Francisco Fernández-Carvajal 08 de julio de 2023
@hablarcondios
— El ejemplo de Cristo.
— Ser compasivos y misericordiosos. La
carga del pecado y de la ignorancia.
— Acudir a Cristo cuando nos resulte más
costoso el peso de la vida. Aprender de Santa María a olvidarnos de nosotros
mismos.
I. De manera
bien diferente a como muchos fariseos se comportaban con el pueblo, Jesús viene
a librar a los hombres de sus cargas más pesadas, echándolas sobre Sí
mismo. Venid a Mí todos los fatigados y agobiados -dice Jesús
a los hombres de todos los tiempos-, y Yo os aliviaré. Tomad mi yugo
sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga
ligera1.
Junto a Cristo se vuelven amables todas las fatigas, todo lo que podría ser más costoso en el cumplimiento de la voluntad de Dios. El sacrificio junto a Cristo no es áspero y rebelde, sino gustoso. Él llevó nuestros dolores y nuestras cargas más pesadas. El Evangelio es una continua muestra de su preocupación por todos: «en todas partes ha dejado ejemplos de su misericordia»2, escribe San Gregorio Magno. Resucita a los muertos, cura a los ciegos, a los leprosos, a los sordomudos, libera a los endemoniados... Alguna vez ni siquiera espera a que le traigan al enfermo, sino que dice: Yo iré y le curaré3. Aun en el momento de la muerte se preocupa por los que le rodean. Y allí se entrega con amor, como víctima de propiciación por nuestros pecados; y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo4.
Nosotros
debemos imitar al Señor: no solo no echando preocupaciones innecesarias sobre
los demás, sino ayudando a sobrellevar las que tienen. Siempre que nos sea posible,
asistiremos a otros en su tarea humana, en las cargas que la misma vida impone:
«Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por
Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de
que estás haciendo más de lo que en justicia debes.
»—¡Esto
sí que es fina virtud de hijo de Dios!»5.
Nunca
deberá parecernos excesiva cualquier renuncia, cualquier sacrificio en bien de
otro. La caridad ha de estimularnos a mostrar nuestro aprecio con hechos muy
concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de aligerar a los demás de algún
peso, de proporcionar alegrías a tantas personas que pueden recibir nuestra
colaboración, sabiendo que nunca nos excederemos suficientemente.
Liberar
a los demás de lo que les pesa, como haría Cristo en nuestro lugar. A veces
consistirá en prestar un pequeño servicio, en dar una palabra de ánimo y de
aliento, en ayudar a que esa persona mire al Maestro y adquiera un sentido más
positivo de su situación, en la que quizá se encuentre agobiada por hallarse
sola. Al mismo tiempo, podemos pensar en esos aspectos en los que de algún
modo, a veces sin querer, hacemos un poco más onerosa la vida de los demás: los
caprichos, los juicios precipitados, la crítica negativa, la falta de
consideración, la palabra que hiere.
II. El
amor descubre en los demás la imagen divina, a cuya semejanza hemos sido
hechos; en todos reconocemos el precio sin medida que ha costado su rescate: la
misma Sangre de Cristo6.
Cuanto más intensa es la caridad, en mayor estima se tiene al prójimo y, en
consecuencia, crece la solicitud ante sus necesidades y penas. No solo vemos a
quien sufre o pasa un apuro, sino también a Cristo, que se ha identificado con
todos los hombres: en verdad os digo, cuanto hicisteis a uno de estos
hermanos míos más pequeños, a Mí lo hicisteis7.
Cristo se hace presente en nosotros en la caridad. Él actúa constantemente en
el mundo a través de los miembros de su Cuerpo Místico. Por eso, la unión vital
con Jesús nos permite también a nosotros decir: venid a Mí todos los
fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré. La caridad es la realización del
Reino de Dios en el mundo.
Para
ser fieles discípulos del Señor hemos de pedir incesantemente que nos dé un
corazón semejante al suyo, capaz de compadecerse de tantos males como arrastra
la humanidad, principalmente el mal del pecado, que es, sobre todos los males,
el que más fuertemente agobia y deforma al hombre. La compasión fue el gesto
habitual de Jesús a la vista de las miserias y limitaciones de los
hombres: Siento compasión de la muchedumbre...8,
recogen los Evangelistas en tonos diversos. Cristo se conmueve ante toda suerte
de desgracias que encontró a su paso por la tierra, y esa actitud
misericordiosa es su postura permanente frente a las miserias humanas
acumuladas a lo largo de los siglos. Si nosotros nos llamamos discípulos de
Cristo debemos llevar en nuestro corazón los mismos sentimientos misericordiosos
del Maestro.
