Rafael Luciani 8 de mayo de 2013
La praxis de Jesús puede ser
inspiradora para reconstruir espacios de reconciliación que nos devuelvan la
esperanza y nos hagan asumir opciones de vida que busquen el bien común. Seguir
el estilo de Jesús supone una «espiritualidad cristiana», no porque el sujeto
pertenezca a una determinada confesión religiosa, sino porque viva con el mismo
espíritu con el que vivió Jesús y asuma su causa por la humanización –no
violenta ni ideológica– de la sociedad. Es «cristiana» en cuanto entiende que
Jesús es paradigma del modo de relacionarnos con Dios –Padre compasivo–, y con
los demás –como hermanos.
No podemos hablar de tal espiritualidad si no
apostamos por el camino de la no violencia (Mt 5,9), si no luchamos en favor de
la justicia (Mt 5,10) y optamos por el pobre y la víctima (Lc 6,20),
independientemente de su condición moral o política, porque «en Dios no hay
acepción de personas» (Gal 2,6).
Pero, ¿cómo pudo vivir Jesús sin excluir o
violentar? Para Jesús el «amor fraterno» era la dinámica fundamental que
normaba su estilo de vida. En apariencia se trata de algo débil para quien está
acostumbrado a ejercer la autoridad que le viene de un cargo, del dinero o de
la fuerza. Pero viviendo así, Jesús logró hacer renacer la esperanza de su
pueblo, sanar los corazones agobiados y desestabilizar las prácticas sociales y
políticas establecidas. Su credibilidad y atracción venían de la libertad con
la que vivía (2 Cor 3,17).
Esto nos coloca ante un reto: querer el bien
del otro y apostar por la construcción de espacios comunes donde podamos
convivir todos. La práctica fraterna se construye mediante acciones concretas
que sanen necesidades reales: «tuve hambre…, tuve sed…, era forastero…, estaba
desnudo…, enfermo y en la cárcel» (Mt 25,42ss), lo que supone una conversión
respecto a cómo vemos al otro. El otro no es un simple objeto de lástima o
limosnas, y la clave de la fraternidad no está en «darle algo», sino en el
acercarme y hacerlo próximo –prójimo– a mi existencia, en dejarlo entrar en mi
espacio y juntos crear algo nuevo.
Podemos estar orándole a otro que no es el
Dios en quien creyó Jesús. Jesús coloca al mismo nivel dos relaciones
fundamentales: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma, con toda tu fuerza» (Dt 6,5) y «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Lev
19,18), pero las invierte. La práctica del amor que convierte al otro en
próximo a mí –mi prójimo– es la condición para encontrar el amor de Dios (Mt
22,35-40).
A Pablo le costó aprender esto. En la cárcel,
relee la relación que tuvo con Onésimo. Reconoce que fue «engendrado entre
cadenas» —como esclavo—, luego aprendió a «cargarlo en su propio corazón» —como
hijo—, hasta que finalmente lo pudo asumir como «hermano querido» (Flm). Asumir
al otro como hermano es la medida de nuestra espiritualidad y la altura de
nuestra propia humanidad (Mc 12,28-34).
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