Francisco Fernández-Carvajal 14 de julio de 2022
@hablarcondios
— La
Pascua judía.
— La
Última Cena de Jesús con sus discípulos. El verdadero Cordero pascual.
— La
Santa Misa, centro de la vida interior.
I. La
Pascua era la más solemne de las fiestas judías; había sido instituida por Dios
para conmemorar la salida del pueblo hebreo de Egipto y para que recordara cada
año la liberación de la esclavitud a la que había estado sometido. El Señor
estableció1 que todas las familias inmolaran en la víspera de esta
fiesta un cordero de un año, sin mancha ni defecto alguno. Se reuniría toda la
familia para comer esa carne asada al fuego, con panes ázimos, sin levadura, y
con hierbas amargas. Este pan sin fermentar simboliza la prisa de su salida de
Egipto, huyendo de los ejércitos del faraón; las hierbas amargas representan la
amargura de la esclavitud tantos años padecida. Lo habrían de comer con prisa,
como quien está de paso, con el traje ceñido, como el que se dispone a
emprender un largo camino.
La fiesta comenzaba con esta cena pascual, la tarde del 14 del mes de Nisán, poco después de la puesta del sol, y se prolongaba siete días más, en los que el pan no tenía levadura y estaba sin fermentar; a esta semana se la llamaba de los Ázimos por este motivo. La levadura se eliminaba de las casas el mismo día 14 por la tarde; así recordaba el pueblo hebreo aquella salida precipitada de la tierra en la que tanto había padecido.
Todo
era figura e imagen de la renovación que obraría Cristo en las almas y de su
liberación de la esclavitud del pecado. Echad fuera la levadura
vieja -dirá San Pablo a los primeros cristianos de Corinto-, para
que seáis una masa nueva así como sois ázimos. Porque Cristo, nuestro Cordero
pascual, fue inmolado. Por tanto, celebremos la fiesta no con levadura vieja ni
con levadura de malicia y de perversidad, sino con ázimos de sinceridad y de
verdad2. El cordero pascual de la fiesta judía era promesa y figura
del verdadero Cordero, Jesucristo, víctima en el sacrificio del Calvario en
favor de la humanidad entera3.
Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó
nuestra muerte y resucitando restauró la vida4.
Es el Cordero que, con su sacrificio voluntario, consigue lo que se
representaba en los sacrificios de la antigua Ley: satisfacer por los pecados.
El
sacrificio de Cristo en la Cruz, renovado cada vez que se celebra la Santa
Misa, nos permite vivir ya en una continua fiesta. Por eso exhortaba San Pablo
a los corintios a que expurgaran la vieja levadura, símbolo de lo viejo y de lo
impuro, para llevar una auténtica vida cristiana5.
La Santa Misa, vivida también a lo largo del día, nos anticipa la gloria del
Cielo. Después de tantos bienes recibidos, «¿podéis no estar en fiesta continua
durante los días de vuestra vida terrestre? –pregunta San Juan Crisóstomo–.
Lejos de nosotros cualquier abatimiento por la pobreza, la enfermedad o las
persecuciones que nos agobian. La vida presente es un tiempo de fiesta»6,
un adelanto de lo que serán la gloria y la felicidad eternas.
II.
Jesús señaló con antelación y con un particular acento la última pascua que iba
a comer con sus discípulos7,
manifestó que deseó ardientemente comerla con ellos8.
Juan y
Pedro prepararon todo lo necesario: los panes ázimos, las verduras amargas, las
copas para el vino y el cordero, que había de ser sacrificado en el atrio del
Templo, en las primeras horas de la tarde. Aquella noche, probablemente en la
casa de María, madre de Marcos, tendrá lugar la institución de la Sagrada
Eucaristía y se adelantará sacramentalmente el Sacrificio de la Nueva Alianza
que se realizará al día siguiente en el Calvario. «En una misma mesa se
celebran las dos pascuas, la de la figura y la de la realidad. Así como los
pintores, en la misma tabla, trazan primero las líneas del contorno y añaden
luego los colores, así hizo también Cristo»9;
utilizando los viejos ritos, establecerá la verdadera Pascua, la fiesta por
excelencia, de la cual la anterior solo era una imagen precursora. Las hierbas
amargas guardan ahora una estrecha relación con la amargura de la Pasión, que
pronto iba a comenzar.
La
cena pascual era un sacrificio: el sacrificio de la Pascua de Yahvé10.
La Santa Misa lo es también, como renovación incruenta, pero real, del
sacrificio de la Cruz. Y Jesús anticipó en la Última Cena, de forma sacramental
–mi cuerpo entregado, mi sangre derramada– el sacrificio que consumaría
al día siguiente en el Calvario. De una vez por todas, con particular sencillez
y gravedad, Jesús sustituyó el antiguo rito por su sacrificio redentor. Aquella
noche, en el Cenáculo, se llevó a cabo el acontecimiento del que han vivido los
hombres de tantas generaciones y que constituye el centro de nuestra
existencia. «¡Oh dichoso lugar –exclama San Efrén–, en el cual el cordero de la
Pascua sale al encuentro del Cordero de la verdad...! (...). ¡Oh dichoso lugar!
Nunca ha sido preparada una mesa como la tuya, ni en la casa de los reyes, ni
en el Tabernáculo, ni en el Sancta Sanctorum»11.
