Trino Márquez 02 de junio de 2023
@trinomarquezc
Luis
Inácio Lula da Silva trata de moverse entre dos aguas de forma acompasada. Sin
embargo, algunas veces lo hace dando saltos hacia adelante y hacia atrás sin
que pueda entenderse con en qué punto del espectro político y ético se
encuentra el veterano líder brasileño.
Por una parte, intenta posicionar de nuevo a Brasil como una potencia económica democrática en el planeta. Está tratando de superar el aislacionismo de corte trumpista que inspiró la gestión de su predecesor Jair Bolsonaro. Su planteamiento principal consiste en volver al multilateralismo, darle un gran impulso a los BRICS, crear un bloque económico capaz de contrarrestar el poderío económico norteamericano y la influencia universal del dólar. Y como parte de este liderazgo planetario de Brasil, asumir la defensa de la democracia como sistema. Este es el lado, llamémoslo luminoso, del mandatario suramericano, aunque sus aliados en este plano sean China y Rusia, muy lejos de ser democracias; y la India, que con Nerendra Modi ha ido girando peligrosamente hacia un autoritarismo cada vez más desembozado.
En la
otra esquina encontramos su complicidad abierta con las tiranías cubana y
nicaragüense y, ahora, con la autocracia de Nicolás Maduro. Con relación a Cuba
y al matrimonio Ortega-Murillo, sorprende el silencio de Lula. El jefe del
Estado brasileño, que aspira recolocar a Brasil en la cima del liderazgo
continental, se calla ante las atrocidades que está cometiendo la pareja
diabólica de Nicaragua y los atropellos y desmanes continuos del Partido
Comunista Cubano y su escribiente, Miguel Díaz-Canel, contra los cubanos
que protestaron el 11 de julio de 2021 pidiendo democracia y que les
resolvieran carencias fundamentales como la electricidad, la inflación y el
transporte público. A esos manifestantes desarmados y pacíficos los tribunales
al mando del PCC les han aplicado castigos atroces. Lula se ha hecho el
desentendido.
Con
relación a Nicolás Maduro, la jugarreta izquierdista del mandatario brasileño
desconcertó a propios y extraños. Probablemente, la Cancillería (Itamary) no
tuvo nada que ver con ese despropósito. El día antes de que comenzara la cumbre
de Unasur, Lula se reunió con Maduro en un encuentro especial en el cual señaló
que la visión internacional con respecto al gobierno venezolano estaba
prejuiciada por razones ideológicas, y que las distorsiones no eran otra cosa
que una ‘construcción narrativa’ para desprestigiar a un mandatario electo de
forma democrática por el pueblo. En términos menos edulcorados, Lula se
atrevió a señalar que contra Maduro, grupos de presión nacionales e
internacionales han urdido una inmensa calumnia. Una leyenda negra.
¿No
sabía Lula da Silva que ese espaldarazo al gobernante más desacreditado y
rechazado de la región provocaría la reacción inmediata de otros
mandatarios sometidos a procesos electorales competitivos, transparentes y
supervisados internacionalmente? La realización del encuentro estuvo teñida por
esas afirmaciones desatinadas. Luis Lacalle Pou y Gabriel Boric, presidentes
de Uruguay y Chile, respectivamente, le respondieron inmediatamente y sin
rodeos: en Venezuela no puede hablarse de democracia y Maduro no es un
presidente demócrata. El sol no puede taparse con un dedo, señaló Lacalle
Pou.
Lula
borró de un plumazo, entre otros, los exhaustivos informes elaborados por el
grupo de trabajo presidido por la doctora Michelle Bachelet cuando era la Alta
Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Ignoró los
crímenes cometidos contra los jóvenes opositores en los años 2014 y 2017, entre
ellos el de Juan Pablo Pernalete, y los asesinatos del concejal Fernando
Albán y el capitán Rafael Acosta Arévalo, entre muchas otras víctimas de la
represión de los cuerpos de seguridad. Convalidó el fraude de 2018,
cuando Maduro atropelló la Constitución convocando unas elecciones ilegales que
fueron rechazadas por gran parte de los países democráticos del mundo. A Lula,
además, no le importa que en Venezuela durante la era de Maduro se hayan
cerrado varios centenares de medios de comunicación radiales, televisivos e
impresos privados, mientras la hegemonía comunicacional del régimen se
acrecienta día a día en todo el territorio nacional. Tampoco le importa que el
régimen haya construido una ‘oposición’ a su imagen y semejanza,
utilizando como ariete el TSJ, la Contraloría de la República y el CNE, órganos
del Estado que despojan a los partidos de sus legítimos dirigentes, entregándoles
las organizaciones a agentes asociados con el Gobierno, a quinta columnas; o
inhabilitan, a través de procedimientos administrativos amañados, a algunos de
los líderes más reconocidos y respetados por los ciudadanos. A Lula, antiguo
dirigente sindical, tampoco le inquieta que Maduro persiga y encarcele a
dirigentes sindicales y obreros que luchan por las reivindicaciones de la clase
trabajadora.
Si
Cuba le parece una democracia y Nicaragua una democracia con ‘problemas’, no
hay que sorprenderse de que Lula considere democrático el esquema que impera en
Venezuela. Es parte de su ambivalencia y cinismo.
Nadie
construye una ‘narrativa’ acerca de la vocación antidemocrática de Maduro. Es
la realidad. Al igual que las inclinaciones dictatoriales de Bolsonaro, puestas
de manifiesto en la toma de Planalto. Bolsonaro es un autócrata por su
comportamiento, no porque le hayan inventado una mentira. Lo mismo sucede con
Maduro.
Es una
pena la postura de Lula. Brasil debería jugar un papel crucial en la
preservación de la democracia en el continente y en la recuperación de
las libertades en Venezuela.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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