Francisco Fernández-Carvajal 17 de mayo de 2019
—
Esperanza humana y virtud sobrenatural de la esperanza. Certidumbre de esta
virtud. El Señor nos dará siempre las gracias necesarias.
—
Pecados contra la esperanza: la presunción y el desaliento.
— La
Virgen, Esperanza nuestra. Acudir a Ella en los momentos más difíciles, y
siempre.
I. Leemos
en el Evangelio de la Misa estas consoladoras palabras de Jesús: Si
pidiereis algo en mi nombre yo lo haré1.
Y la Antífona de comunión recoge otras no menos consoladoras palabras del
Señor: Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo
donde yo estoy y contemplen mi gloria2.
El
mismo Señor es nuestro intercesor en el Cielo, y nos promete que todo lo que le
pidamos en su Nombre, nos lo concederá. Pedir en su Nombre significa en primer
lugar tener fe en su Resurrección y en su misericordia; y significa pedir
aquello, humano o sobrenatural, que conviene a nuestra salvación, objetivo
fundamental de la virtud cristiana de la esperanza, de la misma vida del
hombre.
Existe
la esperanza humana del labrador cuando siembra, del marino que emprende una
travesía, del comerciante cuando inicia un negocio... Se pretende llegar a un
bien, a un fin humano: una buena cosecha, llegar al puerto al que se ha puesto
rumbo, unas buenas ganancias... Y existe la esperanza cristiana, que es
esencialmente sobrenatural y, por tanto, está muy por encima del deseo humano
de ser dichoso y de la natural confianza en Dios. Por esta virtud tendemos
hacia la vida eterna, hacia una dicha sobrenatural, que no es otra cosa que la
posesión de Dios: ver a Dios como Él mismo se ve, amarle como Él se ama. Y al
tender hacia Dios lo hacemos con los medios que Él nos ha prometido, y que no
nos faltarán nunca si nosotros no los rechazamos. El motivo fundamental por el
que esperamos alcanzar este bien infinito es que Dios nos da su mano, según su
misericordia y su infinito amor, al que nosotros correspondemos con nuestro
querer, aceptando con amor esa mano que Él nos tiende3.
Con
la virtud de la esperanza, el cristiano no tiene la seguridad de la salvación
–a no ser por una gracia especialísima de Dios–, pero sí tiende con
certeza hacia su fin, de modo semejante a como, en el orden de las
cosas humanas, el que emprende un viaje no tiene la certeza de llegar al fin de
su proyecto, pero sí tiene la certidumbre de ir bien encaminado y de llegar si
no abandona el camino. «La seguridad de la esperanza cristiana, no es, pues, la
certeza de la salvación, sino la certidumbre absoluta de que
vamos hacia ella»4,
confiados en que Dios «nunca manda lo imposible, pero nos ordena hacer lo que
podemos, y pedir lo que no está en nuestra mano hacer»5.
Enseña
el Magisterio de la Iglesia que «todos deben tener firme esperanza en la ayuda
de Dios. Porque si somos fieles a la gracia, de la misma manera como Dios ha
comenzado en nosotros la obra de nuestra salvación, la llevará a cabo, obrando
en nosotros el querer y el obrar(Flp 2, 13)»6.
El Señor no nos dejará si nosotros no le dejamos, y nos dará los medios
necesarios para salir adelante en toda circunstancia y en todo tiempo y lugar.
Nos escuchará cada vez que recurramos a Él con humildad. Nos dará los medios
para buscar la santidad en nuestro quehacer, en medio del trabajo y en las condiciones
que rodean nuestra vida. Nos dará más gracia si son mayores las dificultades, y
más fuerzas si es mayor la debilidad.
II.
«La esperanza cristiana ha de ser activa, evitando la presunción; y
debe ser firme e invencible, para rechazar el desaliento»7.
Existe
la presunción cuando se confía más en las propias fuerzas que
en la ayuda de Dios y se olvida la necesidad de la gracia para toda obra buena
que realicemos; o bien cuando se espera de la divina misericordia lo que Dios
no puede darnos por nuestra mala disposición, como es el perdón sin verdadero
arrepentimiento, o la vida eterna sin hacer ningún esfuerzo para merecerla. No
es raro que de la presunción se llegue pronto al desaliento, cuando aparecen
las pruebas y las dificultades, como si ese bien dificultoso, que es el objeto
de la esperanza, fuera imposible de alcanzar. Este desaliento conduce al
pesimismo primero y más tarde a la tibieza8,
que considera demasiado difícil la tarea de la santificación personal,
apartándose de cualquier esfuerzo.
La
causa de la desesperanza no son las dificultades, sino la ausencia de deseos sinceros
de santidad y de llegar al Cielo. Quien ama a Dios y quiere amarlo aún más,
aprovecha las mismas dificultades para manifestarle que le ama y para crecer en
las virtudes. Viene la falta de esperanza cuando se cae en el aburguesamiento,
en el apegamiento a los bienes de la tierra, a los que se considera como los
únicos verdaderos.
