Trino Márquez 11 de noviembre de 2020
@trinomarquezc
Apenas
tres lustros después del derrumbe del Muro de Berlín, el colapso de la Unión
Soviética y el final de la Guerra Fría, cuando parecía que el planeta que se
enrumbaba hacia la mundialización de la democracia liberal como forma de
gobierno, comenzaron a aparecer en distintos países autócratas que manifestaban
un desprecio olímpico por los valores liberales: respeto a la independencia de
los poderes públicos, manipulación de los organismos electorales, uso del voto
popular para eternizarse en el poder y acoso a los medios de comunicación
independientes, entre muchas otras expresiones de odio al orden democrático.
Ese fenómeno, que comienza a cobrar fuerza a mediados
de la primera década del siglo XXI, adquiere velocidad de crucero durante los
últimos diez años, período en el cual se consolidan o surgen fenómenos como
Putin, Xi Jing-pin, Erdogan, Duda, Duterte, Bolsonaro, Ortega y Maduro, para solo
citar algunos de los autócratas más conocidos. Estados Unidos, la nación con la
democracia más poderosa del mundo, parecía estar a salvo de la onda
autoritaria. La elección en 2008 de Barack Obama para la presidencia de la
República fue un signo alentador. Por primera vez en la historia un negro se
instalaría en la Casa Blanca, algo insólito de imaginarse hace apenas cincuenta
años, cuando el Black Power y los Black Panters acudían a la violencia
terrorista para denunciar la discriminación contra la gente de color.
Esa línea ascendente comenzó a detenerse y, luego, a
quebrarse en enero de 2017 cuando Donald Trump asumió la presidencia. La
división entre blancos y negros reapareció con furia. Trump dejó de ser el
Presidente de todos los ciudadanos para convertirse en el representante de los
blancos anglosajones, ultranacionalistas y supremacistas. Dejó de ser el
símbolo de una nación cosmopolita e incluyente, para ir derivando en el líder
de un sector arrogante, fanático y muy agresivo. Se distanció del centro.
Las
elecciones del 3 de noviembre le dieron la victoria a Joe Biden, sin embargo,
Trump canta fraude sin ningún tipo de pruebas que respalden esa denuncia, que
ha puesto a crujir todo el andamiaje institucional en el que se funda el Estado
federal norteamericano. El sistema electoral de esa nación es un complejo
mecano diseñado hace más de dos siglos por los padres fundadores, con la
finalidad de garantizar la representación política equitativa en el Poder
central de los estados que decidieron confederarse, con el fin de protegerse
mutuamente y potenciar sus capacidades productivas.
El examen de los resultados en algunos estados muestra
la amplitud con la que los norteamericanos asumen el acto de votar. En el
pequeño estado de Maine, Joe Biden le ganó a Trump con 53.5%. El Partido
Demócrata obtuvo los dos candidatos a la Cámara de Representantes. Pero, el
Partido Republicano se quedó con el senador del estado, cargo esencial. En
Pennsylvania, Biden ganó, pero de los 17 diputados del estado, el PR se quedó con
nueve, la mayoría. En Wisconsin, también ganó Biden, sin embargo, el PR se
lleva cinco de los ocho diputados, representantes. En el Senado, el PR tendrá
al menos cincuenta miembros. Si el PR llega a ganar en Georgia, obtendrá la
mayoría en esa cámara.
De esta pequeña, pero representativa muestra, derivo
dos conclusiones: los ciudadanos votaron contra Trump, quien perdió por casi
cinco millones de votos ante Biden; y, al mismo tiempo, sufragaron por el
Partido Republicano, que podría volver a ser mayoría en el Senado y, además,
aumentó su presencia en la Cámara de Representantes. La otra conclusión es que
el fraude solo existe en la cabeza de ese narciso que no quiere admitir la
derrota que el pueblo estadounidense le propinó. Su arrogancia está poniendo en
un serio peligro a la sociedad norteamericana.
Su actitud irresponsable me trae a la memoria una
historia que conté en un artículo reciente y que me parece conveniente repetir.
En Venezuela, en las elecciones presidenciales de 1968, el candidato del gobierno
era Gonzalo Barrios, uno de los fundadores de AD, político de larga tradición y
prestigio. En esos comicios, los más ajustados que se hayan realizado en el
país, Barrios perdió por 32.000 votos, 0.89%, frente a Rafael Caldera, el líder
de Copei. Los resultados no se anunciaron la misma fecha de las votaciones. La
diferencia era demasiado estrecha. Se abrió un compás de espera. Fueron días de
angustia. Con el transcurso de las horas fueron apareciendo signos de fraude en
algunos estados dominados por la maquinaria copeyana. A Barrios sus
correligionarios le propusieron gritar fraude y desconocer la pequeña ventaja
que al parecer le había sacado Caldera. Barrios se negó de forma rotunda,
acuñando una frase que quedó para la historia: “el Gobierno puede perder por
32.000 votos; pero no puede ganar por 32.00 votos”. Sabía que una victoria
turbia habría puesto en riesgo la democracia que él tanto había contribuido a
fortalecer.
Según Barrios el triunfo de quienes gobiernan tiene
que ser claro e inobjetable. No puede dejar ninguna duda o sospecha. El doctor
Barrios le habría dado el siguiente consejo al Trump: gane con dignidad; no
ande por ahí instigando a la violencia y mendigando votos que no ha obtenido;
la decisión de un tribunal no puede sustituir la voluntad libre de los
ciudadanos.
Trino Márquez
@trinomarquezc
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