Laureano Márquez 03 de marzo de 2023
Epaminondas
es un nombre griego, de hecho, es el nombre de un célebre general tebano a
quien calificó Cicerón como «el primer hombre de Grecia». Hizo de su ciudad,
Tebas, una urbe hegemónica entre las restantes griegas, al tiempo que fundaba
otras y –como no suelen hacer los generales de hoy– murió luchando en el campo
de batalla. Un dato biográfico interesante para quienes se dedican a la
política es que vivió toda su vida en condición cercana a la pobreza, pues
creía que su misión era servir a su pueblo y no enriquecerse usando los
privilegios que brinda el ejercicio del poder.
Ahora bien, si a Epaminondas le añadimos un apellido: González, ya nos trasladamos de la Grecia antigua a Maracaibo, dado el gusto propio de los marabinos de dar a sus hijos nombres clásicos griegos. Epaminondas González es el nombre de un orfebre –antes se decía joyero– al que conocí durante mi infancia y juventud en Maracay, la ciudad jardín de Venezuela.
El
señor Epaminondas, como le llamábamos con respeto, era un orfebre de alto
vuelo, un auténtico artista y sobre todo un hombre de una honestidad similar a
la de su tocayo griego. Una frase que solía repetir con su acento maracucho
era: «si en algo me estimáis no me jodáis y si en algo me jodéis no me
estimáis».
En su
diminuto taller, ubicado en un local de una vieja casa de techo de teja y caña
brava, en la calle Páez este, entre López Aveledo y 5 de Julio, el señor
Epaminondas esculpía en yeso las figuras que luego, fundidas en oro, se
transformaban en un anillo, un prendedor, unos zarcillos, una pulsera o un
crucifijo. Luego ensamblaba las piezas: las cadenas de las que el crucifijo
colgaba, por ejemplo, eran elaboradas eslabón por eslabón. Recuerdo que, durante
mucho tiempo, para avivar la llama del soplete, usaba un fuelle que hacía
funcionar con la pierna, lo cual acabó por descomponerle la cadera.
A mí su
oficio, que de niño me parecía tan normal cuando lo contemplaba a través del
cristal de una caja cuadrada de vidrio en la que se sentaba a trabajar, al
evocarlo con el paso del tiempo y la madurez de la distancia, me parece hoy el
de un verdadero artista, en buena parte autodidacta. Se inventaba los aparatos,
dándole a viejos artefactos un uso distinto al original; fruto de su ingenio,
un viejo tocadiscos se trastocaba en un aparato para limpiar las prendas con
ácido o una ponchera de hojalata en una centrifugadora, con un eje en su centro
y un resistente resorte que hacía pasar al molde el oro fundido. Barría el
taller y recogía todo lo barrido en un saco. Una vez le vi sentarse en su silla
de paleta en el patio trasero de su casa y con un cedazo cernir como cinco años
de polvo para recuperar el oro que por accidente se le hubiese podido caer.
Su
esposa la señora Odila, que aún vive sobrepasando los noventa, hacía las
hallacas –las sigue haciendo– que comíamos en casa y que mi madre canaria nunca
aprendió a hacer. El mayor de víveres de mi familia estaba muy cerca del taller
del señor Epaminondas y mi padre era su cliente. Guardo aun una sortija que le
hizo con sus iniciales y un cristo con su correspondiente cadena. Mi hermana
conserva algunas joyas de mi madre. Mi primer reloj, víctima de mi bautismo en
la inseguridad caraqueña, perdido en un atraco entrando a la UCV por la puerta
de los estadios, un Nivada mecánico, también vino de aquella modesta joyería.
Ese
era Epaminondas González, un hombre que con su trabajo llevó a sus hijas a
convertirse en profesionales de primera, magníficas doctoras y docentes. La
primera vez que entré a su taller, recién llegado yo a Maracay, observé un
retrato del Libertador que colgaba detrás de su área de trabajo en el taller;
Bolívar con sus manos desplegaba sobre una mesa el mapa de Venezuela con una
leyenda que mal leí en voz alta: «Yo la hice libre, hazla tú prospera».
Inmediatamente corrigió mi error de acentuación: «próspera, se dice próspera,
mira que tiene acento en la o». Mantengo vivo en mi recuerdo al señor
Epaminondas y también ese cuadro que tenía. En lo que a él tocó, hizo próspera
a su patria. En lo que a nuestro tiempo corresponde, parece la tarea asignada
por el prócer sigue pendiente.
Laureano
Márquez
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