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domingo, 3 de julio de 2022

La diáspora que dejé: los muchachos del Café Torres, por @hvmcbo57


Humberto Villasmil Prieto 02 de julio de 2022

@hvmcbo57

“(…) Aquellos que dejando el amparo de tus

manos, en la tarde oscura del invierno se

marcharon peregrinos, a otras tierras, otros

mares, grabando en tu alma el recuerdo de sus

risas frescas de días lejanos. 

Preguntas al viento si vuelven los tiempos

pasados, y su tímida brisa, acaricia; y la caricia:

suspiro y el suspiro de amor un respiro, como

una esperanza cercana, con toda certeza,

contesta: ¡Volverán tus hijos errantes!”.

Eduardo Bedrossian

(Hayrig. Buenos Aires, 1991).

 

Que Venezuela, país de inmigrantes –tantos, que fuimos y seremos mestizos varias veces– viera partir a tres de cada diez de sus hijos, más que una estadística, es una tragedia que nos desgarrará por siempre.

Pero, ¿qué cara tiene la diáspora?; tantas como historias y las biografías de cada uno de los que partieron. Ya lo decía el poeta Rubén Blades, narrando las peripecias de Pedro Navaja: «Ocho millones de historias tiene la ciudad de Nueva York», con lo que venía a expresar lo que, si no sabíamos, intuíamos todos los nacidos en «el Mar de las Lentejas», como le llamara Antonio Benítez Rojo: que esa ciudad, la otrora New Ámsterdam, era, con derecho propio, una ciudad caribeña.

Pero la diáspora tiene capitales que sin jamás haberlo esperado, se convirtieron igualmente en ciudades caribeñas; ciudades de acogida a donde llegaron muchos; calles y plazas donde se reunieron para compartir angustias, la tristeza, por lo que dejaron, perenne y dibujada en cada rostro, o para comulgar en una nostalgia envolvente que el humor venezolano no llega a disimular del todo.

La historia de la diáspora venezolana es la de las culturas, idiomas y acentos, que fueron a encontrar los que partieron; la historia del mestizaje que todos ellos están propiciando y desparramando por el mundo sin habérselo propuesto.

Y Santiago de Chile es, desde luego, una de las principales capitales de esa diáspora, como lo fue, en distintas épocas de nuestra historia convulsa y violenta, la de buena parte de nuestros ilustres exiliados. Profesionales de todas las disciplinas; médicos que cada día, desde Antofagasta hasta Magallanes, honran nuestra medicina; taxistas, camareros, dependientes de comercio o trabajadores de delivery –los jornaleros digitales– que por largos meses, cuando Santiago estuvo recluida por la pandemia, transitaban la ciudad de punta a punta en sus caballitos de acero para llevar alimentos, víveres y medicinas. Cientos de miles de venezolanos fueron a vivir a esa tierra que nos acogió.

Por razones de trabajo partí de Venezuela hace más de 21 años. Entre 2016, y hasta hace poco menos de dos meses, viví en Santiago de Chile, esa tierra que para todo venezolano que la hollare le hará sentir que camina por la zaga que nos abriera para siempre Don Andrés Bello, el pastoreño, desde que llegara a Valparaíso a bordo del bergantín inglés Grecian para hacer de Chile su patria definitiva (1829-1865).

Habría muchos modos de corroborarlo, nada más que pasando frente a la Universidad de Chile –la casa de Bello– o escuchando a tantos egresados decir, con orgullo que llevan a gala, que son sus hijas y sus hijos, o como cuando tuve en mi mano el billete de más alta denominación que circula en el país y descubrí en su anverso, con asombro que todavía me dura, el rostro del maestro del niño Simón Bolívar.

La mitad de mi tiempo destinado en Santiago lo pasé en pandemia. Junto con mis colegas y mi familia vivimos y padecimos las restricciones e incomodidades que ella nos supuso, tanto, que acaso no hemos todavía dimensionado suficientemente cuánto y cómo ella nos cambió la vida para siempre.

Pero cada tarde, como un ritual familiar y cotidianamente esperado, me llegaba a tomar café a la Confitería Torres, en Isidora Goyenechea, lo que me permitía ir al encuentro de esos muchachos venezolanos de todas partes; escuchar la sutileza de los acentos que cada uno llevó consigo o los apellidos que delataban el gentilicio de sus familias; esos muchachos que pudieron ser mis hijos porque -como escribiera el poeta a quien el pueblo venezolano recitaba de memoria:

“(…) Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro

y el corazón afuera.

Y cuando se tienen dos hijos

se tienen todos los hijos de la tierra,

los millones de hijos con que las tierras lloran,

con que las madres ríen, con que los mundos sueñan,

cuando se tiene un hijo se tienen a todos los hijos de la tierra (…) ”

(Andrés Eloy Blanco, Los Hijos Infinitos).

Fue aquel un ritual de comunión con esos muchachos que cada tarde me servían el café como imaginando estar –ellos y yo- en la sala de la casa familiar que cada uno dejó al partir; con la calidez de nosotros; con ese modo de ser de cierta manera que al final el Caribe que cada uno llevó consigo explica, excusa de cada tarde, al fin y al cabo, para evocar a la tierra de uno.

Llegó el momento para mí de dejar Santiago y lo que ya extraño son los afectos definitivos que allá dejé. Junto a tantos chilenos que serán para siempre mi familia extendida, llevaré a esos muchachos en mi recuerdo y le pediré a Dios, cada día, que vuelvan, para que en Caracas se inviertan los papeles como tanto ilusiono; para que sea yo quien les sirva el café, para que ya no nos veamos más con ojos melancólicos; para que me cuenten el reencuentro con sus familias, para que me hablen con ilusión de la vida que tienen por delante, para que me digan que nunca más volverán a partir.

Esa tarde, la señorial y legendaria Confitería Torres, ese templo de la tertulia y del encuentro que naciera en 1879 de la mano de Don José Domingo Torres, en el centro de Santiago, abrirá una sucursal en Caracas, en una casa que se vestirá de gala, con manteles y cubiertos propios de una ocasión esperada por tantos años.

Ese día, con café caliente y la torta de piña que preparaba mi madre cuando quería recibir a alguien y expresarle el más entrañable de los afectos, les estaré esperando para abrazarles y para que conversemos como la primera vez; como si el tiempo no hubiera pasado.

Humberto Villasmil Prieto

@hvmcbo57

  

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