Trino Márquez 15 de octubre de 2021
@trinomarquezc
La
muerte del general Raúl Isaías Baduel está rodeada de misterio, como todo lo
que sucede en el país dominado por el madurismo. Los hechos fueron
encadenándose para alimentar las dudas y
las sospechas.
Tarek William Saab, el fiscal de la República designado por la Asamblea Constituyente presidida por Diosdado Cabello, informó que el General había muerto por síntomas asociados con el coronavirus. Poco después, la esposa y la hija lo desmintieron, señalando que el general no presentaba malestares relacionados con la Covid-19. Ningún equipo de patólogos le practicó una autopsia al cadáver para certificar las causas del deceso. La inhumación del cuerpo se hizo en el Cementerio del Este de forma exprés, clandestina, sin la presencia de periodistas, amigos y familiares.
Todo
transcurrió dentro de una espesa atmósfera que solo genera preguntas difíciles
de encontrarles respuestas racionales: ¿por qué si el preso político más
connotado del país -General en Jefe en condición de retiro, exministro de la
Defensa, ex hombre fuerte del régimen- padecía de una enfermedad tan letal como
esa, no fue trasladado a una clínica privada o a un centro de salud
público especializado? ¿Por qué los venezolanos no estaban enterados de
que Baduel había contraído un virus que ha matado a miles de personas en
Venezuela y a millones en todo el mundo? ¿Por qué los organismos especializados
en derechos humanos, como el Foro Penal, tan conocedores de las condiciones de
los presos políticos, no sabían nada de ese contagio?
Esas
preguntas carecen de respuestas lógicas porque no pueden tenerlas. La
Unión Europea exige una investigación independiente de lo sucedido. El gobierno
debería aceptarla. ¿Lo hará? No creo.
Hasta
hora lo que queda en evidencia de nuevo es que en Venezuela se conformó un
Estado policial que sustituyó, o en todo caso relegó a un plano muy secundario,
al Estado de derecho, en el cual se respetan las personas que han sido privadas
de su libertad. Si no se resguardan los derechos de los ciudadanos comunes y
corrientes, mucho menos los de quienes se encuentran tras las rejas.
Al
general Baduel, el chavismo-madurismo lo atacó con el odio característico
desplegado por los regímenes dictatoriales contra quienes pueden amenazar la
permanencia de la casta dominante en el poder. Viendo su tragedia y la de su
familia, recordé al general Arnaldo Ochoa, en Cuba, y del mariscal Shukov, en
la Unión Soviética. Ochoa fue fusilado por Fidel Castro luego de retornar a la
isla tras su exitosa campaña militar en África. Había regresado convertido en
un héroe. Castro lo consideró un peligro para su dominio. Zhukov fue relegado,
casi desterrado, a la lejana Odesa, después de haber sido el comandante del
Ejército Rojo que derrotó a Hitler en la Segunda Guerra Mundial. El Mariscal
desató la envidia y la paranoia de Stalin.
A
Baduel le tocó una suerte similar. Luego de haber restablecido a Chávez
en Miraflores el 13 de abril de 2002, el General surgió como el militar de mayor
jerarquía que apoyaba el proceso bolivariano. Su prestigio en las Fuerzas
Armadas y en el país fue visto por Chávez como una amenaza a su hegemonía. Por
eso, aprovechó la crítica del General al proyecto socialista, para
encarcelarlo -‘purgarlo’, de acuerdo con la terminología comunista- bajo la
acusación de malversación de fondos en su paso por el ministerio de la Defensa.
A partir de ese momento, 2009, su vida se convirtió en un calvario. “Soy un
preso de Chávez”, dijo en varias oportunidades.
Baduel
fue víctima del Estado policial fraguado con el apoyo de los cubanos y, más
tarde, de los rusos. Sus derechos humanos se violaron de forma permanente y
flagrante. Los castigos que se le infligieron fueron recurrentes. Ninguna de
las denuncias formuladas por sus familiares y las instituciones defensoras de
los presos políticos sirvieron para contener la saña del Estado policial. El
mensaje que se buscaba transmitir a través de Baduel al estamento militar, a
los dirigentes opositores y a la población era claro: si ese trato cruel se le
infringe a una personalidad de proyección nacional como ese General retirado,
pueden imaginarse lo que le ocurriría a cualquier otro ciudadano.
Venezuela,
junto con Cuba y Nicaragua, es el país de América Latina con mayor número de
presos políticos. Una protesta pacífica para exigir en las calles que se
restablezca el suministro de gasolina, el servicio eléctrico, las
bombonas de gas o el agua potable, se convierte en excusa suficiente para que
el gobierno reprima con violencia y encarcele a la gente.
La
pérdida de legitimidad de origen y de desempeño -el Estado fallido- le
enseñaron al régimen que la única manera de mantenerse atornillado al poder es
aumentando los mecanismos represivos y la brutalidad con la que actúa. El
general Baduel sufrió en carne propia la crueldad del Estado policial que, sin
proponérselo, ayudó a consolidar. Con él no hubo ni justicia ni
compasión.
Trino Márquez
@trinomarquezc
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