Marta De La Vega 09 de noviembre de 2020
“Tolerancia no es relativismo; es reconocer
el derecho que otros tienen de creer algo diferente
a lo que nosotros creemos.”
G. Sartori
En homenaje al eminente pensador político Juan Carlos
Rey
El pluralismo implica y presupone la tolerancia.
Significa descubrir y comprender que la diversidad de opiniones, la disidencia,
el contraste, no son enemigos de un orden político-social, como destaca G.
Sartori en ¿Qué es la democracia? Su importancia radica en que
variedad y diferenciación, no uniformidad, ni visión monocromática del mundo,
ni pensamiento monolítico ni rigidez dogmática, son las bases más fecundas de
la convivencia. Estas ideas, surgidas durante la Reforma, ante las atroces
crueldades y devastaciones terribles de las guerras de religión entre 1562 y
1648, fueron el origen de las democracias liberales.
Aunque a los puritanos, con su defensa de la libertad
de conciencia y opinión por tratarse de una minoría, se les atribuye el
descubrimiento del pluralismo, no es cierto que afianzaron el principio de la
tolerancia, salvo para ellos mismos. Eran tan intolerantes como sus
enemigos. En cambio, es de ellos el mérito de impulsar la separación
entre la esfera de la religión y la del Estado.
Si la unanimidad era el fundamento necesario para
gobernar, si la pluralidad significaba desorden y discordia que llevaba a la
ruina a los Estados, el surgimiento de este nuevo paradigma para edificar un
orden público a través de lo múltiple y las diferencias, configuró lo que
conocemos hoy, puesto que la democracia antigua fue también monolítica, como
“liberal-democracia”.
John Locke nos advertía que era tan desacertadas la
pretensión a la obediencia absoluta como a la libertad universal en materias de
conciencia. La primera, lo vimos recientemente con horror, desencadena
fundamentalismos sectarios, como demuestran los recientes ataques sanguinarios
de islamistas radicales, que asesinan a víctimas inocentes, símbolos para
aplastar a otras religiones, como la católica. Así ocurrió en la Basílica de
Nuestra Señora, en Niza. O la masacre en Viena contra gente que se hallaba
cerca de una sinagoga, símbolo de la religión judía. La segunda, que pretende
una libertad universal, se despliega con una mentalidad sin cortapisas, que
termina por ser libertinaje de conciencia.
No se trata de desconocer el carácter sarcástico y
burlón de un semanario satírico, ni de coartar la libertad de expresión, ni de
ignorar la mentalidad tolerante y flexible de una sociedad abierta, dentro de
una civilización liberal, sino de reconocer, si en verdad coexistimos desde
distintas procedencias culturales, que se anula el respeto por el otro al
perder de vista su existencia y la exigencia de su dignidad; se le
invisibiliza, se le ofende y vulnera en su sensibilidad cuando se hace mofa de
sus símbolos sagrados.
La reacción del victimario, a la vez víctima, para
hacerse notar, es extrema y primitiva; es una vuelta involutiva a la Ley del
Talión, a la venganza en lugar de la justicia.
En las palabras de Locke, es preciso determinar las
cosas que pueden aspirar a la libertad y mostrar los límites de la imposición y
la obediencia. Para eso están las leyes, como mecanismos de cohesión social,
instrumentos para el bienestar, la preservación y la paz en la sociedad, para
modelar y enmarcar su gobierno. “Esta —dice Sartori— es la visión del mundo que
hoy por hoy queda como típicamente occidental. Ciertamente el Islam la rechaza
frontalmente; y en África no existen raíces para su desarrollo”. Esta
construcción que para su logro ha requerido casi dos siglos se encuentra en
grave peligro.
Por un lado, el caudillismo mesiánico y emocional, que
recurre a sentimientos disociadores como el miedo, la rabia o el rencor
revanchista, que miente, instiga a la violencia y polariza la sociedad en
dicotomías maniqueas entre dos bandos. Es lo que el actual presidente
estadounidense, D. Trump, empuja como candidato, con un alto costo para la
democracia y las instituciones de la república. A la vez ignora su
responsabilidad como estadista con sus reacciones desmedidas ante una elección
presidencial que parece serle adversa. Por otro lado, el populismo, una
variante del fanatismo sectario y excluyente, demagogia perversa y efectista
disfrazada de democracia.
Es lo que ocurre con la tiranía usurpadora en
Venezuela que preside Maduro. No adversarios sino enemigos: exterminio.
Desapariciones forzosas, torturas brutales o sutiles, judicialización de la
justicia como mecanismo de control político y social. Negligencia de las
funciones de gobierno, abandono de las obligaciones del Estado. El
poder por el poder mismo.
Marta
De La Vega
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