Tulio Hernández 25 de diciembre de 2022
Hasta
hace muy poco, el gran enigma venezolano a resolver en el transcurso del año
2023 era saber si tendríamos elecciones libres en 2024. Esto es, si volveríamos
a ser un país en lo esencial democrático o continuamos bajo el juego de
ardides, simulaciones y postergaciones que le ha permitido al gobierno
militarista seguir alargando interminablemente un régimen sin legalidad
constitucional, reconocido por una parte muy pequeña de los gobiernos
auténticamente democráticos del mundo, y una muy grande de los gobiernos de
facto, teocracias, dictaduras y estatismos que copan el nuevo escenario
geopolítico internacional.
El enigma obviamente no era fácil de resolver. Porque no estamos en una democracia, venimos de muchas experiencias de engaño oficial –incluyendo la creación de una oposición artificial al servicio del gobierno–, y sin embargo las fuerzas de la resistencia participantes de la más reciente mesa de Diálogo en México habían venido dibujando un guion que incluía la convocatoria a elecciones primarias para elegir un candidato único y participar en elecciones con un mínimo de condiciones equitativas.
En
realidad no se pide nada del otro mundo. Solo elecciones “normales”. Como las
que se realizan periódicamente, en las fechas fijadas por las leyes nacionales,
en las vecinas Colombia, Brasil, Chile, Costa Rica, incluso en México, por solo
nombrar algunos ejemplos. Elecciones en las que participan libremente quienes
quieran si cumplen los requisitos, sin presos políticos, candidatos
presidenciales encarcelados o en el exilio, partidos inhabilitados, patrones
electorales intervenidos y el gobierno actuando ventajistamente como en
Nicaragua y Venezuela.
Elecciones
en donde la alternancia es posible, donde resulta de lo más normal que gane un
candidato de oposición y suceda al gobierno de turno. Como en Chile, Boric a
Piñera; en Colombia, Petro a Duque; o en Brasil, Lula a Bolsonaro.
Pero
el de las elecciones, suficientemente turbio e incierto, ya no es el gran
dilema. Los sucesos de esta semana, la asociación de cuatro grupos políticos
opositores representados en la Asamblea Nacional electa en 2015 —AD, UNT,
Primero Justicia y MPV— que proponen la reforma del Estatuto de
Transición, la eliminación del gobierno interino presidido por Juan Guaidó y la
creación de un gobierno colegiado que lo sustituya, viene a ser una
perturbación mayor.
Nos
coloca a las puertas de un camino incierto que sobrepasa el dilema electoral,
nos pone en medio de un túnel cuya salida parece tapiada de antemano, a
enfrentar un vacío que algunos –los promotores de la defenestración–,
consideran inevitable dado los abusos de poder y los fracasos sucesivos del
gobierno conducido por Guaidó y Voluntad Popular. Mientras otros, –los
defensores de la legalidad y de la necesidad de mantener con vida el
interinato, aunque no sea con Guaidó al frente– creen que es una suerte de
apocalipsis jurídico y político que acabará con el mínimo de legalidad e
institucionalidad que respaldaba la acción de la Asamblea Nacional legítima y
del gobierno interino.
Los
más prudentes piensan que efectivamente Guaidó y su equipo fueron sobrepasados
por los hechos y no fueron lo suficientemente dialogantes y transparentes, pero
que saltarse la institucionalidad, o lo poco que quedaba de ella, es una triste
contribución al reino de la ilegalidad y el desmadre ético que el chavismo le
ha impuesto al país. O como dice un buen amigo abogado, recurriendo al habla
popular es “la llegada al llegadero”. La pérdida definitiva de la norma. El
extravío continuo del decoro. La entrada de lleno en el reino de la anomia
total.
La
propuesta, cuyo contenido ya fue hecho público y será debatida en la Asamblea
Nacional legítima, hoy jueves 22 de diciembre, paradójicamente unos días antes
de la celebración de la Navidad, aunque se supone que ya estaba cantada, ha
hecho estragos anímicos, causado sorpresa, malestar, desencanto, incluso
consternación y tristeza, cuando no estupefacción plena, entre sectores
políticos académicos, empresariales y políticos no necesariamente militante o
afines a ninguno de los partidos representados en la AN.
