Humberto Villasmil Prieto 02 de julio de 2022
“(…)
Aquellos que dejando el amparo de tus
manos, en
la tarde oscura del invierno se
marcharon peregrinos,
a otras tierras, otros
mares, grabando
en tu alma el recuerdo de sus
risas
frescas de días lejanos.
Preguntas
al viento si vuelven los tiempos
pasados, y
su tímida brisa, acaricia; y la caricia:
suspiro y
el suspiro de amor un respiro, como
una
esperanza cercana, con toda certeza,
contesta: ¡Volverán
tus hijos errantes!”.
Eduardo
Bedrossian
(Hayrig. Buenos
Aires, 1991).
Que
Venezuela, país de inmigrantes –tantos, que fuimos y seremos mestizos varias
veces– viera partir a tres de cada diez de sus hijos, más que una estadística,
es una tragedia que nos desgarrará por siempre.
Pero, ¿qué cara tiene la diáspora?; tantas como historias y las biografías de cada uno de los que partieron. Ya lo decía el poeta Rubén Blades, narrando las peripecias de Pedro Navaja: «Ocho millones de historias tiene la ciudad de Nueva York», con lo que venía a expresar lo que, si no sabíamos, intuíamos todos los nacidos en «el Mar de las Lentejas», como le llamara Antonio Benítez Rojo: que esa ciudad, la otrora New Ámsterdam, era, con derecho propio, una ciudad caribeña.
Pero
la diáspora tiene capitales que sin jamás haberlo esperado, se convirtieron
igualmente en ciudades caribeñas; ciudades de acogida a donde llegaron muchos;
calles y plazas donde se reunieron para compartir angustias, la tristeza, por
lo que dejaron, perenne y dibujada en cada rostro, o para comulgar en una
nostalgia envolvente que el humor venezolano no llega a disimular del todo.
La
historia de la diáspora venezolana es la de las culturas, idiomas y acentos,
que fueron a encontrar los que partieron; la historia del mestizaje que todos
ellos están propiciando y desparramando por el mundo sin habérselo propuesto.
Y
Santiago de Chile es, desde luego, una de las principales capitales de esa
diáspora, como lo fue, en distintas épocas de nuestra historia convulsa y
violenta, la de buena parte de nuestros ilustres exiliados. Profesionales de
todas las disciplinas; médicos que cada día, desde Antofagasta hasta
Magallanes, honran nuestra medicina; taxistas, camareros, dependientes de
comercio o trabajadores de delivery –los jornaleros
digitales– que por largos meses, cuando Santiago estuvo recluida por
la pandemia, transitaban la ciudad de punta a punta en sus caballitos de acero
para llevar alimentos, víveres y medicinas. Cientos de miles de venezolanos
fueron a vivir a esa tierra que nos acogió.
Por
razones de trabajo partí de Venezuela hace más de 21 años. Entre 2016, y hasta
hace poco menos de dos meses, viví en Santiago de Chile, esa tierra que para
todo venezolano que la hollare le hará sentir que camina por la zaga que nos
abriera para siempre Don Andrés Bello, el pastoreño, desde que llegara a
Valparaíso a bordo del bergantín inglés Grecian para hacer de
Chile su patria definitiva (1829-1865).
Habría
muchos modos de corroborarlo, nada más que pasando frente a la Universidad de
Chile –la casa de Bello– o escuchando a tantos egresados decir, con orgullo que
llevan a gala, que son sus hijas y sus hijos, o como cuando tuve en mi mano el
billete de más alta denominación que circula en el país y descubrí en su
anverso, con asombro que todavía me dura, el rostro del maestro del niño Simón
Bolívar.
La
mitad de mi tiempo destinado en Santiago lo pasé en pandemia. Junto con mis
colegas y mi familia vivimos y padecimos las restricciones e incomodidades que
ella nos supuso, tanto, que acaso no hemos todavía dimensionado suficientemente
cuánto y cómo ella nos cambió la vida para siempre.
Pero
cada tarde, como un ritual familiar y cotidianamente esperado, me llegaba a
tomar café a la Confitería Torres, en Isidora Goyenechea, lo que me permitía ir
al encuentro de esos muchachos venezolanos de todas partes; escuchar la
sutileza de los acentos que cada uno llevó consigo o los apellidos que
delataban el gentilicio de sus familias; esos muchachos que pudieron ser mis
hijos porque -como escribiera el poeta a quien el pueblo venezolano recitaba de
memoria:
“(…)
Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro
y el
corazón afuera.
Y
cuando se tienen dos hijos
se
tienen todos los hijos de la tierra,
los
millones de hijos con que las tierras lloran,
con
que las madres ríen, con que los mundos sueñan,
cuando
se tiene un hijo se tienen a todos los hijos de la tierra (…) ”
(Andrés
Eloy Blanco, Los Hijos Infinitos).
Fue
aquel un ritual de comunión con esos muchachos que cada tarde me servían el
café como imaginando estar –ellos y yo- en la sala de la casa familiar que cada
uno dejó al partir; con la calidez de nosotros; con ese modo de ser de
cierta manera que al final el Caribe que cada uno llevó consigo
explica, excusa de cada tarde, al fin y al cabo, para evocar a la tierra de
uno.
Llegó
el momento para mí de dejar Santiago y lo que ya extraño son los afectos
definitivos que allá dejé. Junto a tantos chilenos que serán para siempre mi
familia extendida, llevaré a esos muchachos en mi recuerdo y le pediré a Dios,
cada día, que vuelvan, para que en Caracas se inviertan los papeles como tanto
ilusiono; para que sea yo quien les sirva el café, para que ya no nos veamos
más con ojos melancólicos; para que me cuenten el reencuentro con sus familias,
para que me hablen con ilusión de la vida que tienen por delante, para que me
digan que nunca más volverán a partir.
Esa
tarde, la señorial y legendaria Confitería Torres, ese templo de la tertulia y
del encuentro que naciera en 1879 de la mano de Don José Domingo Torres, en el
centro de Santiago, abrirá una sucursal en Caracas, en una casa que se vestirá
de gala, con manteles y cubiertos propios de una ocasión esperada por tantos
años.
Ese
día, con café caliente y la torta de piña que preparaba mi madre cuando quería
recibir a alguien y expresarle el más entrañable de los afectos, les estaré
esperando para abrazarles y para que conversemos como la primera vez; como si
el tiempo no hubiera pasado.
Humberto
Villasmil Prieto
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