Francisco Fernández-Carvajal 13 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— Los frutos del examen de conciencia diario.
— El examen, un encuentro anticipado con el Señor.
— Cómo hacerlo. Contrición y propósitos.
I. Mira,
llego enseguida –dice el Señor–, y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada
uno su propio trabajo1.
En la Ley estaba dispuesto que se cumpliera el
mandamiento del diezmo: se debía entregar la décima parte de los cereales, del
mosto y del aceite para el sostenimiento del Templo y para el servicio del
culto. Los fariseos, rigoristas sin amor, hacían pagar el diezmo de la
hierbabuena, el eneldo y el comino, plantas que por sus propiedades
aromáticas se cultivaban a veces en los jardines de las casas.
San Mateo recoge unas palabras del Señor de gran
dureza, dirigidas a la hipocresía de los fariseos y a su falta de unidad de
vida: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que pagáis el
diezmo de la hierbabuena y del eneldo y del comino, y habéis abandonado las
cosas más esenciales de la Ley: la justicia, la misericordia y la buena fe.
Estas debierais observar, sin omitir aquellas. ¡Guías ciegos!, que coláis un
mosquito y os tragáis un camello2.
En sus vidas podemos ver, por una parte, una
minuciosidad agobiante; por otra, una gran laxitud en las cosas verdaderamente
importantes: abandonan las cosas más esenciales de la Ley: la justicia,
la misericordia y la buena fe. No supieron entender lo que realmente
esperaba el Señor de ellos.
También nosotros, en estos días del Adviento, podemos
mejorar el examen de conciencia, para no detenernos en cosas que en el fondo
son accidentales, y dejar escapar lo verdaderamente importante. Si nos
acostumbramos a un examen de conciencia diario –breve, pero profundo– no
caeremos en la hipocresía y en la deformación de los fariseos. Veremos así con
claridad los errores que alejan nuestro corazón de Dios y sabremos reaccionar a
tiempo.
El examen es como un ojo capaz de ver los íntimos
recovecos de nuestro corazón, sus desviaciones y apegamientos. «Por él veo, soy
iluminado, evito los peligros, corrijo los defectos y enderezo los caminos. Por
medio de él, y sirviéndome de antorcha, registro y veo claro todo mi interior,
y de este modo no puedo permanecer en el mal, sino que me veo obligado a practicar
la verdad, es decir, a adelantar en la piedad»3.
Si por pereza descuidáramos nuestro examen, es posible
que los errores y las inclinaciones echen sus raíces en el alma y no sepamos
ver la grandeza a la que hemos sido llamados, sino que, por el contrario, nos
quedemos en el eneldo y en el comino, en pequeñeces que nada o poco
importan al Señor.
En el examen descubriremos el origen oculto de
nuestras faltas evidentes de caridad o de trabajo, la raíz íntima de la
tristeza y del malhumor, o de la falta de piedad, que se repiten, quizá con
alguna frecuencia, en nuestra vida; y sabremos ponerles remedio. «Examínate:
despacio, con valentía. —¿No es cierto que tu mal humor y tu tristeza
inmotivados –inmotivados, aparentemente– proceden de tu falta de decisión para
romper los lazos sutiles, pero “concretos”, que te tendió –arteramente, con
paliativos– tu concupiscencia?»4.
El examen de conciencia diario es una imprescindible
ayuda para seguir al Señor con sinceridad de vida.
II. Toda nuestra
actividad –familiar, profesional, social– es ocasión de encuentro con Dios.
También, a lo largo de nuestro día, tienen lugar muchos encuentros especiales
con el Señor: en la Comunión, en este rato de oración..., también en el examen.
El examen diario de conciencia es un repaso a fondo de
lo que hemos escrito en la página de cada día irrepetible. Muchas palabras
torcidas se pueden enderezar mediante la contrición. Una página de horror puede
convertirse en algo bueno, incluso muy bueno, mediante el arrepentimiento y el
propósito para comenzar la nueva página en blanco que nos presentará nuestro
Ángel Custodio de parte de Dios; página única e irrepetible, como cada día de
nuestra vida. «Y estas páginas blancas que empezamos a garabatear cada día
–escribe un autor de nuestros tiempos– a mí me gusta encabezarlas con una sola
palabra: Serviam!, ¡serviré!, que es un deseo y una esperanza
(...).
»Después de este comienzo –deseo y esperanza–, quiero
trazar palabras y frases, componer párrafos y llenar la hoja con una escritura
clara y nítida. Lo cual no es más que el trabajo, la oración, el apostolado; es
decir, toda la actividad de mi jornada.
»Procuro atender mucho a la puntuación, que es el
ejercicio de la presencia de Dios. Esas pausas, que son como comas, o como
puntos y comas, o como dos puntos, cuando son más largas, representan el
silencio del alma y las jaculatorias con las cuales me esfuerzo en dar
significado y sentido sobrenatural a todo lo que escribo.