Para
quienes no tenemos duda alguna sobre la necesidad de mantener en lo posible una
acción unitaria en medio de las diferencias –como la que se tuvo en las
elecciones del 2015 o ante las candidaturas de Rosales y Henrique Capriles–
y sobre la pertinencia de conservar una continuidad estratégica –que le
dé sustento y respaldo al contrapeso que el gobierno interino, con todas sus
dificultades y omisiones, sus errores y aciertos, ha significado como única
alternativa de resistencia interna y externa a un gobierno abiertamente
autoritario–, la fractura que significará la reforma del Estatuto es la
confesión abierta de un fracaso que arrastrará por igual a todas las fuerzas
opositoras.
Hay
consenso entre figuras públicas ante la idea de que tres amenazas se ciernen
como nubes oscuras sobre el futuro de la resistencia democrática con esta
propuesta. Primera, la de estar violando el orden constitucional que se supone
debe defender la Asamblea Nacional legítima. Segunda, la de poner en
riesgo la defensa de los activos, especialmente la exitosa empresa Citgo,
que hoy se hallan protegidos por los gobiernos británico y
estadounidense, pues al no existir un gobierno que los represente judicialmente
podrían perderse y pasar a manos de los numerosos acreedores que el gobierno de
facto ha acumulado en su largo desastre administrativo. Y la tercera, quizás en
lo inmediato la más grave, el riesgo de lanzar por la borda la
posibilidad de recuperación de una estrategia común contra la élite
tiránica —violadora de los derechos humanos, que llegará el próximo 2024 a un
cuarto de siglo en el poder— mediante una salida electoral. Son el adelanto de
un extravío.
Si no
triunfa en el debate de hoy y en los que vendrán, un pensamiento y un lenguaje
mesurado, respetuoso, capaz de tratar con altura y grandeza las diferencias en
función de los intereses nacionales y superar rencillas y resentimientos
particulares, estaremos enviando, en vez de un mensaje navideño y de unidad,
uno de desconfianza e incoherencia que alejará cada vez más a la dirigencia
opositora de la sufrida población venezolana y de los aliados internacionales
de más de 50 países que tanto esfuerzo han hecho por la defensa de la
democracia herida de muerte en Venezuela y Nicaragua.
Las
consecuencias políticas las define muy bien en su editorial de hoy la
revista Analítica, dirigida por el laborioso Emilio Figueredo: “Si
se elimina la presidencia interina, de hecho se termina por reconocer que en
Venezuela hay un único presidente y ese no es otro que Maduro. Y la pregunta
que cabe es si la comunidad internacional va a aceptar que, una vez suprimida
la figura legal de la presidencia interina, transferirá su apoyo a otra
“entelequia” cuando Maduro tiene una Asamblea que legisla”.
Resume
muy bien las alternativas un texto de Orlando Viera-Blanco, embajador del
gobierno interino en Canadá: “Quieren cambiar el presidente Guaidó, háganlo.
Quieren cambiar directivas y autoridades, háganlo. Pero no pueden cesar el G.E.
y gobernar colegiadamente. Eso no lo entendería la comunidad internacional.
Sería un autogol”.
Pero
quizás sea una frase de Zaír Mundaray, exfiscal y exiliado venezolano en
Bogotá, la que mejor expresa un sentimiento de impotencia colectivo que cada
vez se hace más fuerte: “No puedo catalogar más que de doloroso nuestro momento
republicano. Venezuela es un territorio sin instituciones (…) Peor aún, no hay
un debate público abierto y democrático que parta del apego o no a la
constitucionalidad. La anomia, uno de los legados de la revolución tiene el
control…o el descontrol ”.
En
todo caso, pase lo que pase por estos días en la AN, reciban todos una ¡Feliz
Navidad! con la esperanza de que el espíritu navideño impida que la sangre
llegue al río.
Tulio
Hernández
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