Fernando Mires 04 de marzo de 2024
@FernandoMiresOl
La
sala de espera del centro médico estaba llena; un panal de microbios y
bacterias. Así que dije a la recepcionista que yo iba a esperar afuera, en la
calle, y que me llamara cuando llegara mi turno, por favor. Afuera esperaba
otro paciente, fumando.
Después
de un breve intercambio de palabras acerca del tiempo atmosférico, me contó que
él estaba ahí por culpa del alcohol. Antes de que yo preguntara, agregó que él
no era alcohólico. Una copa de vino al almuerzo, una o dos en la cena como
cualquier sudeuropeo, y punto. Pero el médico había detectado que, como
consecuencia del vino, se explicaban esos vértigos cada vez más violentos que
había comenzado a sufrir a partir de una determinada edad. Pero a la vez, al
dejar de beber vino, después de haberlo hecho durante tanto tiempo, le habían
sobrevenido incomprensibles miedos, sobre todo a la muerte. El vino había
pasado a formar parte de mi naturaleza, sentenció; y todos los días mi
naturaleza reclamaba su porción de vinito, de ahí la ansiedad. Entonces, yo le
dije, eso significa que usted hizo un negocio: cambió sus vértigos por el
estado de ansiedad. Así es, respondió. Pero el negocio no era malo. Del
vértigo, si tomo vino, no se sale. En cambio, de la ansiedad, puede que sí. Por
eso estoy aquí. En ese momento lo llamaron; hasta la vista, y que le vaya bien.
No somos los que somos sino lo que llegamos a ser
De
regreso, caminando hacia mi casa, me tintineaba la frase: “el vino pasó a
formar parte de mi naturaleza”. El tema, aparte de cierta comicidad, no carecía
de interés. No tanto por el caso del paciente de marras, sino porque él, en mi
opinión, había actualizado en formato personal una discusión muy actual. Me
refiero a la que tiene que ver con "la naturaleza de la naturaleza
humana”. Creo que aquí debo explicarme:
Desde
hace algún tiempo, más bien como consecuencia del aparecimiento de movimientos
socio-sexuales en los países democráticos del occidente político, la mayoría
englobados bajo la sigla LGTBIQ+, ha cobrado cierta intensidad la
discusión entre los partidarios de la sexualidad biológica y los defensores de
la orientación sexual post-biológica (sexo y género). Los sectores más
conservadores no aceptan a la segunda como sexualidad natural, sino más bien,
como deformación antinatural. Los sectores llamados progresistas, en cambio,
afirman vehementemente que la orientación sexual, en todas sus variantes, es
natural al ser humano.
Puede
que parezca extraño, pero los dos puntos de vista parten de una premisa común,
a saber, que hay una naturaleza humana objetiva a la que cada uno cree conocer
mejor que el otro. Visto así, el interesante paciente sudeuropeo para quien
beber vino había pasado a formar parte de su naturaleza, habría golpeado en la
cabeza del clavo con una tercera posición. La naturaleza no es lo que
uno es sino lo que uno llega a ser, podría haber sido su tesis no
enunciada. Ese “llegar a ser” es también la diferencia entre los seres humanos
con los escorpiones.
El escorpión del muy conocido cuento no podía sino comerse al sapo que le había
salvado la vida pues comer sapos es parte de la naturaleza de los escorpiones.
Sin embargo, tomar o no tomar vino no está en la naturaleza del ser humano,
pero sí, y este es el punto, puede ser integrado en su naturaleza, de tal modo
que, faltando el vino –era el caso del paciente- la naturaleza protesta a
través del estallido de una ansiedad y, al ingerir vino, la naturaleza protesta
mediante vértigos. Razón suficiente para pensar que en el ser humano no hay una
naturaleza sino al menos dos, y en el caso del paciente, ambas se habían
peleado entre sí, lo que también es muy humano. Podríamos hablar entonces de
una naturaleza originaria, (la del que no toma vino) y la naturaleza adquirida,
(la del que toma vino). El ejemplo puede ser aplicado en otras esferas de la
vida, incluyendo las más elementales: la sexualidad, y por cierto, la
gastronomía, las dos muy dependientes de la cultura en la que nos
desenvolvernos. ¿Adónde voy con estos ejemplos? Quienes me conocen lo
saben. Voy, como suele suceder, a la política. O más bien, a la política de
nuestro tiempo, dominado por creencias inseparables a las personas y, en menor
medida, por ideas, las que al serlo tales, son separables.
Dime
en lo que crees, eso eres.
