Por Simón García
Tenemos un gobierno
autoritario, muy destructor, que se impone por la fuerza y se aparta de la ley.
Tenemos variantes —divergentes y hasta contradictorias— de la oposición, todas
afectadas por la división, la pérdida de capacidades organizativas y
movilizadoras, en involución desde el contexto de victoria del 2015 al fracaso
conjunto en el 2020.
Tenemos un país
agredido y despedazado por el gobierno y abandonado por una oposición
concentrada en su burbuja de lucha por el poder y derrotada por el espejismo de
que se podía llegar más rápido a Miraflores por una vía insurreccional. Un país
colocado por debajo de Cuba, el modelo bizarro de los revolucionarios en el
poder.
La era Guaidó demuestra
que para triunfar no es suficiente el coraje. Su estrategia insurreccional
falló, fortaleció al régimen, debilitó a la oposición y separó a los políticos
de la gente y sus necesidades. En vez de organizar la oposición social
constituyó un gobierno interino. Instauró lo testimonial como sustituto de la
realidad. Descendió del empate catastrófico al fracaso estratégico.
Los dirigentes de la
llamada oposición mayoritaria, por estar más asociada al triunfo parlamentario
del 2015 y conformada por partidos históricamente más fuertes, se niegan a
reconocer ese fracaso para ocultar su responsabilidad. Presionados por sus bases
quieren abandonar la línea insurreccional sin dar un paso claro hacia la
negociación de las condiciones y la participación electoral. Parecieran tan
fuera del país que se han refugiado en el más inexplicable y largo silencio.
Las encuestas indican
un rechazo descomunal a Maduro y Guiadó. Es un emparejamiento cuantitativo,
pero el cuestionamiento tiene motivos distintos: al presidente en ejercicio se
lo repudia como responsable de la crisis, al líder opositor por desconfianza de
que pueda vencer al autoritarismo. Lamentablemente, la respuesta a este reclamo
por falta de eficacia no es la de corregir errores y reformular la estrategia.
Frente a la inhibición
de quienes deberían orientar a la oposición, han comenzado a llenar el vacío
nuevos actores no directamente partidistas: instituciones como la Iglesia o
Fedecámaras, organizaciones de la sociedad civil, figuras independientes y
luchadores por nuevos derechos.
Una emergencia oportuna
porque la naturaleza de las elecciones de gobernadores y alcaldes se conecta
más con las aspiraciones sobre condiciones de vida de la gente que con la lucha
por el poder concentrada en la escogencia del presidente de la república.
Pese a la dificultad
para rehacer la confianza de los ciudadanos en el voto y que el régimen intentará
mantener sus ventajas para apabullar en todos los Estados y municipios, existen
partidos que ya han tomado la decisión de participar, aunque con la vieja
práctica de la repartición cupular de los candidatos. En estos partidos hay que
distinguir entre quienes aplican su opción de enfrentamiento al gobierno y
quienes están actuando como piezas impresentables del plan de control y dominio
del Estado.
Hay que ver que en esa
delgada línea de la participación no toda convivencia es connivencia.
Mientras los dirigentes
políticos callen, los ciudadanos deben actuar. Aumentar la presión para mejorar
las condiciones electorales y favorecer la promoción de candidatos
independientes que posibiliten la unidad. Y, más que nunca, rescatar el derecho
a elegir entre la democracia y un régimen que restringe y se propone sustituir
el voto por las manos alzadas en las comunas.
Simón García es
analista político. Cofundador del MAS.
14-03-21
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