Francisco Fernández-Carvajal 10 de agosto de 2024
@hablarcondios
— La
Comunión restaura las fuerzas perdidas y da otras nuevas para llegar al
Cielo. El Viático.
— El
Pan de Vida. Efectos de la Comunión en el alma.
— La
frecuente o diaria recepción de este sacramento. Visita al Santísimo;
comuniones espirituales a lo largo del día.
I. Leemos en la Primera lectura de la Misa1 que el Profeta Elías, huyendo de Jetsabel, se dirigió al Horeb, el monte santo. Durante el largo y difícil viaje se sintió cansado y deseó morir. Basta, Yahvé. Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres. Y echándose allí, se quedó dormido. Pero el Ángel del Señor le despertó, le ofreció pan y le dijo: Levántate y come, porque te queda todavía mucho camino. Elías se levantó, comió y bebió, Y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios. Lo que no hubiera logrado con sus propias fuerzas, lo consiguió con el alimento que el Señor le proporcionó cuando más desalentado estaba.
El
monte santo al que se dirige el Profeta es imagen del Cielo; el trayecto de
cuarenta días lo es del largo viaje que viene a ser nuestro paso por la tierra,
en el que también encontramos tentaciones, cansancio y dificultades. En
ocasiones, sentiremos flaquear el ánimo y la esperanza. De manera semejante al
Ángel, la Iglesia nos invita a alimentar nuestra alma con un pan del todo
singular, que es el mismo Cristo presente en la Sagrada Eucaristía. En Él
encontramos siempre las fuerzas necesarias para llegar hasta el Cielo, a pesar
de nuestra flaqueza.
A la
Sagrada Comunión se la llamó Viático, en los primeros tiempos del
Cristianismo, por la analogía entre este sacramento y el viático o
provisiones alimenticias y pecuniarias que los romanos llevaban consigo para
las necesidades del camino. Más tarde se reservó el término Viático para
designar el conjunto de auxilios espirituales, de modo particular la Sagrada
Eucaristía, con que la Iglesia pertrecha a sus hijos para la última y
definitiva etapa del viaje hacia la eternidad2.
Fue costumbre en los primeros cristianos llevar la Comunión a los encarcelados,
sobre todo cuando ya se avecinaba el martirio3.
Santo Tomás enseña que este sacramento se llama Viático en
cuanto prefigura el gozo de Dios en la patria definitiva y nos otorga la
posibilidad de llegar allí4.
Es la gran ayuda a lo largo de la vida y, especialmente, en el tramo último del
camino, donde los ataques del enemigo pueden ser más duros. Esta es la razón
por la que la Iglesia ha procurado siempre que ningún cristiano muera sin ella.
Desde el principio se sintió la necesidad (y también la obligación) de recibir
este sacramento aunque ya se hubiera comulgado ese día5.
También
podemos recordar hoy en nuestra oración la responsabilidad, en ocasiones grave,
de hacer todo lo que está de nuestra parte para que ningún familiar, amigo o
colega muera sin los auxilios espirituales que nuestra Madre la Iglesia tiene
preparados para la etapa última de su vida.
Es la
mejor y más eficaz muestra de caridad y de cariño, quizá la última, con esas
personas aquí en la tierra. El Señor premia con una alegría muy grande cuando
hemos cumplido con ese gratísimo deber, aunque en alguna ocasión pueda resultar
algo difícil y costoso.
Hemos
de agradecer con obras al Señor tantas ayudas a lo largo de la vida, pero
especialmente la de la Comunión. El agradecimiento se manifestará en una mejor
preparación, cada día, y en que al recibirle lo hagamos con la plena conciencia
de que se nos dan, más aún que al Profeta Elías, las energías necesarias para
recorrer con vigor el camino de nuestra santidad.
II. Yo
soy el pan de vida, nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa6 (...). Si
alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne
para la vida del mundo.
Hoy
nos recuerda el Señor con fuerza la necesidad de recibirle en la Sagrada
Comunión para participar en la vida divina, para vencer en las tentaciones,
para que crezca y se desarrolle la vida de la gracia recibida en el Bautismo.
El que comulga en estado de gracia, además de participar en los frutos de la
Santa Misa, obtiene unos bienes propios y específicos de la Comunión
eucarística: recibe, espiritual y realmente, al mismo Cristo, fuente de toda
gracia. La Sagrada Eucaristía es, por eso, el mayor sacramento, centro y cumbre
de todos los demás. Esta presencia real de Cristo da a este sacramento una
eficacia sobrenatural infinita.
No hay
mayor felicidad en esta vida que recibir al Señor. Cuando deseamos darnos a los
demás, podemos entregar objetos de nuestra pertenencia como símbolo de algo más
profundo de nuestro ser, o dar nuestros conocimientos, o nuestro amor..., pero
siempre encontramos un límite. En la Comunión, el poder divino sobrepasa todas
las limitaciones humanas, y bajo las especies eucarísticas se nos da Cristo
entero. El amor llega a realizar su ideal en este sacramento: la identificación
con quien tanto se ama, a quien tanto se espera. «Así como cuando se juntan dos
trozos de cera y se los derrite por medio del fuego, de los dos se forma una
cosa, así también, por la participación del Cuerpo de Cristo y de su preciosa
Sangre»7. Verdaderamente, no hay mayor felicidad, ni bien mayor, que
recibir dignamente en la Sagrada Comunión a Cristo mismo.
