Marta de la Vega 01 de junio de 2023
@martadelavegav
El
liberalismo es primero filosófico. En el siglo XVII inglés dos pensadores que
hoy siguen vigentes en varios sentidos, Thomas Hobbes y John Locke, a pesar de
estar en posiciones contrapuestas en relación con el tema del poder y del
Estado, asumen ambos dos principios fundamentales que construyeron el inicio de
la modernidad: todos los hombres son por naturaleza libres e iguales.
Se ejerce el poder como consecuencia de un pacto de donde surge una
Constitución que va a regir la vida social mediante normas o leyes explícitas o
positivas.
Es mediante un contrato social entre ciudadanos como se organiza la sociedad. Ya sea como lo comprende Locke, entre estos y un soberano a quien se le delega el poder individual porque la sociedad les es preexistente; ya sea entre los ciudadanos que escogen a un soberano fuera del pacto como resultado de la necesidad de seguridad y paz, en la óptica hobbesiana. La sociedad es una construcción artificial que asegura una convivencia social pacífica por coacción, a fin de preservar la vida y prosperar porque en su estado natural “el hombre es un lobo para el hombre”.
La
visión ética pesimista de Hobbes en relación con el comportamiento humano lo
obliga a imaginar un poder omnímodo e incondicionado para contrarrestar la
fuerza, pulsión o voluntad de dominación de cada uno de los individuos para
imponerse sobre los otros. Gracias a la razón que todas las personas poseen, se
escoge pactar la convivencia civilizada. Sin tal pacto habría una guerra de
todos contra todos. Basado en los principios liberales mencionados nace
el Leviatán de Hobbes, derrotado históricamente al justificar
el absolutismo monárquico.
Locke,
en cambio, desde los fundamentos del liberalismo filosófico como punto de
partida, con la libertad e igualdad de todos
los seres humanos, a su vez por naturaleza seres sociales, sienta las
bases del liberalismo político, que a su vez abre el horizonte a la
democracia representativa y liberal, la cual es ante todo un poner límites al
poder de los gobernantes; esboza por ello la división tripartita de poderes,
separados y autónomos entre sí para que haya pesos y contrapesos que impidan el
poder absoluto del soberano.
Roto
el absolutismo inglés, surge la monarquía constitucional, con un gobierno parlamentario.
En el siglo XVIII,
Montesquieu
va a delimitar estos tres poderes con mayor eficacia en su Espíritu de
las leyes. Se consolidan, además del pluralismo y la tolerancia como
valores propios de las democracias liberales, la necesidad de un marco legal
constitucional, el Estado de derecho, rendición de cuentas y la alternabilidad
en la función pública, es decir cargos temporales de los gobernantes.
Vale
destacar que dos de los reformadores más radicales, Juan Jacobo Rousseau, del
siglo XVIII y Augusto Comte, de la primera mitad del siglo XIX, se llamaban a
sí mismos liberales de pensamiento, pero eran antidemocráticos tanto política
como económicamente. Y antiliberales en lo económico. En ambos está en germen
el totalitarismo del siglo XX.
El
liberalismo económico no forzosamente significa democracia, aunque la
democracia implica también la libertad económica; resulta del quiebre del
monopolio y concentración del poder del Estado absolutista. Se afirma desde la
segunda mitad del siglo XVIII, es sistematizado por primera vez por Adam Smith
con su famoso libro de 1776 que da lugar al capitalismo liberal; se afianza a
partir de la revolución francesa de 1789, que agrega la fraternidad universal
a los principios filosóficos originarios del liberalismo.
El
liberalismo económico se consolidó en el siglo XIX pese a algunos signos
inquietantes que explican la aparición de un “Estado social de derecho” que
superara el Estado liberal, cuyo colapso en 1929 significó la Gran Depresión
con repercusiones internacionales graves. Solo en la mitad del siglo XX
adquiere concreción la “fraternidad” con las políticas públicas del capitalismo
regulado por el Estado desde el “Estado de Bienestar”, cuando aparece un “nuevo
trato” (New deal).
Los
populismos dirigistas y estatistas son la modalidad latinoamericana
distorsionada del Welfare State. Así se ha desarrollado
funestamente la Venezuela populista y con vocación hegemónica. Si apuntamos a
reconstruir el país y sus instituciones ¿Estaremos preparados para ser
liberales y democráticos a fin de superar las perniciosas costumbres de un
Estado anti-democrático y anti-liberal?
Gracias
a comentarios de mis lectores agrego: hoy tenemos el gran riesgo de valores y
principios esfumados en una sociedad abierta, defensora de las libertades
individuales y civiles, de la igualdad de oportunidades, del pluralismo, la
diversidad y la tolerancia. El liberalismo globalizado ha sido degradado por la
anomia moral y ha sido confundido solo con libertades económicas, de manera
excluyente y asimétrica. No se trata solo de libertad, que sin derechos humanos
envilece a las sociedades y es antidemocrática, es decir, dictatorial o
autocrática. El liberalismo es respeto; es más que liberalismo económico para
que sea democrático.
Marta
de la Vega
@martadelavegav
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