Por Simón García
El Covis-19 es una forma
inédita de guerra de la naturaleza contra el entorno humano. Un virus extraño.
Su letalidad humana es baja, pero muy altos sus efectos destructivos en la
economía y en la sociabilidad. Altera la actual configuración geopolítica del
mundo y provocará, internamente, cambios de liderazgos.
El virus se presta al
aprovechamiento político como lo demuestra entre nosotros la puja de narrativas
o el manejo de las cifras de mortalidad sin criterios de verificación.
Nadie puede querer un fracaso de las medidas gubernamentales porque sería un
una victoria trágica.
En el caso de Venezuela,
EEUU y Guaidó usan la vulnerabilidad abierta, para recomponer una amenaza
válida y creíble:
a) acentúa la salida de
Maduro sobre la crisis humanitaria compleja profundizada por la pandemia;
b) bloquea las peticiones de
ablandar las sanciones e impone la opción dura de negociación;
c) activa un cerco naval,
bajo la cobertura de operación antidroga;
d) estimula que el
desbordamiento del virus detone una protesta popular exponencial que obligue a
escoger entre salir de maduro o una mortandad.
Pero, la reposición del
mantra no debe restringir la consideración de alternativas pacíficas y
negociadas del regreso compartido a la democracia. Si la oferta no se mueve de
la rendición o entrega de Maduro, el gobierno endurecerá su represión
selectiva, atornillará su dominación autoritaria y aumentará su capacidad de
responder militarmente, aún fuera del poder, a las acciones para derrocarlo. Se
unificará en espera que el virus opere a su favor en EEUU y haga más inviable
su amenaza de invasión.
La visión de las potencias
es más compleja que la de un país con el nivel de disolución que le generó el
régimen y mucho más que la de un ciudadano que, alucinando con la guerra porque
espera disfrutar un resultado rápido desde la TV y las redes, ignora las
calamidades que llevarán a la puerta de su casa una caótica calle armada.
Todos sabemos que lo que
denuncia la oposición y no admite el oficialismo es verdad: no existe la
infraestructura hospitalaria, ni el número de camas de cuidados respiratorios,
ni los equipos para atender el desbordamiento del Covid-19.
No hay que esperar a que nos
alcance la tragedia de pueblos a los que nos hermana el afecto como Ecuador,
España o Italia. Nuestros dirigentes deben hablar y actuar. Tener, más que
nunca, sentido de país.
Para anticiparnos a ese pico
inexorable de víctimas, hay que pactar una tregua que evite que la polarización
suicida de dos minorías extremistas sea lo decisivo en la oposición y en el
gobierno. Ambas tienen cerebros suma cero.
Hay que acordar un plan
conjunto para superar los estragos de la pandemia y un cronograma para realizar
elecciones presidenciales y parlamentarias con un CNE autónomo.
Alinear la política con las
tres urgencias de la sociedad si sumamos, (poniéndole cera a los cantos sobre
un tacle a la usurpación que nos resbale a la pequeñez de la barbarie
prepolítica) un esfuerzo de elevación humana para ingresar, junto a países
punteros, al tránsito hacia un cambio de civilización.
Es hora de realizar toda la
presión que sea necesaria con toda la amplitud que sea posible para consensuar
un acuerdo de transición. Hay que aislar la celada de los extremistas.
05-04-20
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