Pidamos
al Señor en nuestra oración personal la ayuda de su gracia, para sentir
compasión, en primer lugar, por aquellos que sufren el mal inconmensurable del
pecado, los que están lejos de Dios. Así entenderemos cómo el apostolado de la
Confesión es la mayor de las obras de misericordia, pues damos la posibilidad a
Dios de verter su perdón generosísimo sobre quien se había alejado de la casa
paterna. ¡Qué gran carga quitamos a quien estaba oprimido por el pecado y se
acerca a la Confesión! ¡Qué gran alivio! Hoy puede ser un buen momento para
preguntarnos: ¿a cuántas personas he llevado a hacer una buena Confesión?, ¿a
qué otras puedo ayudar?
Quitar
cargas a quienes viven más estrechamente ligados a nuestra vida por tener la
misma fe, el mismo espíritu, los mismos lazos de sangre, el mismo trabajo...:
«mirad, ciertamente, por todos los indigentes con benevolencia general –insiste
San León Magno–, pero acordaos especialmente de los que son miembros del Cuerpo
de Cristo y nos están unidos por la unidad de la fe católica. Pues más debemos
a los nuestros por la unión en la gracia que a los extraños por la comunidad de
naturaleza»9.
Aliviemos
en la medida en que nos sea posible a tantos que soportan la dura carga de la
ignorancia, especialmente de la ignorancia religiosa, que «alcanza hoy niveles
jamás vistos en ciertos países de tradición cristiana. Por imposición laicista
o por desorientación y negligencia lamentables, multitudes de jóvenes
bautizados están llegando a la adolescencia con total desconocimiento de las
más elementales nociones de la fe y la Moral y de los rudimentos mismos de la
piedad. Ahora, enseñar al que no sabe significa, sobre todo, enseñar a los que
nada saben de Religión, significa “evangelizarles”, es decir, hablarles de Dios
y de la vida cristiana»10.
¡Qué peso tan grande el de aquellos que no conocen a Cristo, que han sido
privados de la doctrina cristiana o están imbuidos del error!
III. No
encontraremos camino más seguro para seguir a Cristo y para encontrar la propia
felicidad que la preocupación sincera de liberar o aligerar de su lastre a
quienes van cansados y agobiados, pues Dios dispuso las cosas «para que
aprendamos a llevar las cargas unos de otros; porque no hay ninguno sin
defecto, ninguno sin carga; ninguno que sea suficiente para sí, nadie tampoco
que sea lo suficiente sabio para sí»11.
Todos nos necesitamos. La convivencia diaria requiere esas mutuas ayudas, sin
las cuales difícilmente podríamos ir adelante.
Y si
alguna vez nos encontramos nosotros con un peso que nos resulta demasiado duro
para nuestras fuerzas, no dejemos de oír las palabras del Señor: Venid
a Mí. Solo Él restaura las fuerzas, solo Él calma la sed. «Jesús dice ahora
y siempre: Venid a Mí todos los que andáis fatigados y agobiados, y Yo
os aliviaré. Efectivamente, Jesús está en una actitud de invitación, de
conocimiento y de compasión por nosotros; es más, de ofrecimiento, de promesa,
de amistad, de bondad, de remedio a nuestros males, de confortador y, todavía
más, de alimento, de pan, de fuente de energía y de vida»12.
Cristo es nuestro descanso.
El
trato asiduo con Nuestra Madre Santa María nos enseña a compadecernos de las
necesidades del prójimo. Nada le pasó inadvertido a Ella, porque hasta los más
pequeños apuros se hicieron patentes ante el amor que llenó siempre su Corazón.
Ella nos facilitará el camino hacia Cristo cuando tengamos más necesidad de
descargar en Él nuestras preocupaciones: «sacarás fuerzas para cumplir
acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los
hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y
de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo
mismo»13.
1 Mt 11,
28-30. —
2 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 25, 6.
—
3 Mt 7,
7. —
4 1
Jn 2, 2. —
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 440 —
6 Cfr. 1
Pdr 1, 18. —
7 Mt 25,
40 —
8 Mc 8,
2. —
9 San
León Magno, Sermón 89. —
10 J.
Orlandis, 8 Bienaventuranzas, EUNSA, Pamplona
1982, pp. 104-105. —
11 T.
Kempis, Imitación de Cristo, Madrid 1873, I, 16, 4 —
12 Pablo
VI, Homilía 12-VI-1977. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 293.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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