En estos días duros e inciertos, antes que una palabra apresurada de reacción movida por mi repudio a injusticias, prefiero compartirles una reflexión desde adentro, sincera, serena. Nunca he sido de echar leña al fuego y a semanas de cumplir setenta y cuatro no va a despertar en mí una tardía vocación incendiaria.
Demócrata de convicciones humanistas cristianas, sostengo que los cambios se buscan en paz y que abierto el camino del voto, ese es el instrumento para ejercer nuestro derecho. En nuestro contexto, esa posición me ha valido incomprensiones, así como rechazos enconados de orígenes previsibles. De un lado los de quienes defienden el status quo, del otro los que quieren cambios veloces y drásticos. A unos y otros los comprendo, pero no estoy de acuerdo. Para ahorrarme extensas discusiones, basta con decir que ambas son insostenibles. Tan irreal como pretender que las cosas sigan como están es aspirar a que cambien de la noche a la mañana hacia donde deseamos.
El pueblo venezolano, pacífica y masivamente, se ha pronunciado. El número de votantes, una de las poquísimas cosas en las que hay consenso con relación al 28 del mes pasado, nos permite comprender la fuerza de ese pronunciamiento cívico, máxime si se toma en cuenta que millones de adultos venezolanos emigraron y no pudieron sufragar. Duele en el alma que esa manifestación constitucional tan poderosa pueda ser desconocida. ¿Cuál sería entonces el mensaje? No puede ser que el gentío que votó ese día cayó por inocente. Sería demasiado grave para el futuro de todos, de nuestra convivencia, de esa necesaria certeza colectiva en que teniendo diferencias, que las tenemos, somos de verdad un solo pueblo.
Comprendo los iniciales desahogos de la frustración, pero no condono la violencia, ninguna violencia. Mis derechos son inseparables de los del otro, porque se basan en la dignidad humana que nos es común. El deber de cuidar el orden, la vida, los bienes públicos y privados de todos, no legitima en absoluto desmesuras, desbordamientos, persecuciones. Los señalamientos y las delaciones entre miembros de una comunidad son síntomas abominables de un mal en el cuerpo social que necesitamos superar si queremos ser un pueblo libre y próspero.
No soy imparcial ni pretendo que se me tome por tal. Valoro que la Plataforma Unitaria y María Corina Machado, quien ganó la primaria de octubre, acordaran la candidatura de Edmundo González Urrutia y me impresiona que la gente, de todos los sectores sociales y en todas las regiones, haya captado en plazo tan corto su talante sereno, conciliador, respetuoso de la opinión ajena y de la Constitución, muy conveniente para estos tiempos tan difíciles.
En cuanto a estrategia, sin perjuicio de reconocer su valía, con Machado he tenido diferencias de intensidad diversa en estos años. Eso es muy distinto a no apreciar la gravitación de su liderazgo o a dudar de la sinceridad de su compromiso con la ruta electoral.
La situación presente es una calle ciega. Encerrarnos en ella, aparte de no llevarnos a ninguna parte, sólo empeorará las cosas, adentro y afuera. Así como tocó votar, toca ahora hablar para buscar una solución. Veo en el entorno internacional señales favorables. Habrá que hablar. Como todos los caminos políticos el de dialogar es incierto, tortuoso y puede ser largo, pero es un camino.
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