Ismael Pérez Vigil 03 de julio de 2022
La
semana pasada al comentar el triunfo de Gustavo Petro en Colombia, analicé los
argumentos de quienes explican el resurgimiento del populismo en América Latina
como una consecuencia de la “muerte de las ideologías” −que puede ser cierta o
no− y, sobre todo, agregué yo, por la “muerte de los partidos políticos
tradicionales”, algo a lo que todos hemos venido contribuyendo en los últimos
40 años; veamos ahora un poco más a fondo que es lo que denomino la muerte de
los partidos políticos y las críticas que se hacen a los partidos políticos
tradicionales, que es el punto que quiero destacar.
Los
partidos tradicionales.
Por partidos tradicionales voy a entender esos partidos que se desarrollaron desde finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX, identificados con las grandes ideas, doctrinas políticas e ideologías clásicas (socialistas, comunistas, fascistas, liberales, etc.) y que hoy −sin duda alguna y casi en todas partes− están en grave crisis, abandonados por un pueblo, que ya no los sigue, y huérfanos de liderazgo.
Este
es un tema delicado. Siempre he defendido a los partidos de la aguda e
inmisericorde campaña antipolítica, descerrajada contra ellos desde mediados de
los años 70 del pasado siglo; pero cuando defiendo a los partidos y señalo que
son el elemento esencial para el desarrollo de la democracia, no necesariamente
me refiero a los partidos que hoy en día tenemos.
Sin
saber a ciencia cierta qué es lo que están haciendo internamente por renovarse
y aun dándoles el beneficio de la duda, no puedo dejar de reconocer las
críticas que se les hacen, y debo lamentar que la mayoría de ellos no han dado
muestras de haber llevado a fondo sus procesos internos de renovación para
superarlas, algo que nos vienen ofreciendo desde principios de la década de los
90 del siglo pasado, cuando ya era evidente su declive y la pérdida de su
influencia sobre el país.
La
crítica a los partidos.
Es
inevitable tener que lamentar y admitir que los partidos, muchos de ellos, se
han ido convirtiendo en un cascaron vacío de ideología; son hoy expresiones
decadentes de lo que fueron en su pasado glorioso, hoy de escaso arrastre
social, con muy poca participación popular en sus filas y que se activan tan
solo en momentos de procesos electorales, en los que desarrollan costosas
campañas publicitarias, para las que necesitan cuantiosos recursos económicos,
ahora escasos en Venezuela para esta actividad, desde que fueron despojados por
la Constitución de 1999, cuando se los privó de los recursos del Estado y se
les hizo más dependientes del financiamiento privado. Al acudir a esas fuentes
privadas de financiamiento, los que triunfan en comicios regionales y locales,
suelen quedar tan comprometidos financieramente con los grupos que los
financiaron, que tienen poca o ninguna independencia para llevar adelante sus
programas e ideales propios; queda comprometida su independencia y se
convierten fácilmente en rehenes e instrumentos de quienes los financiaron.
Muchos
de sus líderes, antes asiduos a micrófonos de radio y cámaras de televisión, se
han convertido ahora en “líderes de redes sociales”, que pululan alrededor de
las mismas, a la caza de seguidores y “likes” y en casi todos ellos, al
parecer, su inspiración programática son las encuestas de opinión y sus dueños
o asesores, a los que siguen como si tratara de verdaderos oráculos.
Ante
ese vacío u orfandad política que se ha creado, el pueblo ha iniciado una
búsqueda que no siempre lo ha llevado a las mejores opciones. No es nada
extraño que en toda América Latina, los sectores populares, masivamente, hayan
dejado de seguir las opciones políticas tradicionales y los que no se marginan
de la política y los procesos electorales, se inclinan por esas “figuras
mesiánicas”, salidas de la nada, que cabalgan la ola de la antipolítica y el
“neo populismo” y que van triunfando país tras país, en donde las instituciones
se van derrumbando a su paso, como castillos de barajitas, y las que no lo
hacen espontáneamente, son demolidas en cuanto llegan al poder esos nuevos
demiurgos de la destrucción política.
Nuevos
caudillos y populismo.
