Francisco Fernández-Carvajal 06 de agosto de 2022
@hablarcondios
— Fundamentos de la esperanza teologal.
— Una espera vigilante. El examen de
conciencia.
— La lucha en lo pequeño.
I. La Liturgia de la Palabra de este Domingo nos recuerda que la vida en la tierra es una espera, no muy larga, hasta que venga de nuevo el Señor. La fe que guía nuestros pasos es precisamente certeza en las cosas que se esperan1, como se lee en la Segunda lectura. Por medio de esta virtud teologal, el cristiano adquiere una firme garantía acerca de las promesas del Señor, y una posesión anticipada de los dones divinos. La fe nos da a conocer con certeza dos verdades fundamentales de la existencia humana: que estamos destinados al Cielo y, por eso, todo lo demás ha de ordenarse y subordinarse a este fin supremo; y que el Señor quiere ayudarnos, con abundancia de medios, a conseguirlo2. Nada debe desanimarnos en el camino hacia la santidad, porque nos apoyamos en estas «tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de las misericordias, quien enciende en mí la confianza; por lo cual yo no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el Paraíso»3. La Bondad, la Sabiduría y la Omnipotencia divinas constituyen el cimiento firme de la esperanza humana.
Dios
es omnipotente. Todo le está sometido: el viento, el mar, la
salud, la enfermedad, los cielos, la tierra... Y todo lo emplea y dispone para
la salvación de mi alma y de todos los hombres. Ni un solo medio deja de poner
para el bien de cada uno de sus hijos; también de quien parece estar solo y
abandonado. La fuerza de Dios se pone al servicio de la salvación y
santificación de los hombres. Solo el mal uso de la libertad puede hacer
inútiles los medios divinos. Pero siempre es posible el perdón. Siempre es
posible dejar abierta la puerta para que la esperanza nos invada. Dios es omnipotente;
Dios lo puede todo, es nuestro Padre y es Amor4.
Dios
me ama inmensamente, como si fuera su único hijo, no me abandona
nunca en mi peregrinación por la tierra, me busca cuando por mi culpa me he
perdido, me ama con obras, disponiéndolo todo para el bien de mi alma. El amor
paterno y materno, con todo el atractivo que posee, es tan solo un pálido
reflejo del amor de Dios.
Dios
es fiel a sus promesas, a pesar de nuestros retrocesos,
traiciones y deslealtades, de la falta de correspondencia a los requerimientos
divinos. Él nunca nos falla, no se cansa, tiene paciencia, una paciencia
infinita, con los hombres. Mientras caminamos por esta tierra, a nadie abandona
por imposible, a nadie considera irrecuperable. A Dios siempre lo encontramos
como el Padre del hijo pródigo que sale impaciente todos los días a ver si su
hijo se divisa ya en la lejanía, y tiene una fiesta preparada para el hijo que
retorna.
El
Señor espera nuestra conversión sincera y correspondencia cada vez más
generosa: espera que estemos vigilantes para no adormecernos en la tibieza, que
andemos siempre despiertos. La esperanza está íntimamente relacionada con un
corazón vigilante; depende en buena parte del amor5.
II.
Jesús nos exhorta a la vigilancia, porque el enemigo no descansa, está siempre
al acecho6, y porque el amor nunca duerme7.
En el Evangelio de la Misa8 nos
advierte el Señor: Tened ceñidas vuestras cinturas y las lámparas
encendidas, y estad como quien aguarda a su amo cuando vuelve de las nupcias,
para abrirle al instante en cuanto venga y llame.
Los
judíos usaban entonces unas vestiduras holgadas y se las ceñían con un cinturón
para caminar y para realizar determinados trabajos. «Tener las ropas ceñidas»
es una imagen gráfica para indicar que uno se prepara para hacer un trabajo, para
emprender un viaje, para disponerse a luchar9.
Del mismo modo, «tener las lámparas encendidas» indica la actitud propia del
que vigila o espera la venida de alguien10.
Cuando el Señor venga al fin de la vida, nos debe encontrar así, preparados: en
estado de vigilia, como quienes viven al día; sirviendo por amor y empeñados en
mejorar las realidades terrenas, pero sin perder el sentido sobrenatural de la
vida, el fin a donde se ha de dirigir todo; valorando debidamente las cosas
terrenas –la profesión, los negocios, el descanso...–, sin olvidar que nada de
esto tiene un valor absoluto, y que debe servirnos para amar más a Dios, para
ganarnos el Cielo y servir a los hombres; haciendo un mundo más justo, más
humano, más cristiano.
Poco
tiempo nos separa de ese encuentro definitivo con Cristo, cada día que pasa nos
acerca a la eternidad. Puede ser este mismo año, o el que viene, o el
siguiente... De todas formas, siempre nos parecerá que la vida ha ido muy
deprisa. El Señor vendrá en la segunda o en la tercera vigilia... «Y
como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del
Señor, que vigilemos constantemente para que, terminado el único plazo de
nuestra vida terrena (Heb 9, 27), merezcamos entrar con Él a las
bodas y ser contados entre los elegidos»11.
Vendrá, para quienes han vivido de espaldas a Dios, como algo completamente
inesperado: como ladrón en la noche12. Sabed
esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no
permitiría que se horadase su casa. Vosotros, pues, estad preparados... Y
comenta San Juan Crisóstomo que «con esto parece confundir a aquellos que no
ponen tanto cuidado en guardar su alma, como en guardar sus riquezas del ladrón
que esperan»13.
