Francisco Fernández-Carvajal 03 de septiembre de 2021
@hablarcondios
— El
sábado, un día dedicado a la Virgen. Honrarla especialmente y meditar sus
virtudes.
— La
obediencia de la fe.
— Vida
de fe de Santa María.
I. Hoy,
sábado, es un día apropiado para que meditemos la vida de fe de la Virgen y le
pidamos su ayuda para crecer más y más en esta virtud teologal. Desde los
primeros siglos, los cristianos han dedicado este día de la semana a honrar de
modo muy particular a Nuestra Señora. Algunos teólogos, antiguos y recientes,
señalan razones de conveniencia para honrar en este día a nuestra Madre del
Cielo. Entre otras, porque el sábado fue para Dios el día de descanso, y la
Virgen fue aquella en la que –como escribe San Pedro Damián– «por el misterio
de la Encarnación, Dios descansó como en un lecho sacratísimo»1;
el sábado es también preparación y camino del domingo, símbolo y signo de la
fiesta del Cielo, y la Virgen Santísima es la preparación y el camino hacia
Cristo, puerta de la felicidad eterna2.
Santo Tomás señala que dedicamos el sábado a nuestra Madre porque «conservó en
ese día la fe en el misterio de Cristo mientras Él estaba muerto»3.
Y además está el argumento de amor: los cristianos necesitamos un día
particular para honrar a Santa María.
Desde
muy antiguo, en iglesias, capillas, ermitas y oratorios se reza o se canta la
Salve, u otras preces marianas, en la tarde del sábado. Y muchos cristianos
procuran esmerarse este día en honrar a la Reina del Cielo: escogen una
jaculatoria para repetírsela muchas veces en el día, hacen una visita a alguna
persona enferma o sola o necesitada, ofrecen una mortificación que marca ese
día mariano, acuden a rezar a alguna ermita o iglesia dedicada a la Virgen, ponen
más atención en las oraciones que le dirigen: Santo Rosario, Ángelus o Regina
Coeli, la Salve...
Existen
muchas devociones marianas, y el cristiano no tiene por qué vivirlas todas,
pero «no posee la plenitud de la fe quien no vive alguna de ellas, quien no
manifiesta de algún modo su amor a María.
»Los
que consideran superadas las devociones a la Virgen Santísima, dan señales de
que han perdido el hondo sentido cristiano que encierran, de que han olvidado
la fuente de donde nacen: la fe en la voluntad salvadora de Dios Padre, el amor
a Dios Hijo que se hizo realmente hombre y nació de una mujer, la confianza en
Dios Espíritu Santo que nos santifica con su gracia»4.
«Si
buscas a María, encontrarás “necesariamente” a Jesús, y aprenderás –siempre con
mayor profundidad– lo que hay en el Corazón de Dios»5.
Consideremos cómo vivimos el sábado habitualmente, y si tenemos específicos
detalles de cariño hacia la Virgen.
II.
Busquemos hoy a Nuestra Señora meditando su fe grande, mayor que la de
cualquier otra criatura. Antes de que el Ángel anunciara a la Virgen que había
sido elegida para ser la Madre de Dios, Ella meditaba la Sagrada Escritura y
profundizaba en su conocimiento como nunca lo hizo otra inteligencia humana. Su
entendimiento, que nunca había estado afectado por los daños del pecado, y
además esclarecido por la fe y los dones del Espíritu Santo, meditaría con
hondura las profecías referentes al Mesías. Esta luz divina, y su amor sin
límites a Dios y a los hombres, le hacían anhelar y clamar por la venida del
Salvador con mayor vehemencia que los Patriarcas y todos los justos que la
habían precedido. Y el Señor se complacía en esa oración llena de fe y de
esperanza. Ella, con esa oración, daba más gloria a Dios que el universo entero
con todas las demás criaturas.
Cuando
llegó la plenitud de los tiempos, bajo la mirada amorosa de la Santísima
Trinidad, ante la expectación de los ángeles del Cielo, la Virgen recibe la
embajada del Ángel: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es
contigo; bendita tú entre las mujeres6.
Narra San Lucas que la Virgen se turbó al escuchar el mensaje
del Ángel, y se puso a considerar qué significaría tal salutación7.
En su alma nada se resiste, nada se opone, todo está abierto a la acción
directa de Dios. En Ella no hay limitación alguna al querer divino. Dios había
preparado su corazón llenándola de gracia, y su libre cooperación a estos dones
la convierte en buena tierra para recibir la semilla divina.
Inmediatamente prestó su asentimiento pleno, abandonada en el Señor: fiat
mihi secundum verbum tuum, hágase en mí según tu palabra.
