Sebastián Edwards SÁBADO 1 DE MARZO DE 2014
El Exito de nuestra política exterior
en los años venideros no será definido por lo que suceda con las demandas
bolivianas en La Haya; tampoco por el destino del triángulo fronterizo en
Arica. El éxito de nuestra política exterior dependerá de la actitud que tome
el nuevo gobierno con respecto a las tiranías.
Se trata de un tema moral, de nuestra
posición frente a los derechos humanos, a la libertad y la democracia. Se
trata, nada menos, de poder mirarse al espejo sin vergüenza, sabiendo que se
está del lado de la justicia y de la decencia.
Chile debe denunciar en todos los
foros internacionales los atropellos, la represión, los ataques a la libertad
de prensa, y las persecuciones a las minorías. Ese debe ser nuestro norte. No
importa dónde se hayan producido los excesos, o si denunciarlos nos cree fama
de antipáticos o de arrogantes, o nos reste algunos amigos en la región
latinoamericana.
Algunos dirán que no es realista; que
seguir una política basada en principios “rígidos” nos enemistará con nuestros
vecinos; que molestará a los hermanos Castro, a Maduro y a Rafael, a Evo, a
Ortega, y a la señora K y su séquito de incondicionales. Es posible que así
sea. Y si así lo fuera, sería un costo bien pagado: el costo de defender la
dignidad de las personas.
Al seguir esta política de defensa de
los derechos humanos no se puede olvidar que Cuba sigue siendo una dictadura,
la única en el hemisferio, un anacronismo al que, sorprendentemente, cada vez
más políticos latinoamericanos miran con simpatía.
Cuba, la espina de nuestra región
El libro más importante publicado en
español el año pasado fue “Mapa dibujado por un espía” de Guillermo Cabrera
Infante (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores). Un libro póstumo y
maravilloso; kafkiano, inquietante y laberíntico, que nos recuerda que el
amedrentamiento a los intelectuales en Cuba es un asunto de vieja data, algo
que se remonta a los albores de la Revolución.
La novela narra los esfuerzos de un
escritor sin nombre -a lo largo de la historia se le conoce tan sólo como “él”-
por salir de Cuba durante la segunda mitad de 1965. Debe viajar a Barcelona
donde se le otorgará el premio Biblioteca Breve, y quiere llevar a sus dos
pequeñas hijas. (Cabrera, en efecto, ganó el preciado galardón ese año por su
inolvidable novela “Tres tristes tigres”).
Pero partir no es fácil. “El” tiene
dificultades con los pasaportes, con los visados, y con los permisos. Se le
tramita por días y semanas y meses. Recurre a amigos que ya no lo son, a
funcionarios asustados y escurridizos, y a diplomáticos que no quieren
comprometerse. Y mientras espera, visita a sus compañeros, se entera de las
últimas rencillas entre escritores, recibe a amigos que regresan de la prisión
o de los campos de trabajo, y flirtea con muchachas de caderas amplias y
sentimientos dulces. También hace malabares por conseguir alimentos para sus
hijas y su madre enferma.
La mayoría de los personajes en esta
novela son reales, y vivían en La Habana de mediados de los 60. Muchos son
revolucionarios decepcionados o en vías de serlo, homosexuales perseguidos por
los aparatos del Estado -como el gran Virgilio Piñera-, o ex combatientes
defenestrados porque sí, sin razón aparente, tan sólo por haber osado pensar
más allá de lo permitido, como el gran intelectual afrocubano Walterio
Carbonell, acosado por el régimen por hablar del “poder negro”. Son hombres y
mujeres a los que, como diría el poeta Heberto Padilla unos años más tardes, se
les pidió que entregaran los ojos “que alguna vez tuvieron lágrimas”, los
labios resecos, las piernas y, especialmente, que entregaran sus lenguas para
así “atajar el odio o la mentira.”
Nadie sabe a ciencia cierta cuándo fue
escrita esta novela. Lo que sí se sabe es que para Cabrera era una obra de
nunca acabar, sobre la que volvía una y otra vez, corrigiendo, tachando
adjetivos, deshaciéndose de comas y de adverbios. Todo sugiere que la empezó en
1968, poco después de dar una larga entrevista a la revista argentina Primer
Plano, dirigida por Tomás Eloy Martínez.
Fuera de la Revolución, nada
Después del triunfo de la Revolución,
Cabrera Infante, quien ya se había destacado como un agudo crítico de cine
-firmaba sus artículos como G. Caín-, se transformó en el director del
suplemento cultural “Lunes de Revolución”. Los años de “Lunes” -que fueron
pocos-, fueron los años de gloria de la intelectualidad cubana, antes de que
los burócratas del partido se entrometieran en la producción cultural del país,
sancionando lo que era permitido y lo que no lo era. Fueron años luminosos y de
creatividad, previos a los horribles certámenes oficiales de la Casa de las
Américas que transformaran al quehacer creativo en trámites adulatorios.
(Recuerdo con revulsión algunos de los poemas de Nicolás Guillén -Guillén “el
malo”, para Neruda.)
Pero como siempre sucede con las
dictaduras, los intelectuales resultaron ser demasiado alegres, originales, e
incontrolables. Decían lo que pensaban y, peor aún, muchas veces pensaban
pensamientos multicolores que contradecían las directrices grises y opacas del
partido.
Hasta que pasó lo que siempre pasa en
las tiranías, y los funcionarios derrotaron a los creadores. El punto de
inflexión fue el discurso de Fidel en la Biblioteca Nacional el 30 de junio de
1961. “¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas?”, se
preguntó retóricamente el Comandante. A reglón seguido contestó, “Dentro de la
Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”. Una afirmación tan
lapidaria como poco original. Mussolini ya había dicho, “Todo dentro del
Estado; nada fuera del Estado, nada en contra del Estado.”
Así de simple: fuera de la revolución
ningún derecho. Pero, claro, eso no fue todo. Quienes osaron tan siquiera
pensar en forma independiente fueron amedrentados, perseguidos, y mandados al
calabozo -pienso en Padilla, en Reynaldo Arenas, y en tanto otros.
La historia que narra Cabrera Infante
en “Mapa dibujado por un espía” sucedió en 1965. Mucho camino quedaba por
recorrer: el affaire Padilla, la “Causa Número Uno” de 1989 que terminó con el
fusilamiento del héroe de la Revolución Arnaldo Ochoa y otros tres oficiales,
el juicio circense en el que el ex ministro del Interior José Abrantes se
autoinculpó al más puro estilo estalinista, y muchos otros.
Pero en lo esencial, desde 1965 las
cosas no han cambiado mayormente. Es verdad que Yoani Sánchez tiene su blog y
es leída en el mundo entero. Pero Cuba sigue siendo una dictadura, un país
represivo donde se violan sistemáticamente los derechos humanos, sin libertad
de prensa ni protección a los derechos civiles. Y lo que es peor, algunos jefes
de gobierno de la región querrían que en sus países las cosas fueran como en Cuba.
Nicolás Maduro es el más conspicuo de los aprendices y emuladores de los
Castro. Es odioso y sibilino, y reprime sin compunción. Pero, me temo, no es el
único.
Lo que sucede en Cuba no debe
olvidarse.
No deben olvidarlo la Presidenta ni su
Canciller, ni los políticos nacionales, ni la prensa.
Pero nuestra indignación debe ir más
allá de la isla del Caribe. También debemos denunciar a tiranías lejanas, y
repudiar los actos de violencia y los abusos en Corea del Norte, en el Medio
Oriente, y en tantas naciones africanas. La decencia y la compasión así lo
exigen.
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