Francisco Fernández-Carvajal 15 de junio de 2024
@hablarcondios
— El
Señor realza el valor de la palabra dada. Si no existe la necesidad de un
juramento, nuestra palabra debe bastar.
— Amor
a la verdad en toda ocasión y circunstancia.
—
Fidelidad y lealtad a nuestros compromisos.
I. En tiempos de Jesús, la práctica del juramento había caído en el abuso por su frecuencia, por la ligereza con que se hacía, y por la casuística que se había originado para legitimizar su incumplimiento. Jesús sale al paso de esta costumbre, y con la fórmula pero yo os digo, que emplea con frecuencia para señalar la autoridad divina de sus palabras, prohíbe poner a Dios por testigo, no solo de cosas falsas, sino también de aquellos asuntos en los que la palabra del hombre debe bastar. Así lo recoge San Mateo en el Evangelio de la Misa1: A vosotros os debe bastar decir sí o no. El Señor quiere realzar y devolver su valor y fuerza a la palabra del hombre de bien que se siente comprometido por lo que dice.
Jurar,
es decir, poner a Dios por testigo de algo que se asegura o se promete, es
lícito, y en ocasiones necesario, cuando se hace con las debidas condiciones y
circunstancias. Es entonces un acto de la virtud de la religión y redunda en
honor del nombre de Dios. El Profeta Jeremías ya había señalado que el
juramento grato a Dios debía ser realizado en verdad, en juicio y en
justicia2; es decir, la afirmación ha de ser verdadera, formulada con
prudencia –ni ligera ni temerariamente– y referida a una cosa o necesidad justa
y buena.
Si no
lo exige la necesidad, nuestra palabra de cristianos y de hombres honrados debe
bastar, porque nos han de conocer como personas que buscan en todo la verdad y
que dan un gran valor a la palabra empeñada, en lo que se fundamenta toda
lealtad y toda fidelidad: a Cristo, a nuestros compromisos libremente
adquiridos, a la familia, a los amigos, a la empresa en la que trabajamos.
En las
situaciones normales de la vida corriente, bastará nuestra palabra para dar
toda la consistencia necesaria a lo que afirmamos o prometemos; pero la fuerza
de la palabra empeñada ha de ganarse día a día, siendo veraces en lo pequeño,
rectificando con valentía cuando nos hemos equivocado, cumpliendo nuestros
compromisos. ¿Nos conocen así en el lugar donde trabajamos, en la familia,
aquellos que nos tratan? ¿Saben que procuramos no mentir jamás, ni siquiera por
diversión, o por conseguir un bien, o por evitar un mal mayor?
II. En
las enseñanzas de Cristo, la hipocresía y la falsedad son vicios muy combatidos3,
mientras que la veracidad es una de las virtudes más gratas a Nuestro
Señor: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez4,
dirá de Natanael cuando se le acerca acompañado de Felipe. Jesucristo mismo
es la Verdad5; por
el contrario, el demonio es el padre de la mentira6.
Quienes sigan al Maestro han de ser hombres honrados y sinceros que huyen
siempre del engaño y basan sus relaciones –humanas y divinas– en la veracidad.
La
verdad se transmite a través del testimonio del ejemplo y de la palabra: Cristo
es el testigo del Padre7;
los Apóstoles8, los primeros cristianos, nosotros ahora, somos testigos de
Cristo delante de un mundo que necesita testimonios vivos. Y ¿cómo creerían
nuestros amigos y colegas en la doctrina que queremos transmitirles, si nuestra
propia vida no estuviera basada en un gran amor a la verdad? Los cristianos
debemos poder decir, como Jesucristo, que hemos venido al mundo para
atestiguar sobre la verdad9,
en un momento en que muchos utilizan la mentira y el engaño como una
herramienta más para escalar puestos, para alcanzar un mayor bienestar material
o evitarse compromisos y sacrificios; o simplemente por cobardía, por falta de
virtudes humanas. El mismo Jesús señaló el amor a la verdad como una cualidad
necesaria en sus discípulos, que lleva consigo la paz del alma, porque
la verdad os hará libres10.
Hemos
de ser ejemplares, estando dispuestos a construir nuestra vida, nuestra
hacienda, nuestra profesión, sobre un gran amor a la verdad. No nos sentimos
tranquilos cuando hay por medio una mentira. Debemos amar la verdad y poner
empeño en encontrarla, pues en ocasiones está tan oscurecida por el pecado, las
pasiones, la soberbia, el materialismo..., que de no amarla no sería posible
reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira cuando llega –disimulada o con
claridad– en ayuda del falso prestigio, de mayores ganancias en la
profesión...!; pero ante la tentación, tantas veces disfrazada con variados
argumentos, hemos de recordar, clara, diáfana, la doctrina de Jesús: sea
vuestra palabra: «Sí, sí»; «No, no»11.
Ser
veraces es un deber de justicia, una obligación de caridad y de respeto al
prójimo. Y esta misma consideración por quienes nos escuchan nos llevará en
ocasiones a no manifestar, indiscretamente, nuestros conocimientos y opiniones,
sino de acuerdo con la formación, edad, etc., de los oyentes. El amor a la
verdad que nos han confiado nos llevará a mantener firmes otras exigencias
morales, como la reserva o el secreto profesional, el derecho a la intimidad,
etc., pidiendo, si es preciso, consejo sobre el modo de actuar en casos
difíciles para defender una determinada verdad ante quien quiere acceder a ella
injustamente.