El
tibio llega al desaliento porque ha perdido, por muchas negligencias culpables,
el objetivo de su lucha por la santidad, por conocer y amar más a Dios. Las
cosas materiales adquieren entonces para él un valor de fin absoluto en la
práctica, aunque quizá no en la teoría. Y «si transformamos los proyectos
temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el
fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después
en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en
vehículo para envilecer a las criaturas»9.
Debemos
andar por la vida con los objetivos bien determinados, con la mirada puesta en
Dios, que es lo que nos lleva a realizar con ilusión nuestros quehaceres
temporales, costosos o no. Entonces comprendemos que todos los bienes terrenos
(siendo bienes) son relativos y deben estar subordinados siempre a la vida
eterna y a lo que a ella se refiere. El objetivo de la esperanza cristiana
trasciende, de un modo absoluto, todo lo terreno10.
Esta
actitud ante la vida, mantenedora de la esperanza, supone una lucha alegre
diaria, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es hacer de esta
vida una ciudad permanente, estando en realidad de paso. La lucha
interior bien definida en la dirección espiritual, el examen general diario,
el recomenzar una y otra vez, con humildad, sin dar lugar al
desánimo, es la mejor garantía para mantenernos firmes en la esperanza. El
Señor nos ha prometido, según leemos en el Evangelio de la Misa, que siempre
que acudamos en demanda de ayuda nos atenderá.
III. Yo
soy la Madre del amor hermoso... en mí está toda la esperanza de vida y de
virtud11, son palabras que la Iglesia ha puesto durante siglos en boca
de la Virgen.
La
esperanza fue la virtud peculiar de los Patriarcas y de los Profetas, de todos
los israelitas piadosos que vivieron y murieron con la vista puesta en el Deseado
de las naciones12 y
en los bienes que su llegada al mundo traería consigo, contentándose con
mirarlos de lejos y saludarlos, considerándose peregrinos y huéspedes
en esta tierra13.
Durante muchas generaciones esta esperanza sostuvo al pueblo de Israel en medio
de incontables tribulaciones y pruebas.
Con
más fuerza que los Patriarcas y los Profetas y todos los hombres justos se unió
la Virgen Santísima a este clamor de esperanza y de deseo de la pronta llegada
del Mesías. Esta esperanza era mayor en la Virgen porque estaba confirmada en
la gracia y preservada, por tanto, de toda presunción y de toda falta de
confianza en Dios. Ya antes de la Anunciación, Santa María profundizaba en las
Sagradas Escrituras como nunca lo hizo inteligencia humana alguna, y esta
claridad en el conocimiento de lo que habían anunciado los Profetas fue
aumentando hasta llegar a la plena confianza en que se realizaría lo anunciado.
Esta esperanza fue creciendo como crece la certeza «que tiene el navegante,
después de haber tomado el rumbo conveniente, de dirigirse efectivamente hacia
el término de su viaje, y que aumenta a medida que se acerca»14.
María
se ejercitaba en la esperanza cuando en su juventud deseaba ardientemente la
llegada del Mesías; luego, cuando esperaba que el secreto de la Concepción
virginal del Salvador se manifestase a José, su esposo; cuando se encontró en
Belén sin un lugar donde llegara el Mesías; en su huida precipitada a Egipto...
Más tarde, cuando todo parecía perdido en el Calvario, Ella esperaba la
Resurrección gloriosa de su Hijo... mientras el mundo estaba sumido en la
oscuridad. Ahora, próxima ya la Ascensión de Jesús a los cielos, se dispone a
sostener a la naciente Iglesia en la difusión del Evangelio y la conversión del
mundo pagano.
A lo
largo de los siglos, el Señor ha querido multiplicar las señales de su
asistencia misericordiosa y nos ha dejado a María como faro poderosísimo para
que sepamos orientarnos cuando estemos perdidos, y siempre. «Si se levantan los
vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la tentación, mira
a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la
ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la
avaricia o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María.
Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu
conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en la sima
sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María.
»En
los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María.
No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir su
ayuda intercesora no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te
descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en
Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada
tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto
si Ella te ampara»15.
1 Jn 14,
14. —
2 Jn 17,
24. —
3 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
Palabra, 2ª ed., Madrid 1975, vol. II, p. 738. —
4 Ibídem,
p. 740. —
5 San
Agustín, Trat. de la naturaleza y de la gracia, 43, 5.
—
6 Conc.
de Trento, Decreto sobre la justificación, cap. 13, Dz 806.
—
7 R.
Garrigou-Lagrange, o. c., p. 741. —
8 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 988. —
9 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 208. —
10 Cfr. F.
Fernández-Carvajal, La tibieza, Palabra, 5ª ed., Madrid
1985, p. 95. —
11 Cfr. Eclo 24,
24. —
12 Ag 2,
8. —
13 Heb 11,
13. —
14 P.
Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador, Rialp, Madrid
1976, p. 162. —
15 San
Bernardo, Hom. 2 sobre el «missus est», 7.
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