Francisco Fernández-Carvajal 17 de junio de 2023
@hablarcondios
— Un adelanto del Cielo.
— Participación en la Vida que nunca
acaba.
— María y la Eucaristía.
I. Iesu,
quem velatum nunc aspicio... Jesús, a quien ahora veo escondido, te pido que se
cumpla lo que tanto ansío: que al mirarte, con el rostro ya descubierto, sea yo
feliz con la visión de tu gloria. Amén1.
Un día, por la misericordia divina, veremos a Jesús cara a cara, sin velo alguno, tal como está en el Cielo, con su Cuerpo glorificado, con las señales de los clavos, con su mirada amable, con su actitud acogedora de siempre. Le distinguiremos enseguida, y Él nos reconocerá y saldrá a nuestro encuentro, después de tanta espera. Ahora le vemos escondido, oculto a los sentidos. Lo encontramos cada día en mil situaciones: en el trabajo, en los pequeños servicios que prestamos a quienes están junto a nosotros, en todos los que comparten con nosotros la misma fatiga y los mismos gozos... Pero le hallamos sobre todo en la Sagrada Eucaristía. Allí nos espera y se nos da por entero en la Comunión, que es ya un adelanto de la gloria del Cielo. Cuando le adoramos, tomamos parte de la liturgia que se celebra en la Jerusalén celestial, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios Padre. Aquí en la tierra nos unimos ya al coro de los ángeles que le alaban sin fin en el Cielo, pues este sacramento «aúna el tiempo y la eternidad»2.
La
Sagrada Eucaristía es ya un adelanto y garantía del amor que nos aguarda; en
ella «se nos da una prenda de la gloria futura»3.
Nos da fuerzas y consuelo, nos mantiene vivo el recuerdo de Jesús, es el viático,
las «viandas» necesarias para recorrer el camino, que en ocasiones puede
hacerse cuesta arriba. «Al anunciar la Iglesia en la celebración eucarística la
muerte del Señor, proclama también su venida. Anuncio que va dirigido al mundo
y a sus propios hijos, es decir, a sí misma»4.
Nos recuerda que nuestros cuerpos, recibiendo este sacramento, «no son ya
corruptibles, sino que poseen la esperanza de la resurrección para siempre»5.
El Señor lo reveló claramente en la sinagoga de Cafarnaún: El que come
mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día6.
Jesús,
a quien ahora vemos oculto –Iesu quem velatum nunc aspicio...–, no ha
querido esperar el encuentro definitivo, que tendrá lugar después de la jornada
de trabajos aquí en la tierra, para unirse íntimamente con nosotros. Ahora, en
el Santísimo Sacramento, nos hace entrever lo que será la posesión en el Cielo.
En el Sagrario, oculto a los sentidos pero no a la fe, nos espera en cualquier
momento en que queramos visitarle. «Allí está como detrás de un muro, y desde
allí nos mira como a través de celosías (Cant 2, 9). Aun cuando
nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se encuentra realmente
presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le
deseemos. Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de este
modo entregársenos completamente y vivir así unido a nosotros»7.
II. El
Señor nos enseña con frecuencia en el Evangelio que muchas cosas que nosotros
consideramos reales y definitivas son como imágenes y copias de las que nos
aguardan en el Cielo. Cristo es la verdadera realidad, y el Cielo es la Vida
auténtica y definitiva; la felicidad eterna, la que realmente tiene contenido,
a cuya sombra la de esta vida no es sino un mal sueño. Cuando el Señor nos
dice: El que come de este pan vivirá para siempre8,
nos habla del Alimento por excelencia y de la Vida que
nunca acaba y que es la plenitud del existir.
Para
agradecer de todo corazón el inmenso regalo de Jesús presente en la Sagrada
Eucaristía, pensemos que se nos da ya como Vida definitiva, como anticipo de la
que tendremos un día para siempre en la eternidad; ante esta consideración,
«todo el clamor y el estrépito de las calles, todas las grandes fábricas que
dominan nuestros paisajes –escribe R. Knox–, son solo ecos y sombras si
pensamos por un momento en ellas a la luz de la eternidad; la realidad está
aquí, está encima del altar, en esa parte del mismo que nuestros ojos no pueden
ver ni nuestros sentidos distinguir. El epitafio colocado en la tumba del
Cardenal Newman debería ser el de todo católico –afirma este autor
inglés–: Ex umbris el imaginibus in veritatem, desde las sombras y
las apariencias hacia la verdad. Cuando la muerte nos lleve a otro mundo, el
efecto no será el de una persona que se duerme y tiene sueños, sino el de una
persona que se despierta de un sueño a la plena luz del día. En este mundo
estamos tan rodeados por las cosas de los sentidos, que las tomamos por la
realidad absoluta. Pero algunas veces tenemos un destello que corrige esta
perspectiva errónea. Y, sobre todo, cuando vemos al Santísimo Sacramento
entronizado, debemos mirar a ese disco blanco que brilla en la Custodia como si
fuera una ventana a través de la cual, por un momento, llega hasta aquí la luz
del otro mundo»9, el que contiene toda plenitud.