El
lector avisado advertirá que estoy conectando con Ortega y Gasset,
particularmente con la más conocida de sus tesis contenidas en su libro Ideas
y Creencias. Esa tesis dice así: “las ideas se tienen, en las creencias
estamos”. Ahora, según Ortega, hay dos tipos predominantes de creencias: una
son las religiosas, las otras ideológicas. Las primeras están formadas por
revelaciones inapelables. Las segundas por ideas inapelables. La
inapelabilidad entonces es el nexo que une a las religiones con esos sistemas
de ideas congeladas llamadas ideologías. En tal sentido podríamos señalar
que hay una relación de parentesco entre religiones e ideologías, relación que
ha hecho creer a muchos que las ideologías son religiones secularizadas,
o sea, religiones sin dioses. Pero este no es ahora el tema.
El
tema por ahora es que tanto religiones, ideologías e ideas son propiedades muy
humanas, y lo son hasta el punto de afirmar que son parte de nuestra naturaleza
pues las tres vienen del pensamiento, y lo más propio a la naturaleza humana es
el pensar. Lo dice el Evangelio según San Juan: al comienzo fue La Palabra (el
Verbo, el Logos, el Pensamiento). Antes de que haya habido religiones, si
seguimos a Juan, alguien pensó en Dios o a los dioses, es decir, tuvo una idea
acerca de Dios (otros nos hablan de presentimiento)
No
obstante, aunque religiones, ideologías e ideas vienen del pensamiento, hay una
diferencia radical entre las dos primeras con respecto a la tercera. Y es la
siguiente: las ideas, despojadas de ideologías y religiones, necesitan de la
duda (quien no duda no piensa). Las religiones y las ideologías, en
cambio, limitan el espacio de la duda. Por eso las religiones e ideologías nos
sostienen y nos definen ("estamos en ellas", según Ortega) y en las
ideas, suele suceder, nos perdemos; a veces sin posibilidad de regreso. Esa es
la razón por la cual tantos políticos, para ganar adhesiones, actúan sobre el
campo de de lo ideológico e incluso de lo religioso. Un político que ofrece
dudas nunca será bien compensado. Ahí esta también la razón que explica el
constante conflicto que se da entre los políticos de profesión -que todo lo
saben- y los verdaderos intelectuales -que solo saben que nada saben-.
Las
creencias, en formato religioso o ideológico, conforman las identidades pues,
como decía Ortega, en las creencias estamos y las ideas las tenemos.
Continuando con la tesis de Ortega, la formulación completa sería: "al
estar en las creencias, de las creencias somos".
"Dime
en lo que crees, eso eres" podría haber dicho un
filósofo griego, pero como ninguno lo dijo, lo digo yo. En el mundo de la
política tenemos muchos ejemplos. No pocos acostumbran a decir "yo soy de
izquierda" o "yo soy de derecha". Somos muy pocos los que
decimos, esta vez apoyaré a la izquierda o a la derecha. Los creyentes
ideológicos van mucho más allá: unen todo su ser con una opción transformada en
creencia y, al hacerlo, integran su creencia en su naturaleza mental del mismo
modo como el paciente que dio comienzo a este artículo había integrado al vino
en su naturaleza biológica. Repito entonces: no solo somos lo que somos sino
también lo que hemos llegado (o decidido) ser.
La
naturaleza del ser humano, al estar dotada del pensamiento, es cambiante,
relativa, modificable, lo que para unos es un infierno, y para otros, una
virtud. Ahora bien, cuando las creencias logran sobreponerse a las ideas en un
conjunto social o nacional, la lucha política deja de ser una lucha por
intereses o ideales y se transforma en lucha de, y por, identidades. Alcanzado
ese punto, las ideas, al dejar de ser intercambiables se transforman en
identidades inapelables, y lo peor, indiscutibles. Ahora bien, sin
discusión, no hay política. De ahí que no son pocas las ocasiones en
las que al imaginar que hacemos política, hacemos justamente lo contrario:
defender o atacar identidades convertidas en creencias. Particularmente notorio
aparece este fenómeno en los extremos políticos, en los mal llamados
"radicales", ya sean de izquierda o de derecha. ¿Ha intentado
discutir usted con un comunista o con un fascista? Si no lo ha hecho todavía,
no lo haga. Es más fácil convencer a un drogadicto que abandone las drogas a
que un extremista ponga en juego sus convicciones identitarias. Justamente en
eso pensaba mientras leía una buena novela del muy buen escritor alemán
Bernhard Schlink, titulada La Nieta.
No voy
a contar el argumento de La Nieta, pero sí la intención.
El
retorno de los nazis
La
novela La Nieta nos da a conocer de modo minucioso las formas
de ser y actuar de los neo-nazis en un pueblo del Este de Alemania de donde
proviene la nieta del personaje central, una niña impregnada por la ideología
de sus padres y que no solo no quiere, además no puede, aceptar opiniones
contrarias a las de su formación neonazi, por muy lógicas y verídicas que estas
sean.
