Por Salomón Raydan,
25/02/2013
Yo soy uno de esos que los amigos llaman “intelectual de izquierda”,
pero que otros más radicales llamarían “pequeño Burgués”. Calificativos fuera
de moda sin duda, pero que detrás dejan un bagaje de esperanzas más o menos
definidas. Las esperanzas de una América Latina con mayor justicia social, sin
tanta pobreza, ni cadenas, ni presos políticos, ni dictaduras.
La caída de Allende, único gobierno socialista y democrático, fue un
dolor largo y desesperado que muchos solo pudimos calmar con
la huida hacia tierras más civilizadas. Parecía que se hubiese
desvanecido la esperanza de un socialismo democrático, que nos alejara de los
horrores del comunismo soviético.
Cuando el golpe contra Allende yo apenas tenía 17 años. Recuerdo el
terror en mi casa porque no sabíamos nada de mi hermano mayor, quien como otros
tantos jóvenes, había ido a ayudar a construir el gran sueño del Sur. Pase
horas pegado a la radio esperando ingenuamente que míticos generales
aparecieran a contra-atacar a los milicos traidores. En mi joven mente forjé
fantasías de tropas populares marchando para retomar el violado Palacio de la
Moneda.
Nunca he dudado de la intervención Norteamericana en la caída de
Allende, pero poco tiempo después, ya estudiando en Inglaterra, conocí varios
militares Allendistas que debieron escapar para salvar sus vidas y quienes me
contaron una historia con bemoles interesantes.
Cogí la costumbre de pasar largas horas en un pub conversando con un
coronel Chileno, al cual la tristeza del exilio lo llevaba al gastar sus horas
tratando de explicarme las razones del golpe. Una de sus quejas más frecuente
era lo que calificaba de “insensata intromisión de Fidel Castro”. Fidel visitó
Chile en noviembre del 71 y permaneció más de 20 días, sin verdadera
consciencia de lo que eso podía significar para el gobierno popular. Era un
Fidel mucho más joven sin duda y quizás en su intimidad después de los años (no
sé si alguna vez lo hizo públicamente), haya reconocido el daño que causó al
proceso chileno su larga e imprudente estadía.
La visita de Fidel no solo fue inoportuna porque permitió unificar las
poderosas fuerzas anti allendistas, sino porque estimuló la radicalización de
grupos que apoyaban al Presidente Allende. La radicalización era torpe, no solo
porque era militar y políticamente insostenible, sino porque de profundizarse,
daría al traste con la esperanza de un socialismo democrático. La
radicalización no dejaba espacio para el sueño y abría la puerta a los
demonios.
Hace pocos vi un largo documental sobre el Golpe. En él apareció un
joven Carlos Altamirano, dirigente radical de aquellos años, quien apenas dos
días antes del levantamiento, aparecía vociferando llamados extremistas. Según
él la victoria era segura. A los minutos apareció una foto del mismo líder,
pero ya viejo y transformado. Me quedé viendo la foto y no pude dejar de
encontrar en sus ojos la tristeza larga de mi amigo el Coronel. Por mi mente
pasaron los lamentos de un hombre forzado a abandonar temprano su carrera, su
familia, sus amigos y sus sueños.
Me invadió una rara mezcla de rabia y perdón que aún me acompaña y que
resurge cada vez que oigo los gritos, las amenazas, los llamados de fusil y de
muerte sobre vida. En esos gritos hay voces muy jóvenes a los que este cuento
les sonará más bien pendejo, pero aun sin que se escuche, me toca remarcar que
no hay nada más paradójico que el triunfo de las armas, sea quien sea el que la
tiene. Escondido detrás de ese laurel, siempre está la sombra de una derrota
más profunda.
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