«A la
vigilancia se opone la negligencia o falta de solicitud debida, que procede de
cierta desgana de la voluntad»14.
Estamos vigilantes cuando hacemos con hondura el examen de conciencia diario.
«Mira tu conducta con detenimiento. Verás que estás lleno de errores, que te
hacen daño a ti y quizá también a los que te rodean.
»—Recuerda,
hijo, que no son menos importantes los microbios que las fieras. Y tú cultivas
esos errores, esas equivocaciones –como se cultivan los microbios en el
laboratorio–, con tu falta de humildad, con tu falta de oración, con tu falta
de cumplimiento del deber, con tu falta de propio conocimiento... Y, después
esos focos infectan el ambiente.
»—Necesitas
un buen examen de conciencia diario, que te lleve a propósitos concretos de
mejora, porque sientas verdadero dolor de tus faltas, de tus omisiones y
pecados»15. El Señor debe encontrarnos preparados a cualquier hora en
que se presente, en cualquier circunstancia.
III.
Estaremos vigilantes en el amor y lejos de la tibieza y del pecado si nos
mantenemos fieles en las cosas menudas que llenan el día. Si consideramos lo
pequeño de cada jornada en el examen de conciencia, encontraremos con facilidad
las señales que indican el camino y las raíces de posibles descaminos. Las
cosas pequeñas son antesala de las grandes, y el amor vigilante se alimenta de
lo pequeño; y cae en la tentación más grande quien descuida lo que parece sin
importancia.
San
Francisco de Sales señala la necesidad de luchar en las tentaciones menudas,
pues son muchas las ocasiones que se presentan en una jornada corriente y, si
se vence ahí, esas victorias son más importantes –por ser muchas– que si se
hubiera vencido en una de más trascendencia. Además, aunque «los lobos y los
osos son sin duda más peligrosos que las moscas», sin embargo «no nos causan
tantas molestias, ni prueban tanto nuestra paciencia». Es cosa fácil –señala el
Santo– «apartarse del homicidio, pero es dificultoso evitar las pequeñas
cóleras», que suelen presentarse con alguna facilidad. «No es dificultoso el no
hurtar los bienes ajenos; pero sí lo es el no desearlos. Fácil es el no
levantar en juicio falso testimonio, pero difícil será el no mentir en
conversaciones. Con facilidad nos apartaremos de la embriaguez, pero con más
dificultad viviremos la sobriedad»16.
Las
pequeñas victorias diarias fortalecen la vida interior y despiertan el alma
para lo divino. Estas ocasiones se presentan con mucha frecuencia: vivir el
minuto heroico al levantarse o al comenzar el trabajo; cuando dejamos a un lado
esa revista insustancial que puede enredar el alma o es, al menos, una pérdida
de tiempo y, siempre, una buena ocasión para vencer la curiosidad; en la
mortificación a la hora de la comida; en la sobriedad en las reuniones
sociales, en la locuacidad... Estamos seguros de que «tantas victorias cuantas
ganemos contra esos pequeños enemigos, tantas piedras preciosas serán puestas
en la corona de la gloria que Dios nos prepara en su santo reino»17.
Si
hacemos un acto de amor en cada tentación, en todo aquello que en nosotros o en
los demás puede ser origen de una ofensa a Dios, nos llenaremos de paz, y lo
que podía haber sido motivo de derrota lo convertimos en una victoria. Además
de este inmenso bien para el alma, asegura el mismo Santo que «cuando el
demonio ve que sus tentaciones nos llevan a este divino amor, cesa de
tentarnos»18.
Si
somos fieles en lo pequeño nos mantendremos ceñidos, en vela, alerta ante el
Señor que llega. Nuestra vida habrá consistido en una alegre espera, mientras
llevamos a cabo ilusionadamente la tarea que nuestro Padre Dios nos ha
encomendado en el mundo. Entonces comprenderemos con hondura las palabras de
Jesús: Dichoso aquel siervo, al que encuentre obrando así su amo cuando
vuelva. En verdad os digo que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Y Él
está para venir; no dejemos de vigilar.
1 Heb 11,
1. —
2 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 17, a. 5 y 7. —
3 Juan
Pablo II, Alocución 20-IX-1978. —
4 Cfr. G.
Redondo, Razón de la esperanza, EUNSA, Pamplona 1977, p.
79. —
5 Cfr. J.
Pieper, Sobre la esperanza, Rialp, 3ª ed., Madrid 1961, p.
48. —
6 1
Pdr 5, 8. —
7 Cfr. Cant 5,
2. —
8 Lc 12,
32-48. —
9 Cfr. Jer 1,
17; Ef 6, 14; 1 Pdr 1, 13. —
10 Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, notas
a Lc 12, 33-39 y 35. —
11 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 48. —
12 1
Tes 6, 2. —
13 San
Juan Crisóstomo, en Catena Aurea, vol. III, p. 204. —
14 Santo
Tomás, o. c., 2-2, q. 54, a. 3. —
15 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 481. —
16 Cfr. San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, IV, 8.
—
17 Ibídem.
—
18 Ibídem,
IV, 9.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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