Monseñor
Ovidio Pérez Morales Noviembre 2013
“Todo individuo tiene derecho a la
vida, a la libertad y a la seguridad”. Esto lo leemos como artículo 3 en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos”.
“El derecho a la vida es inviolable”.
Con este artículo 43 comienza el capítulo III, “De los Derechos civiles”, en la
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
Ciertamente si se habla de derechos,
el referente a la vida viene a ser el fundamental. Quedó
estampado por ello en el Decálogo. La valoración del derecho a la vida resultó
rubricado de modo patente en el relato genesíaco, que narra la primera muerte
violenta: el asesinato de Abel por parte de
Caín. La pregunta de Dios allí es significativamente interpelante:
“¿Dónde está tu hermano?”, así como grave es el reclamo: “Clama la sangre de tu
hermano y su grito me llega desde la tierra” (Gn 3, 9-10).
En Venezuela estamos viviendo tiempos
sombríos en lo relativo al derecho a la vida. No es el caso de estas líneas
recoger datos escalofriantes, que nos colocan en un lugar bien triste en el
concierto de las naciones. Se experimenta una trágica devaluación de la vida. Y
algo muy preocupante: parece que la población se va acostumbrando y las
autoridades familiarizando con las cifras de homicidios y la hemorragia
criminal cotidiana.
Ahora bien, cuando se habla de
violación del derecho a la vida no hay que fijar la mirada sólo en los casos
“terminales” (asesinatos y matanzas). Es
preciso incluir en tal violación todo lo que
degrada culpablemente la vida, su dignidad, su calidad. Aquí cabe un
inventario de tantas formas de acabar con ella, también de dañarla corporal y
espiritualmente, de obstruir su desarrollo y expresión. En este sentido un
aspecto muy importante es el tocante a la seguridad, al ambiente, al clima de
sosiego y de paz al que tiene derecho el ser humano y la comunidad que éste
construye. Nota muy negativa en la Venezuela actual es la inseguridad reinante;
no hay que dar mayores explicaciones en este punto porque la experiencia de la
gente de este país (y la gente somos nosotros) es dolorosamente amplia al
respecto.
Todos nosotros hemos de ser defensores
y promotores de vida. Y de vida abundante. Comenzando por la propia familia y
la convivencia del vecindario. Hay, alguien, sin embargo, a quien corresponde
una peculiar y muy seria responsabilidad en este campo, como es quien ejerce
autoridad en la comunidad, ciudad o polis; y
tiene esa tarea como encargo, deber, y ¿por qué no decirlo? como empleo
remunerado. La autoridad posee el monopolio de la fuerza pública, de las armas.
Pero ¿qué sucede hoy en esta Venezuela
nuestra? Una violación constante del derecho a la vida, en su amplia acepción y
comenzando por la generación de
inseguridad pública, viene del
Gobierno mismo. No sólo por la participación de miembros de los cuerpos
de seguridad en crímenes, sino por el estímulo
a la intolerancia, el lenguaje guerrerista y de amedrentamiento que ya
es de ordinario uso en los medios oficiales. En vez de ser un factor de
serenidad y confianza, el Gobierno se ha
convertido en productor de miedo, en amenaza constante.
¿Qué se puede exigir de conducta
respetuosa y pacífica en los ambientes ciudadanos ordinarios cuando desde el
poder se amenaza y se intimida a los compatriotas, se promueve el odio entre
los venezolanos, se atiza el canibalismo político y la violencia fratricida?
Estamos frente a una inseguridad
oficializada, violatoria de un precepto constitucional básico y de un mandato
divino fundamental.
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