El
alma no cesa en su agradecimientos si –combatiendo toda rutina– trae a menudo a
su mente la riqueza de este sacramento. La Sagrada Eucaristía produce en la
vida espiritual efectos parecidos a los que el alimento material produce en el
cuerpo. Nos fortalece y aleja de nosotros la debilidad y la
muerte: el alimento eucarístico nos libra de los pecados veniales, que causan
la debilidad y la enfermedad del alma, y nos preserva de los mortales, que le
ocasionan la muerte. El alimento material repara nuestras fuerzas y
robustece nuestra salud. También «por la frecuente o diaria Comunión, resulta
más exuberante la vida espiritual, se enriquece el alma con mayor efusión de
virtudes y se da al que comulga una prenda aún más segura de la eterna
felicidad»8. Del mismo modo como el alimento natural permite crecer al
cuerpo, la Sagrada Eucaristía aumenta la santidad y la unión
con Dios, «porque la participación del Cuerpo y Sangre de Cristo no hace otra
cosa sino transfigurarnos en aquello que recibirnos»9.
La
Comunión nos facilita la entrega en la vida familiar; nos impulsa a realizar el
trabajo diario con alegría y con perfección; nos fortalece para llevar con
garbo humano y sentido sobrenatural las dificultades y tropiezos de la vida
ordinaria.
El
Maestro está aquí y te llama10,
se nos dice cada día. No desatendamos esa invitación; vayamos con alegría y
bien dispuestos a su encuentro. Nos va mucho en ello.
III. Son
muchas nuestras flaquezas y debilidades. Por eso ha de ser tan frecuente el
encuentro con el Maestro en la Comunión. El banquete está preparado11 y
son muchos los invitados; y pocos los que acuden. ¿Cómo nos vamos a excusar
nosotros? El amor desbarata las excusas.
El
deseo y el recuerdo de este sacramento podemos mantenerlo vivo a lo largo del
día mediante la Comunión espiritual, que «consiste en un deseo
ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un trato amoroso como si ya lo
hubiésemos recibido»12.
Nos trae muchas gracias y nos ayuda a vivir mejor el trabajo y las relaciones
con los demás. Nos facilita tener la Santa Misa como el centro del día.
También
es muy provechosa la Visita al Santísimo, que es «prueba de
gratitud, signo de amor y expresión de la debida adoración al Señor»13.
Ningún lugar como la cercanía del Sagrario para esos encuentros íntimos y
personales que requiere la permanente unión con Cristo. Es allí donde el
coloquio con el Señor encuentra el clima más apropiado, como lo muestra la
historia de los santos, y donde nace el impulso para la oración continuada en
el trabajo, en la calle..., en todo lugar. El Señor presente sacramentalmente
nos ve y nos oye con una mayor intimidad, pues su Corazón, que sigue latiendo
de amor por nosotros, es «la fuente de la vida y de la santidad»14; nos
invita cada día a devolverle esa visita que Él nos ha hecho viniendo
sacramentalmente a nuestra alma. Y nos dice: Venid también vosotros
aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco.
Junto
a Él encontramos la paz, si la hubiéramos perdido, fortaleza para cumplir
acabadamente la tarea y alegría en el servicio a los demás. «Y ¿qué haremos,
preguntáis, en la presencia de Dios Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle
y pedirle. ¿Qué hace un pobre en la presencia de un rico? ¿Qué hace un enfermo
delante del médico? ¿Qué hace un sediento en vista de una fuente cristalina?»15.
Jesús
tiene lo que nos falta y necesitamos. Él es la fortaleza en este camino de la
vida. Pidámosle a Nuestra Señora que nos enseñe a recibirlo «con aquella
pureza, humildad y devoción» con que Ella lo recibió, «con el espíritu y fervor
de los santos».
1 1
Rey 19, 4-8. —
2 Cfr. A.
Bride, voz Viatique, en DTC, XC, 2842-2858. —
3 Cfr. San
Cipriano. De lapsis, 13; Vita Basilii, 4: PG
29, 315; Acta de los mártires, etc. —
4 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 74, a. 4. —
5 Código
de Derecho Canónico, can. 921, 2. —
6 Jn 6,
48-51. —
7 San
Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de San Juan,
10, 2. —
8 Pablo
VI, Instr. Eucharísticum Mysterium, 15-VIII-1967, 37.
—
9 Ibídem,
7. —
10 Jn 11,
28. —
11 Lc 14,
16 ss. —
12 San
Alfonso Mª de Ligorio, Visitas al Santísimo Sacramento,
Introd., III —
13 Pablo
VI, Enc. Mysterium fidei, 3-IX-1965, 67. —
14 Letanías
del Sagrado Corazón; cfr. Pío XII, Enc. Haurietis
aquas, 15-V-1956, 20, 34. —
15 San
Alfonso Mª de Ligorio, o. c., 1.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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