III. Al
dar nuestra palabra, en cierto modo nos damos nosotros mismos, nos
comprometemos en lo más íntimo de nuestro ser. Un cristiano, un verdadero
discípulo de Jesucristo, a pesar de sus errores y defectos, ha de ser leal,
honesto, un hombre de palabra; alguien que es fiel a
su palabra. En la Iglesia los cristianos nos llamamos fieles,
para expresar la condición de miembros del Pueblo de Dios adquirida por el
Bautismo12. Pero también fiel es la persona que inspira
confianza, de la que nos podemos fiar, aquella cuyo comportamiento corresponde
a la confianza puesta en ella o a lo que exigen de ella el amor, la amistad, el
deber, y que es fiel a una promesa, a la palabra dada...13.
En la Sagrada Escritura el calificativo fiel es atribuido a
Dios mismo, porque nadie como Él, de modo eminente, es digno de confianza: es
siempre fiel a sus promesas, no nos falla jamás. Fiel es Dios –dice
San Pablo a los Corintios–, que no permitirá que seáis tentados más
allá de vuestras fuerzas...14.
Es
fiel quien es leal a su palabra. Es leal el que cumple sus compromisos: con
Dios y con los hombres. Pero la sociedad muestra con frecuencia duda y
relativismo, ambiente de infidelidad; muchas gentes, de todas las edades,
parecen ignorar la cabal obligación de ser fieles a la palabra dada, de llevar
adelante los compromisos que se adquirieron con total libertad, de mantener una
conducta coherente con las decisiones que han tomado ante Dios o ante los
hombres: en la vida religiosa y en la vida civil. Podrán presentarse
dificultades, pero en cualquier caso la fe y la doctrina de la Iglesia, el
ejemplo de los santos, nos enseñan que es posible vivir las
virtudes: a quien hace lo que está de su parte, Dios no le niega su gracia.
Hemos
de estar firmemente persuadidos, y ayudar a los demás a estarlo, de que se
pueden vivir las virtudes con todas sus exigencias, pues se ha extendido
ampliamente una idea –a veces un sentimiento difuso– de que las virtudes, los
compromisos, son una especie de «ideales», unas metas a las que hay que tender,
pero que son inalcanzables. Pidamos fervientemente al Señor que no nos
inficcionemos nunca de ese error.
El cristiano,
ejercitándose en la lealtad, no cederá cuando las exigencias morales sean o
parezcan más fuertes. Hemos de pedir a Dios esa rectitud de conciencia: quien
cede, teóricamente «desearía» vivir las virtudes, «desearía» no pecar, pero
considera que si la tentación es fuerte o las dificultades grandes, está poco
menos que justificado ceder. Esto puede ocurrir ante los compromisos en el
trabajo, frente a la necesidad de rechazar con energía un clima de sensualidad,
al ser necesarios unos medios costosos para sacar adelante la educación de los
hijos, o el propio matrimonio, o el camino vocacional. Recordemos hoy en
nuestra oración aquella advertencia de Jesús: cayó la lluvia, llegaron
las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se
cayó porque estaba cimentada sobre roca15.
La roca es Cristo, que nos brinda siempre su fortaleza.
Fieles
a Cristo: esta es la mayor alabanza que nos pueden hacer;
que Jesucristo pueda contar con nosotros sin limitaciones de circunstancias o
de futuro, y que nuestros amigos sepan que no les fallaremos, que la sociedad a
la que pertenecemos se pueda apoyar, como en cimiento firme, en los pactos que
hemos suscrito, en la palabra empeñada de modo libre y responsable. «Cuando
viajáis de noche en ferrocarril, ¿no habéis pensado nunca de pronto que la vida
de varios centenares de personas está en manos de un maquinista, de un
guardagujas que, sin cuidarse del frío y del cansancio, están en su puesto? La
vida de todo un país, la vida del mundo, dependen de la fidelidad de los
hombres en el cumplimiento de su deber profesional, de su función social, de
que cumplan fielmente sus contratos, que sostengan la palabra dada»16,
sin necesidad de poner a Dios por testigo, como hombres cabales.
A
vosotros os debe bastar decir sí o no. Hombres de palabra, leales
en el cumplimiento de los pequeños deberes diarios, sin mentiras ni engaños en
el ejercicio de nuestra profesión, sencillos y prudentes, huyendo de lo que no
es claro: honradez sin fisuras, diáfana. Si vivimos esta lealtad en lo humano,
con la ayuda de la gracia seremos leales con Cristo, que en definitiva es lo
que importa, pues quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho17;
no podríamos construir la integridad de nuestra fidelidad a Cristo sobre una
lealtad que se cuarteara cada día en las relaciones humanas.
Qué
alegría recibimos cuando en medio de una dificultad llega un amigo y nos dice:
«¡Puedes contar conmigo!». También agradará al Señor que le digamos hoy en
nuestra oración, con la sencillez de quien conoce su debilidad: Señor, ¡puedes
contar conmigo! Nos puede servir también como una jaculatoria que repitamos a
lo largo del día.
Pidamos
a María Santísima, Virgo fidelis, Virgen fiel, que nos ayude a ser
leales y fieles en nuestra conducta diaria, en el cumplimiento de nuestros
deberes y compromisos.
1 Mt 5,
33-37. —
2 Jer 4,
2. —
3 Cfr. Mt 23,
13-32. —
4 Jn 1,
47. —
5 Jn 14,
6. —
6 Jn 8,
44. —
7 Jn 3,
11. —
8 Cfr. Hech 1,
8. —
9 Jn 14,
6. —
10 Jn 8,
32. —
11 Mt 5,
37. —
12 Cfr. A.
del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, EUNSA,
Pamplona 1969, p. 28 ss. —
13 M.
Moliner, Diccionario de uso del español, Gredos, Madrid
1970, voz Fiel. —
14 1
Cor 10, 13. —
15 Mt 7,
25. —
16 G.
Chevrot, Pero Yo os digo..., Rialp, Madrid 1981, p. 180.
—
17 Lc 16,
20.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx#google_vignette
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