MARCO SCHNEIDER 02 de marzo de 2023
Dice
el refrán que las apariencias engañan. Pero no siempre. No hace falta ser
científico para sospechar que algo se está quemando cuando se ve humo. Sin
embargo, corresponde a la ciencia explicar no solo las causas y los efectos,
sino por qué las cosas suceden de una manera u otra. Según Marx, si la
apariencia y la esencia de las cosas coincidieran directamente, la ciencia
sería innecesaria. Para él, la ciencia significa el conocimiento efectivo de la
realidad, más allá de las apariencias, sin que por ello las ignoremos. Así, más
que suponer que las apariencias (siempre) engañan y buscar la verdad en una
esencia que no aparece, se trata de desvelar la razón y el movimiento por el
que las cosas aparecen como aparecen, a veces engañando, a veces no, a veces
ambas cosas a la vez. A propósito o sin querer.
La
esencia de las cosas, en este enfoque, no tiene nada de ultramundano. Solo se
refiere a lo que efectivamente es, y eso incluye lo que parece ser, lo que nos
parece a nosotros que la observamos. Los charlatanes y los estafadores tienen
éxito porque parecen dignos de confianza, pero una persona puede parecer
honesta y, de hecho, ser esencialmente honesta.
¿Cómo distinguirlo?
Mucho
antes de la aparición del lenguaje, incluyendo sus mil formas de mentira
(engaño, patraña, timo, charlatanería), la propia naturaleza ya disponía de un
riquísimo arsenal de trucos que confundían esencia y apariencia, al menos desde
el reino vegetal. Pensemos en las plantas carnívoras y en sus estratagemas para
atraer a los insectos, para los que son esencialmente mortales, aunque
(a)parezcan atractivas e inofensivas.
Las
telarañas son redes muy finas, pero proporcionalmente muy fuertes, y los
camaleones saben ser maestros del camuflaje para defenderse o para atacar. Y
hay tortugas de río que permanecen inmóviles bajo el agua, con la boca abierta,
de la que emerge un apéndice en forma de gusano para atraer a los peces
incautos. La apariencia del apetitoso gusano oculta a la voraz tortuga, que los
devorará.
En los
mares también hay delicados caballitos de mar que se asemejan a las algas en
medio de las cuales se esconden y protegen. No obstante, nadie supera a los
moluscos, calamares, sepias, pulpos, que cambian de color, forma y textura
según quieran esconderse de sus depredadores o engañar a sus víctimas.
La
desinformación es tan antigua que es anterior a la propia especie humana, mas
es la desinformación humana, probablemente tan antigua como la propia
humanidad, la que nos interesa aquí. Se trata de un juego de apariencias y
esencias, desde su modalidad más burda, la mentira pura y dura, hasta la más
sutil, hecha de medias verdades, descontextualizaciones y otros recursos.
Sin
embargo, a pesar de ser tan antigua, no siempre es la misma, ya que presenta
matices y modulaciones históricas, geográficas, retóricas y sociotécnicas que
nos impiden afirmar que nada ha cambiado. Y hay, en los últimos años, nuevos movimientos en marcha: el
radio de alcance de las redes sociales digitales (desde que se popularizaron),
su capilaridad y la velocidad de sus operaciones no tienen precedentes.
Pero
nadie antes que los humanos.
Los
costes de dinamización de los mensajes son relativamente modestos en
comparación con la prensa y la radiodifusión. La precisión comunicacional es, a
su vez, mayor, debido a la capilaridad mencionada y al conocimiento de los
gustos del público por parte de emisores y mediadores, gracias a la vigilancia
de la navegación de todos, omnipresente en las redes. Este conjunto de factores
ha alterado sustancialmente el ámbito comunicacional conocido, pero con
consecuencias aún imprevisibles, dada la relativa novedad del fenómeno.
Al
conjunto de modalidades desinformativas contemporáneas que nacen, fluyen, se
desbordan, riegan, alimentan el escenario de la posverdad y se retroalimentan
de él lo denomino desinformación digital en red (en adelante, DDR). La noción
de DDR se refiere al conjunto de acciones de desinformación transmitidas en las
distintas redes digitales existentes, como Facebook, Twitter, Instagram,
YouTube, WhatsApp, Telegram, TikTok y similares. No se refiere, por tanto, a
las conversaciones cara a cara, a la vieja prensa o a la radiodifusión, aunque
ciertamente se nutre y se nutre de ellas.
Es
importante señalar esta especificidad porque el coste relativamente bajo de sus
operaciones en comparación con los medios tradicionales, su alcance inmenso y
personalizado, además de la escasa y difícil regulación de estas acciones en
términos técnicos y jurídicos, han favorecido el que el DDR se convierta, en
casi todas partes, en un elemento muy influyente de la superestructura
ideológica que emerge dentro de la infraestructura de la red digital y, al
mismo tiempo, en una inversión (¿marginal?) en ella. Esta infraestructura, a su
vez, es un producto precioso y propiedad de la fracción principal del gran
capital actual (junto a las finanzas y los sectores armamentista, farmacéutico
y energético).
Los
límites entre legalidad e ilegalidad se difuminan en este ambiente hasta el
punto de que el Parlamento británico, que, en rigor, no puede caracterizarse
como expresión de un pensamiento crítico radical, acusó a la empresa de Mark Zuckerberg de actuar como un gángster digital.
La
publicidad en torno a las acciones de DDR que comprendieron a Cambridge
Analytica, tanto sobre el brexit como sobre la elección de
Donald Trump, ciertamente contribuyó a la popularización de los términos fake
news y posverdad. De hecho, en medio del universo de la DDR, uno de
los aspectos más delicados es el impacto de las fake news en
la formación de la posverdad, en un círculo vicioso o, mejor dicho, en una
especie de espiral viciosa de retroalimentación, aparentemente centrífuga.
Una
parte sustancial de la desinformación contemporánea está marcada por elementos
reaccionarios, misóginos, racistas, homófobos y, en el límite, neofascistas. La
movilización de miedos y prejuicios actúa como un caballo de Troya que lleva en
su vientre al neoliberalismo, que ya no se atreve a exponerse con franqueza
tras décadas de impulsar guerras, destrucción medioambiental y creciente
desigualdad social.
El
corolario de todo esto es el discurso del odio, el terraplanismo, los
movimientos antivacunas y las innumerables teorías de la conspiración, más o
menos peligrosas, que convierten la sana desconfianza en las autoridades,
característica del pensamiento moderno, en una indigerible mezcla de
escepticismo hacia el Estado de derecho, la ciencia, la prensa, y con
dogmatismo hacia los del tipo posmoderno.
Las
teorías de la conspiración siempre tienen un fondo de realidad mezclado con
capas de fantasía. Sus formuladores y propagadores fantasean con explicaciones
y soluciones simplistas a problemas del mundo real. Las conspiraciones reales
existen. Prueba de ello son las propias teorías conspirativas, fabricaciones
fantasiosas producidas por conspiradores reales y difundidas por incautos,
desde los más inocentes hasta los más peligrosos.
¿Quién
sale ganando? ¿Quién pierde? ¿En qué sentido? ¿Cuál es el gradiente entre el
sociópata y el inocente útil en este juego a veces mortal de ganar-perder? ¿Qué
se puede hacer para superar este panorama?
MARCO
SCHNEIDER
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