos a tratarle mejor en la acción de gracias de la
Comunión. Acudamos a Ella.
1 Antífona
de entrada. Sal 17, 50; 21, 23. —
2 Sal 102,
2. —
3 Cfr. Lc 17,
11 ss. —
4 Cfr. Lc 19,
44. —
5 Cfr. Mt 23,
37. —
6 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 101, a. 3. —
7 1
Tes 5, 18. —
8 Cfr. Rom 1,
18-32. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 25, 4. —
10 Ibídem.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 268. —
12 Mt 10,
42. —
13 Lc 17,
19. —
14 Ch. Journet, Charlas
acerca de la gracia, Madrid 1979, p. 17. —
15 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
Palabra, 4ª ed., Madrid 1982, vol. I, p. 489. —
16 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 92.
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