Por Vladimiro Mujica, 12/09/2013
Universidad de Concepción, Chile, la mañana
del 11 de septiembre de 1973. Un día de clases en apariencia normal en medio de
una tensa calma que agobiaba al país, pendiente de una creciente polarización
de la sociedad, los actores políticos y las fuerzas militares. Recuerdo con
exactitud la última ecuación que escribió nuestro instructor de física en el pizarrón
de un salón de clases que aún existe y desde el cual se vislumbraba el
monumento de la plaza central de la universidad. Cuando comenzábamos a tocar el
tema de la invariancia relativista de las ecuaciones de Maxwell el tiempo se
congeló ante la vista del tope de los cascos de los militares que habían
penetrado al recinto universitario. La frase se formó con toda claridad en mi
mente: “Esto es un golpe de Estado” El día del 11 de septiembre no terminaría
sino hasta casi un mes después, cuando la pequeña familia Mujica-Huerta
compuesta por mí, mi esposa y mi hijo salimos al filo de la madrugada en un
vuelo de la FAV enviado por el gobierno de Caldera para trasladar a los
venezolanos que estábamos refugiados en la embajada en Santiago. La frase que
acompañó el escupitajo de un soldado arrojado a nuestro paso “Lárguense
comunistas culiaos” fue el epílogo de lo que por lo demás fue un tiempo
maravilloso en el Chile de Salvador Allende, donde descubrimos la solidaridad
de un pueblo cercano y acogedor que vivía una aventura política y social que
terminó en tragedia. Fueron también los tiempos de descubrir mi vocación por la
ciencia, una deuda que tengo con mi Alma Mater chilena.
En el tiempo suspendido de ese mes fuimos
testigos de muchas cosas terribles que hicieron palidecer las humillaciones y
maltratos que nos tocó vivir a manos de los carabineros y marinos que
custodiaban la base naval de Talcahuano y la isla de la Quiriquina donde me
mantuvieron prisionero por un par de semanas. Nuestra accidentada travesía
desde Concepción hasta la embajada de Venezuela en Santiago terminó en una
estación de gasolina cuya encargada nos permitió usar el teléfono para llamar
al cónsul, que esperaba ansioso nuestra llegada en medio del toque de queda y
con un taxista que extravió el rumbo en Santiago.
La primera presencia familiar a la salida del
avión en Maiquetía fue la de mi hermano Pedro Juan, quien trabajaba para el
diario Punto y que dentro de una semana cumplirá su primer aniversario de
habernos dejado. La foto de Punto , con mi hermano cargando a su sobrino de
tres meses y dos jóvenes padres de mirada agradecida y estupefacta, es uno de
nuestros pequeños tesoros familiares.
A estas alturas debo una aclaratoria a mis
lectores.
¿Por qué me atrevo a compartir estas memorias
íntimas y familiares? La primera razón es porque quiero demostrar, más allá de
toda duda, que conozco de primera mano la historia de los acontecimientos
chilenos. La segunda, y mucho más importante, es que quiero reaccionar con
indignación frente a la usurpación que pretende la oligarquía chavista de la
figura de Salvador Allende y la distorsión de los hechos históricos que
pretende atribuirle la tragedia chilena de manera exclusiva al fascismo. Que no
quepa duda: las acciones del gobierno norteamericano, con la complicidad de los
militares fascistoides chilenos, evidenciada en decenas de documentos
desclasificados y en las propias memorias del entonces Secretario de Estado
Henry Kissinger, son repudiables para cualquier hombre de izquierda y amante de
la libertad, entre los cuales me cuento. Dicho esto, la responsabilidad por los
acontecimientos anteriores al golpe, que debilitaron al gobierno de Allende,
recae sobre sectores de la propia Unidad Popular, influenciados de manera
determinante por Fidel Castro, que distorsionaron un crucial experimento sobre
socialismo democrático. De la misma manera, culpa importante le corresponde a
los sectores de la democracia cristiana que aceptaron el chantaje de la
ultraderecha. De modo pues que la tragedia de Chile tiene muchos responsables y
lo que hace el chavismo es simplificar para engañar.
Por último, quisiera pensar que en su tumba,
tanto Allende como Neruda, y los otros muertos de Chile, sentirían vergüenza de
ser los héroes de gente que dirige un gobierno profundamente corrupto y
divorciado de los intereses de Venezuela. Muchas cosas se podrán decir de
Allende, pero nunca que presidió un gobierno donde a su amparo creció una nueva
oligarquía que engordó con los recursos del pueblo. Equivocados o no, aquellos
eran revolucionarios de verdad.
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