El
pueblo ha descartado, por toda América Latina −probablemente con la única
excepción de Argentina, donde el peronismo sigue rampante e inmutable después
de 80 años− a los partidos tradicionales y se han inclinado por llevar al poder
a los “nuevos” caudillos que se le ofrecen; en algunos casos son líderes que
rompieron con sus orígenes y se lanzaron a buscar el apoyo electoral en
opciones fuera de sus partidos tradicionales, como el caso de Rafael Caldera en
Venezuela en 1993; en otros casos, hartos de la falta de respuestas, viendo
pasar a su lado la riqueza sin que nada o muy poco les toque, van buscando
opciones de izquierda o populistas de derecha, entre quienes no han ejercido el
poder con anterioridad, sin preocuparles las tendencias políticas, ni los
viejos parámetros de izquierda o derecha, les basta con que tenga para ellos un
mensaje y representen una ruptura con el orden tradicional y sus partidos más
representativos, que no resolvieron sus problemas. En el fondo, piensan, tiene
poco que perder el que nada tiene.
La
búsqueda no ha sido fácil ni lineal, hay desvíos, avances y retrocesos, pero de
esa manera llegaron al poder, para hablar de los más recientes, los Jair
Bolsonaro, Gabriel Boric, Nayib Bukele, Pedro Castillo, Xiomara Castro, Hugo
Chávez, Rafael Correa, Evo Morales, Lopez Obrador, Luis Arce, Lula da Silva, Nicolás
Maduro, Pepe Mujica, Daniel Ortega, Dilma Rousseff, hasta Álvaro Uribe
pertenece a esa estirpe y ahora la última novedad, Gustavo Petro en Colombia.
Explicaciones
al populismo.
En
ninguno de los casos, repito, en ninguno, donde han triunfado las opciones
“extremas”, producto de la “búsqueda”, muchas veces “pendular”, esos
gobiernos han funcionado; al principio, algunos indicadores de pobreza mejoran,
temporalmente, al igual que algunos indicadores de crecimiento económico,
mejoría social, mejoría en materia educativa, en algunos casos de salud y en
menor medida de distribución de la riqueza, usualmente mediante dádivas, pero
los problemas no se han resuelto, por el contrario, al final han empeorado y el
país se sume en un período de inestabilidad y caos que empeora aún más la
situación. En los sectores democráticos, que no son capaces de generar una
respuesta estable, comienzan las auto recriminaciones y justificaciones, toda
esa monserga de: “nadie aprende en cabeza ajena”, “es falta de educación”, “es ignorancia”
y demás lamentaciones que no conducen a nada, en vez de evaluar y reconocer
porque no son capaces de dar una respuesta creíble para el pueblo; solo se
polariza más la situación y hace que se aleje o postergue la salida al
problema.
Vienen
entonces las soluciones y explicaciones mágicas, como esa de los nuevos
“libertarios/as”: “el problema es que no se lucha por la libertad”, “no se
combate el autoritarismo”, conceptos totalmente abstractos, para élites
intelectuales, pero que poco le deben decir a la gente sumida en su miseria
cotidiana, por más que sea cierto que los líderes que el pueblo selecciona en
su “búsqueda” lo primero que hacen es acabar con el sistema de libertades
públicas y devienen en gobiernos autoritarios, cuando no en dictaduras
abiertas.
Conclusión.
La
salida es, sin duda, la tan postergada renovación profunda del liderazgo y de
los partidos, que nos están debiendo desde principios de los años 90 del pasado
siglo; renovación interna que los lleve a identificarse con los problemas
cotidianos de la gente y ofrecerles alternativas, dentro de una economía
abierta, de mercado, para resolver los problemas de miseria e inequidad, para
acabar con la exclusión. ¿No hay capacidad de construir una opción que
demuestre a la gente que se conocen sus problemas y se tiene una alternativa
para solucionarlos? ¿Es que no hay propuestas para eso desde la perspectiva de
la democracia y la economía de mercado? ¿O es que lo que no hay es liderazgo
capaz para articular esa propuesta y plantearla sin demagogia? Acuciantes
preguntas que están en la base de la solución.
Ismael
Pérez Vigil
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