Cuando
contemplamos la Sagrada Forma en el altar o en la Custodia, vemos a Cristo
mismo que nos anima y alienta a vivir en la tierra con la mirada en los Cielos,
en Él mismo, a quien veremos glorioso, rodeado de los ángeles y de los santos.
Aquí en la tierra es Cristo en persona quien acoge al hombre, maltratado por
las asperezas del camino, y lo conforta con el calor de su comprensión y de su
amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: Venid
a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré10.
Ese alivio personal y profundo, que es la única medicina verdadera de toda
nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar –al menos como
participación y pregustación– en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la
mesa eucarística11.
No dejemos de recibirle como merece.
III. Muy
próxima a Jesús encontramos siempre a Nuestra Señora: en el Cielo y aquí en la
tierra, en la Sagrada Eucaristía. Los Hechos de los Apóstoles nos
señalan que después de la Ascensión de Jesús al Cielo, María se encuentra junto
a los Apóstoles, unida a ellos –ejerciendo ya su oficio como Madre de la
Iglesia– en la oración y en la fracción del pan12,
«comulgando en medio de los fieles con el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la
Divinidad de su propio Hijo (...). María reconocía en el Cristo de la Misa y de
sus comuniones eucarísticas al Cristo de todos los misterios de la Redención.
¿Qué mirada humana osaría medir la profundidad de la intimidad en que el alma
de la Madre y la del Hijo se volvían a encontrar en la Eucaristía?»13.
¿Cómo sería la Comunión de Nuestra Señora mientras permaneció aquí en la
tierra?
Después
de su Asunción a los Cielos, María contempla cara a cara, de nuevo, a Jesús
glorioso, está íntimamente unida a Él, y en Él conoce todo el plan redentor, en
el centro del cual se hallan la Encarnación y su Maternidad divina. En torno a
Él, en el Cielo y en la tierra, los ángeles y los santos le alaban sin cesar.
María, más que todos juntos, ama y adora a su Hijo realmente presente en el
Cielo y en la Eucaristía, y nos enseña a tener en nosotros los mismos sentimientos
que Ella tuvo en Nazareth, en Belén, en el Calvario, en el Cenáculo; nos anima
a tratarle con el amor con el que Ella adora a su Hijo en el Cielo y en el
Sacramento del Altar14.
Mirando esta inmensa piedad de Nuestra Señora, podemos nosotros repetir: Yo
quisiera, Señor, recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que os
recibió vuestra Santísima Madre...
La
Virgen Santísima, cerca siempre de su Hijo, nos alienta y nos enseña a
recibirle, a visitarle, a tenerle como centro de nuestro día, al que dirigimos
frecuentemente nuestros pensamientos, al que acudimos en las necesidades. En el
Cielo, muy cerca de Jesús, veremos a María y, junto a Ella, a nuestro Padre y
Señor San José. La gloria del Cielo será, en cierto modo, la continuación del
trato que aquí en la tierra tenemos con ellos.
«Muchas
veces los autores medievales han comparado a María con la Nave bíblica que trae
el Pan desde lejos. Realmente así es. María es la que nos trae el Pan
Eucarístico; es la Mediadora; es la Madre de la vida divina que Él da a las
almas. Sobre todo, a la luz de la Maternidad espiritual de María nos agrada
considerar las relaciones entre María y la Eucaristía; como Madre, nos dice
Ella: venid, comed el Pan que yo os he preparado, comed bastante, que os dará
la vida verdadera»15.
Es la
invitación maternal que nos hace llegar en estos días en los que todavía
tenemos presente la pasada festividad del Corpus et Sanguis Christi y
siempre.
1 Himno Adoro
te devote. —
2 Pablo
VI, Breve Apost. al Cardenal Lercaro, 16-VII-1968. —
3 Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47. —
4 M.
Schmaus, Teología dogmática, Rialp, 2ª ed., Madrid 1963,
vol. VI, p. 448. —
5 San
Ireneo, Contra las herejías, 1, 4, 18. —
6 Jn 6,
54. —
7 San
Alfonso Mª de Ligorio, Práctica del amor a Jesucristo, 2.
—
8 Jn 6,
58. —
9 R
. A. Knox, Sermones pastorales, p. 435. —
10 Mt 11,
28. —
11 Cfr. Juan
Pablo II, Homilía 9-VII-1980. —
12 Hech 2,
42. —
13 M.
M. Philipon, Los sacramentos en la vida cristiana, pp.
139-140. —
14 Cfr. R.
M. Spiazzi, María en el misterio cristiano, p. 202. —
15 Ibídem,
pp. 203-204.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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