Asdrúbal Aguiar 26 de diciembre de 2022
Circula
mi análisis sobre lo que llamo “Golpe parlamentario a la constitución de
Venezuela y desmantelamiento de la transición hacia la democracia”. A
él me remito, dados los límites que me impone esta columna.
El
Estatuto para la Transición hacia la Democracia adoptado en 2019, de sostenerse
la propuesta de reforma que suscriben la mayoría de los diputados y sus partidos
AD, UNT y PJ, habrá llegado a su final; así se le sostenga formalmente,
pues lo que busca ser distinto y responde a otra finalidad, mal puede nacer de
una reforma.
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Se elimina la figura del encargado de la presidencia de la república – que impuso el artículo 233 de la Constitución, desmaterializada por el régimen de facto y que fuese el origen del Estatuto – para trasladar a la Asamblea electa en 2015, y a colegiados suyos, como la Comisión Delegada y su Consejo de Administración de Activos, las funciones de gobierno ejercidas por Juan Guaidó. Eso sí, le dan preeminencia envolvente a las funciones de orden económico y financiero, eso que llaman la protección de activos de la república en el extranjero.
Quedan
colgados de la brocha, así, todos los acuerdos de la misma Asamblea previos al
dictado del Estatuto, como aquél del 15 de enero de 2019, en el que los
diputados prorrogados declaran “la usurpación de la presidencia de la república
por Nicolás Maduro Moros” y acuerdan, en aplicación del señalado artículo 233,
asumir como su compromiso “restablecer las condiciones de integridad electoral”
y “proceder a la convocatoria y celebración de elecciones libres” por la falta
de un presidente electo. Nada más. Y resta para la crónica del teatro de lo
absurdo lo decidido por el Consejo Permanente de la OEA el 10 de enero
anterior, mediante su Resolución 117: “No reconocer la legitimidad del período
del régimen de Nicolás Maduro a partir del 10 de enero de 2019”.
El
parto del cumplimiento de la Constitución – de volver a ella, restablecerla, a
partir de su mismo texto como lo señala el Estatuto entonces aprobado – parece
ser inútil y prescindible. No haberse logrado tal objetivo, como lo indican los
proponentes de la reforma en consideración, les lleva al punto, no de poner de
lado lo que es explicable, a saber, la imposibilidad de que los plazos para la
restitución de la democracia previstos constitucionalmente no hayan podido
cumplirse, como este de los 30 días de duración del ejercicio del Poder
Ejecutivo por quien encabeza el parlamento. Antes bien, los gestores del
esfuerzo democratizador dado el quiebre constitucional ocurrido, autores y
ejecutores del Estatuto para la Transición, a propósito de este y de sus
fementidas reformas se cargan los “principios constitucionales”
invariables, los dogmas de la Constitución y de nuestra tradición histórica
como república.
La
cuestión viene de atrás, cabe decirlo sin ambages, pues antes de que se
aprobase el Estatuto en 2019, la Asamblea de 2015 no digería que uno de sus
miembros, de partido VP, fuese, de la noche a la mañana y por obra del azar,
presidente de la República, así fuese por 8 días y en calidad de encargado. Sus
mismos copartidarios tampoco lo aceptaban.
Por lo
mismo, dejaron colar en el acuerdo que he citado algo que es abiertamente
inconstitucional: “Iniciar un proceso progresivo y temporal de transferencia de
las competencias del Poder Ejecutivo al Poder Legislativo”. Hugo
Chávez y Maduro han hecho lo mismo, a la reversa, asumir como suyos los poderes
de sus parlamentos.
De
modo que, lo que la Constitución fija como una excepción
nominal y extraordinaria, el permitir que el presidente del parlamento, en su
condición de tal y en lo personal, asuma la jefatura del Poder Ejecutivo
temporalmente – que ese es el núcleo del artículo 233 constitucional – lo hizo
mutar la Asamblea con fraude a la Constitución. Ha considerado que la
Encargaduría es colegiada, y olvidado que un diputado no puede ejercer
funciones públicas sin perder su investidura, salvo en la excepción
señalada.
Media,
al efecto, una razón de escuelita, el parlamento es el contralor del poder. Y
si es él, el que gobierna, ¿quién controla al contralor?
Controlar
pudo y no lo hizo la Asamblea, ¿a quién?, a Guaidó, como Encargado
del gobierno. Lo pudo censurar y hasta destituir separándolo de la presidencia
de la Asamblea, si hubiese faltado a sus deberes. Pero no podían hacerlo. Los
diputados decidieron ejercer competencias que no les otorga la Constitución.
Hoy golpean la mesa para quedarse con todo y cambiar de estrategia, a costa del
Estado constitucional y democrático de Derecho.
Que se
elimine al Encargado del Poder Ejecutivo y, de suyo, quede
inejecutable el mandato del artículo 233 de la Constitución que diera lugar a
todo este entuerto y al Estatuto para la Transición, sin responsables visibles,
afecta además al principio de la separación de poderes. Sitúa al parlamento en
un disparadero. Se sumaría, como actor, a la deconstrucción constitucional que
inició Hugo Chávez en 1999 y aceleró Maduro, luego de una sucesión presidencial
palmariamente inconstitucional en 2013.
No
huelga, pues, a manera de lápida dejar el epitafio que calza. Lo escribe Piero
Calamandrei (1889-1956) al narrar su experiencia bajo el gobierno de Mussolini
y definirlo como el «régimen de la mentira» (Il fascismo come regime della
menzogna, 2014):
“En un
régimen como este, las instituciones no son aquellas que están escritas en las
leyes, sino las que sacan de entre sus líneas: las palabras no tienen más el
significado registrado en el vocabulario, sino distinto y a menudo opuesto al
común, sólo entendible para los iniciados [de la dictadura]… A esta duplicidad
de ordenamiento corresponde una doble estratificación de órganos: la burocracia
del Estado y la burocracia de partido, pagadas ambas por los contribuyentes…
Entre la burocracia de la ilegalidad y aquella de la legalidad simulada no hay
antítesis, más bien existe una secreta alianza, una especie de reciprocidad
vicaría”.
Asdrúbal Aguiar
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