Con
las palabras haced esto en conmemoración mía dispuso el Señor
que aquel misterio de amor se pudiera repetir hasta el fin de los tiempos,
otorgando a los Apóstoles y a sus sucesores el poder de realizarlo12.
¡Cómo hemos de dar gracias por participar de tantos bienes que recibimos en la
Santa Misa, y de modo particular en el momento de la Sagrada Comunión! ¡Tenemos
tan cerca al mismo Jesús que se dio plenamente a sus discípulos y a todos los
hombres en aquella memorable noche! Ahora le podemos decir en la intimidad de
nuestro corazón: «Yo te amo, Señor Jesús, alegría y descanso mío, con todo mi
corazón, toda mi mente, toda mi alma y todas mis fuerzas; y si ves que no te
amo como debería, al menos así deseo amarte, y si no lo deseo suficientemente,
por lo menos quiero desearlo de este modo (...). ¡Oh Cuerpo sacratísimo abierto
por cinco heridas, ponte como sello sobre mi corazón e imprime en él tu
caridad! Sella mis pies, para que siga tus pasos; sella mis manos, para que
siempre realicen buenas obras; sella mi costado para que por siempre arda en
fervientes actos de amor hacia Ti. ¡Oh Sangre preciosísima que lavas y
purificas a todos los hombres! Lava mi alma y pon una señal en mi rostro para
que no ame a nadie más que a Ti»13.
III. En
aquella última Pascua, Jesús se entregó ya a su Padre como víctima que va a ser
inmolada, como Cordero purísimo. Y tanto aquella Cena como la Santa Misa
constituyen, con la oblación ofrecida en el Calvario, un sacrificio único y
perfecto, porque en los tres casos la víctima ofrecida es la misma: Cristo; e
igual el sacerdote: Cristo14.
Nosotros
hemos de procurar que la Santa Misa sea el centro de la vida entera. «Lucha
para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu
vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto
–prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se
va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu
trabajo profesional y de tu vida familiar...»15.
Preparémonos
para la Santa Misa como si el Señor nos hubiera invitado personalmente a
aquella última pascua que comió con sus más íntimos. Cada día hemos de oír en
nuestro corazón, como dirigidas únicamente a nosotros, aquellas palabras del
Señor: Desiderio desideravi hoc Pascua manducare vobiscum..., he
deseado ardientemente comer esta pascua con vosotros16.
Es mucho el deseo de Jesús, son muchas las gracias que nos prepara.
Se
cuenta de San Juan de Ávila que recibió la noticia de la muerte de un sacerdote
que acababa de ordenarse, y preguntó enseguida si había celebrado alguna Misa;
le respondieron que solo había podido hacerlo una vez. Y se dice que el santo
comentó: «De mucho tendrá que dar cuenta a Dios». Pensemos hoy en este rato de
oración cómo celebramos o cómo participamos en el Santo Sacrificio del Altar;
cómo son los deseos, la preparación, el empeño por evitar que otros asuntos
ocupen la mente, los actos de fe y de amor en ese tiempo, siempre corto, que
dura la Santa Misa y la acción de gracias de la Comunión.
Si,
con la ayuda de la gracia, nos empeñamos, la Santa Misa será el centro al
que se referirán todas las prácticas de piedad, los deberes familiares y
sociales, el trabajo, el apostolado...; se convertirá también en la fuente donde
recobraremos las fuerzas todos los días para ir adelante; la cumbre hacia
la que dirigimos nuestros pasos, nuestras obras, los afanes apostólicos, los
deseos más íntimos del alma; será también el corazón donde
aprendemos a amar a los demás, con sus defectos, parecidos a los nuestros, y
con sus facetas menos agradables. Si cada día logramos amar un poco más la
Santa Misa, podremos decir al Señor después de la acción de gracias de la
Comunión: «me alejo de Ti por un poco, Señor Jesús, pero no me voy sin Ti, que
eres el consuelo, la felicidad y todo el bien de mi alma (...). Cuanto en
adelante haga, lo haré en Ti y por Ti, y nada será objeto de mis palabras y
acciones internas y externas salvo Tú, mi amor...»17.
1 Primera
lectura. Año I. Ex 12,1-14. —
2 1
Cor 5, 7-8. —
3 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 73, a. 6. —
4 Misal
Romano, Prefacio pascual I. —
5 Cfr. Sagrada
Biblia, Epístolas de San Pablo a los Corintios, EUNSA,
Pamplona 1986, in loc. —
6 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre la 1.ª Epístola a los Corintios,
5, 7-8. —
7 Cfr. Jn 2,
13-23; 6, 4; 11, 55; 12, 1. —
8 Cfr. Lc 22,
15. —
9 San
Juan Crisóstomo, Sobre la traición de Judas, 1, 4. —
10 Ex 12,
27. —
11 San
Efrén, Himno 3. —
12 Cfr. 1
Cor 11, 24-25; Lc 22, 19. —
13 Card.
J. Bona, El sacrificio de la Misa, Rialp, Madrid 1963, pp.
164-165. —
14 Cfr. Ch.
Journet, La Misa, p. 89. —
15 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 69. —
16 Cfr. Lc 22,
15. —
17 Card. J. Bona, o. c.,
p. 176.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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