»Me agradan mucho los puntos, y más todavía los puntos
y aparte con los cuales me parece que cada vez vuelvo a empezar a escribir: son
como esbozos de gestos mediante los cuales rectifico mi intención y digo al
Señor que vuelvo a empezar –nunc coepi!–, que vuelvo a empezar con la
voluntad recta de servicio y de dedicarle mi vida, momento por momento, minuto
por minuto.
»Pongo también mucha atención en los acentos, que son
las pequeñas mortificaciones por medio de las cuales mi vida y mi trabajo
adquieren un significado verdaderamente cristiano.
»Una palabra no acentuada es una ocasión en la que no
supe vivir cristianamente la mortificación que el Señor me enviaba, la que Él
me había preparado con amor, la que Él deseaba que yo encontrara y que abrazase
a gusto.
»Me esfuerzo porque no haya tachaduras,
equivocaciones, o manchas de tinta, ni espacios en blanco, pero... ¡cuántos
hay! Son las infidelidades, las imperfecciones, los pecados... y las omisiones.
»Me duele mucho ver que no hay casi ninguna página en
donde no haya dejado huella mi torpeza y mi falta de habilidad.
»Pero me consuelo y me tranquilizo pronto, pensando
que soy un niño pequeño que todavía no sabe escribir y que tiene necesidad de
una falsilla para no torcerse y de un maestro que le lleve la mano para que no
escriba tonterías –¡qué buen Maestro es Dios nuestro Señor!–, ¡qué inmensa
paciencia tiene conmigo!»5.
III. La
finalidad del examen de conciencia es conocernos mejor a nosotros mismos, para
que podamos ser más dóciles a las continuas gracias que derrama en nosotros el
Espíritu Santo y nos asemejemos cada vez más a Cristo.
Quizá una de las primeras preguntas que pueden darnos
abundante luz es: ¿Dónde está mi corazón? ¿Qué es lo que ocupa más espacio en
él? ¿Es Cristo? «En el instante mismo en que me pregunto eso tengo la
contestación dentro de mí. Esta pregunta me hace dirigir un golpe de vista
rápido sobre el centro más íntimo de mí mismo, y enseguida veo el punto
saliente; presto el oído al sonido que da mi alma, e inmediatamente recojo la
nota dominante. Es un procedimiento intuitivo, instantáneo. Es un golpe de
vista, in ictu oculi. Unas veces veré que la disposición que me
domina es el ansia del aplauso o el deseo de alabanzas, el temor de una
censura; otras veces, es el desabrimiento, nacido de una contrariedad, de una
conversación o de un proceder que me ha mortificado, o bien el resentimiento
procedente de una reprensión agria y dura; otras veces es la amargura producida
por la suspicacia o el malestar mantenido por una antipatía, o tal vez la
cobardía inspirada por la sensualidad, o el desaliento causado por una dificultad
o un fracaso; otras veces, es la rutina, fruto de la indolencia, o la
disipación, fruto de la curiosidad y de la alegría vana, etcétera; o, por el
contrario, el amor a Dios, la sed de sacrificio, el fervor encendido por un
toque señalado de la gracia, la plena sumisión a la voluntad de Dios, el gozo
de la humildad, etcétera. Buena o mala, lo que urge averiguar es cuál será la
disposición principal y dominante, porque hay que ver el bien lo mismo que el
mal, pues lo que se trata de conocer es el estado del corazón: es preciso que
yo vaya directamente a examinar el gran resorte que hace mover todas las piezas
del reloj»6.
Podemos preguntarnos, al hacer el examen de nuestra
conciencia, si ese día hemos cumplido la voluntad de Dios, lo que Él esperaba
de nosotros, o si hemos ido más bien a lo nuestro. Y descender a detalles
concretos acerca de nuestro trato con Dios, del cumplimiento de nuestros
deberes para con Él en el plan de vida, del trabajo, de nuestras relaciones con
los demás. Examinaremos con qué empeño luchamos contra la tendencia a la
comodidad o a crearnos necesidades; qué esfuerzo ponemos, por ejemplo, para
llevar una vida sobria y templada –también en las relaciones sociales– en la
comida y bebida, y en el uso de los bienes de la tierra. Hemos de ver si ese
día lo hemos llenado de amor de Dios, o si por desgracia lo hemos dejado vacío
para la eternidad –cosa que no va a suceder si nos dejamos ayudar por la gracia–,
o en pecado. Es como un pequeño juicio adelantado que nos hacemos a nosotros
mismos.
Veremos algunas cosas que merecen ser tenidas en
cuenta para la próxima Confesión. Terminaremos siempre nuestro examen con un
acto de contrición, porque si no hay dolor, es inútil el examen. Haremos un
pequeño propósito, que podemos renovar al iniciarse el nuevo día, en el
ofrecimiento de obras, en la oración personal, o en la Santa Misa. Y al acabar,
daremos gracias al Señor por todas las cosas buenas con las que hemos cerrado
la jornada.
1 Antífona
de la comunión. Apoc 22, 12. —
2 Mt 23,
23-24. —
3 J.
Tissot, La vida interior, p. 44. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 237. —
5 S.
Canals, Ascética Meditada, pp. 130-137. —
6 J.
Tissot, o. c., p. 534.
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