«En la
Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente,
manifestando “la obediencia de la fe” a aquel que le hablaba a través de su
mensajero y prestando “el homenaje del entendimiento y de la voluntad”
(Const. Dei Verbum, 5). Ha respondido, por tanto, con todo
su “yo” humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una
cooperación perfecta con “la gracia de Dios que previene y socorre” y una
disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que “perfecciona
constantemente la fe por medio de sus dones” (Ibídem, 5; cfr.
Const. Lumen gentium, 56)»8.
En la Anunciación tiene lugar el momento culminante de la fe de María: tiene
realidad lo que tantas veces había meditado en la intimidad de su corazón;
«pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su “camino hacia
Dios”, todo su camino de fe»9.
Esta
es la primera consecuencia de la fe de Santa María en su vida: una plena
obediencia a los planes de Dios, que Ella ve con especial hondura. Mirando a
nuestra Madre del Cielo vemos nosotros si la fe nos mueve a llevar a cabo la
voluntad de Dios, sin poner límites; a querer lo que Él
quiere, cuando quiera y del modo que quiera.
Examinemos cómo aceptamos las contrariedades normales de la jornada, cómo
amamos la enfermedad, el dolor, los planes que hemos de cambiar por
circunstancias imprevistas, el fracaso, todo aquello que es contrario a los
propios planes o modos de actuar... Pensemos si realmente los resultados
positivos y también estas realidades penosas o difíciles de llevar nos
santifican, o si, por el contrario, nos alejan del Señor.
III. La
vida de Nuestra Señora no fue fácil. No le fueron ahorradas pruebas y
dificultades, pero su fe saldrá siempre victoriosa y fortalecida,
convirtiéndose en modelo para todos nosotros. «Como Madre, enseña; y, también
como Madre, sus lecciones no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base
de finura, un toque de delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más
que con promesas, con obras.
»Maestra
de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído! (Lc 1,
45), así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña
para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1,
38). En el Nacimiento de su Hijo contempla las grandezas de Dios en la tierra:
hay un coro de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra
vienen a adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto,
para escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta
largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño
pueblo de Galilea»10.
En los
años de Nazaret brilla en silencio la fe de la Virgen. El Hijo que
Dios le ha dado es un niño que crece y se desarrolla como el resto de los seres
humanos, que aprende a hablar, a caminar y a trabajar como los demás. Pero sabe
que aquel niño es el Hijo de Dios, el Mesías esperado durante siglos. Cuando lo
contempla inerme en sus brazos, sabe que es el Omnipotente. Sus relaciones con
Él están llenas de amor, porque es su hijo, y de respeto, porque es su Dios.
Cuando salen de su boca las primeras palabras entrecortadas, lo mira como a la
Sabiduría infinita; cuando lo ve entretenido en sus juegos de niño, o fatigado
–después de una jornada de trabajo junto a José, cuando ya es un adolescente–,
reconoce en Él al Creador del cielo y de la tierra.
La
Virgen actualizaba su fe en los pequeños sucesos de los días normales; se
encendía en el trato íntimo con Jesús, y fue creciendo de día en día con esa
oración continua que era la relación permanente con su Hijo, enfocando con
visión sobrenatural los pequeños y grandes acontecimientos de su vida, santificando
«lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin
valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas
queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de
amistad»11.
La fe
de Santa María alcanzó su punto culminante iuxta crucem Iesu. Sin
palabras, con su sola presencia en el Calvario por designio divino12,
manifiesta que la luz de la fe alumbra con esplendor incomparable en su
corazón.
Toda
la vida de María fue una obediencia a la fe. Contemplándola se
comprende que «creer quiere decir “abandonarse” en la verdad misma de la
palabra de Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente “¡cuán
insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Rom 11,
33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede
decirse, en el centro mismo de aquellos “inescrutables caminos” y de los
“insondables designios” de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe,
aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el
designio divino»13.
«Nos
falta fe. El día en que vivamos esta virtud –confiando en Dios y en su Madre–,
seremos valientes y leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros
por nuestras manos.
»—¡Dame,
oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima,
¡haz que yo crea!»14,
que sepa enfocar y dirigir todos los acontecimientos con una fe serena e
inconmovible.
1 San
Pedro Damián, Opúsculo 33, De bono sufragiorum, PL 145,
566. —
2 Cfr. G.
Roschini, La Madre de Dios, Madrid 1958, vol. II, p. 596.
—
3 Santo
Tomás, Sobre los mandamientos, en Escritos de
Catequesis, p. 239. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 142. —
5 ídem, Forja,
n. 661. —
6 Lc 1,
28. —
7 Lc 1,
29. —
8 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 13. —
9 Ibídem,
14. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 284. —
11 ídem, Es
Cristo que pasa, 148. —
12 Cfr. Conc. Vat.
II, Const. Lumen gentium, 58. —
13 Juan
Pablo II, o. c., 14. —
14 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 235.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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