La
novela tiene, además del literario, un valor histórico. Nos muestra como el
neonazismo, hoy representado electoralmente en AfD, no comenzó a tomar formas
después de la caída del muro, como suelen creer no pocos comentaristas
políticos, sino durante la propia dictadura comunista.
El
neo-nazismo fue adoptado por algunos ciudadanos agrarios de la RDA como
contrapartida al "internacionalismo proletario" del que se ufanaba la
clase comunista dirigente. Los primeros neo-nazis practicaban
un rabioso nacionalismo dirigido originariamente en contra de la población no
alemana, principalmente becarios estudiantiles que parecían gozar de
privilegios sociales. Allí, en comunas semiagrarias alejadas de los centros de
poder, comenzó a incubarse una protesta neo-nazi la que hoy, bajo el
amparo de las libertades que otorga la democracia liberal, ha florecido con
fuerza en casi toda Alemania del Este. De ellas AfD es solo la punta pública
visible de un iceberg que parece ser muy profundo. Asentamientos neo-nazis hay
en Schleswig Holstein, Baja Sajonia, Mecklenburg y Alte Pomerania
Hoy
ese ultranacionalismo neo-nazi no está dirigido en contra de una dictadura como
la comunista, sino en contra de una cultura democrática, a la que suponen
decadente y degenerada. Cultivan el cuerpo, celebran fiestas patrias fascistas,
niegan el Holocausto, rinden culto a la memoria de crueles nazis como Rudolf
Hess; y su objetivo es erradicar de Alemania a los judíos, pero sobre todo a la
población musulmana, incluyendo la de segunda generación. En su mayoría son
personas rudas y de escasa cultura, pero se imaginan a sí mismos como los
redentores de la historia en contra de una clase política que "odia a
Alemania" y favorece a las migraciones árabes que terminarán dictando sus
valores a la nación.
Interesante
en la narración de Schlink es que sin aspavientos nos logra presentar un cuadro
bastante diferenciado y verídico de la realidad neo-nazi, en muchos puntos muy
parecida a la de las comunas de izquierda de los años sesenta desde donde
emergieron, como hoy en la extrema derecha, terroristas fanáticos que
incorporan a su naturaleza ideológica, la razón de la muerte, la de los otros y
las de ellos mismos.
Es
cierto, la mayoría de los neo nazis están organizados en grupos aislados que se
autoalimentan ideológicamente sin, o con muy pocos contactos con el mundo
exterior. Sin embargo, en ese aislacionismo reside justamente el peligro.
Hitler también fue una persona aislada, casi un autista, un ser que hasta el
final de su vida solo establecía comunicación con quienes comulgaban en su
totalidad con sus aberrantes ideologías.
No
menos aislado que Hitler, lo fue y lo es Vladimir Putin, un hombre de infeliz
infancia, un ser formado en los aparatos de espionaje comunista, un funcionario
sin amigos ni amores, un adoctrinado en el arte de asesinar sin piedad, el que
hoy practica metódicamente desde las oficinas de su poder total. El
aislacionismo, en efecto, no impide, más bien ayuda, a que grupos
autoreferentes como son los neo-nazis (alemanes y europeos) vean en Putin a un
mesías, a un hombre que al fin reivindica los avasallados principios de la
hombría, de la patria, de la religión, de la familia, de la autoexaltación
corporal, del orden y de la voluntad de poder.
Esos
asesinos, llámense Hitler, Stalin, Putin, y tantos más, son los que hoy
intentan destruir la naturaleza democrática que parecía haber alcanzado la
política de gran parte del mundo. Y como en la novela La Nieta de
Schlink, aparecen primero en los márgenes, en aldeas, en pueblos, en asociaciones
secretas, antes de enfilar hacia el poder. Cualquiera biografía de Putin
nos muestra que así comenzó su camino.
En
cada uno de nosotros compiten diversos modos de ser, diversas naturalezas y a
veces hay que contar con que la naturaleza de la muerte, a través de sus
creencias, ideologías, e incluso religiones, logre imponerse por sobre la
naturaleza de la vida. Oponerse en contra de seres como Putin es por lo
mismo oponerse a la muerte, en este caso a la muerte de la política. La
naturaleza de la política -eso también es cierto- tampoco es la vida, pero sin
vida, no hay política. La naturaleza de la política tampoco es la muerte. La
naturaleza de la política es lo que ha llegado a ser la política. Y
hoy, ante el aparecimiento de demonios como Putin, la política es, queramos o
no, la lucha que tiene lugar entre el principio de la vida y el principio de la
muerte, representada esta última en el imperio de Putin y en sus secuaces neo
nazis, díganse estos de izquierda, como en gran parte de América Latina, o de
derecha, como en gran parte de Europa.
Fernando
Mires
@FernandoMiresOl
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