CRISTINA MARCANO 12 MAR 2014
El Gobierno venezolano
responde a las protestas con un inédito derroche de saña y odio. Atrapado en
sus clichés ideológicos y asesorado por los cubanos, Maduro está condenado a
fracasar como presidente y como dictador
"Las armas deben reservarse para
el último lugar, donde y cuando los otros medios no basten", sostenía
Maquiavelo. Después de su strip-tease represivo de febrero, pareciera que
Nicolás Maduro ha leído mucho Che Guevara y muy poco al estratega florentino. O
tal vez piense que ha llegado ya al último lugar.
El presidente venezolano no se ahorró
ningún recurso para atemorizar a los jóvenes manifestantes venezolanos y
convencerlos, por la fuerza, de que abandonen la calle. Incapaz de resolver sus
demandas concretas, el mandatario optó por el modus operandi de los dictadores
para intentar garantizarse una paz a la cubana, en medio de una debacle
económica y una incontenible epidemia criminal que auguran cada vez mayor
descontento y protestas.
El Gobierno desplegó todas las fuerzas
policiales, la Guardia Nacional, la Guardia del Pueblo y el Sebin
(inteligencia). Además echó mano de los autodenominados “colectivos”, grupos de
choque que han actuado en cooperación con la Guardia, especialmente después de
que les ordenara salir a defender la revolución.
Se han usado aviones Sukhoi para
intimidar a los combativos muchachos de San Cristóbal y tanques por docenas,
como si la Guardia Nacional estuviera combatiendo a terroristas de Al Qaeda y
no a veinteañeros armados, como mucho, con piedras y cócteles molotov. Día tras
día, la policía y los militares han prodigado una incesante lluvia de gases
tóxicos, aunque su uso en el control de disturbios está expresamente prohibido
por la Constitución venezolana, igual que el de armas de fuego como las que han
segado la vida de varias personas.
Maduro ordenó el arresto del dirigente
opositor Leopoldo López —ya sabemos cómo funciona la obediente justicia
venezolana—, su primer gran preso político, y una verdadera razia contra los
manifestantes, en la que han caído numerosos periodistas y algunos
desafortunados curiosos. Más de mil detenidos en un mes. Un récord que supera
los de la ola de saqueos de 1989, conocida como “El Caracazo”.
Desde el inicio de las protestas, y
seguramente para evitarnos la “zozobra”, el presidente ha ofrecido un nutrido
festival de censura que incluyó la salida del canal internacional NTN24,
amenazas a la agencia France Presse, un día de bloqueo a Twitter, la expulsión
y vejación de la principal presentadora de CNN en español y ataques a más de 70
periodistas venezolanos y extranjeros (cuatro al día, en promedio). Además de
desvaríos y mentiras olímpicas de miembros de su Gobierno que consumirían esta
página completa. Baste una anunciada por la televisión oficial: la captura de
ocho terroristas internacionales buscados por Interpol que acabaron siendo una
fotorreportera italiana y un transeúnte portugués.
Hemos visto —no por televisión,
obviamente, sino por YouTube o Twitter— brutalidad policial y abusos sin fin.
Cabezas pateadas por pesadas botas negras, mujeres golpeadas con cascos en la
cara por negarse a entregar sus móviles, huesos triturados por tacones
militares, ojos reventados por bombas lacrimógenas, cráneos fracturados por
fusiles y hermosos rostros desfigurados por descargas de perdigones a
quemarropa, como el de Geraldine Moreno, que no sobrevivió al encuentro con la
“gloriosa” Guardia Nacional, como la llamó Maduro poco después de su muerte.
Un voluminoso catálogo de atropellos e
irregularidades, seguido de excesos judiciales, documentados por diversas ONG
de derechos humanos, que han inflamado aún más a los manifestantes. Solamente
el Foro Penal Venezolano ha denunciado 40 escalofriantes casos de torturas y
tratos crueles e inhumanos. Un derroche de saña y odio desconocido para dos
generaciones.
¿Por qué Maduro decidió cazar pájaros
con misiles? ¿Por qué no intentó sofocar las protestas a la manera de su
aliada, Dilma Rousseff, presidenta de Brasil? En principio, los universitarios,
acosados por la delincuencia en sus centros de estudio, donde han robado
salones de clase completos, solo demandaban seguridad y la liberación de dos
jóvenes detenidos en una manifestación en San Cristóbal.
¿Por qué no atendió el legítimo
reclamo? ¿Acaso le convenía escalar las protestas que han arrojado 23 muertos,
de distinto signo político, y más de 300 heridos? ¿Por qué muestra esas garras
ahora, cuando aún no cumple un año en la presidencia? ¿Hubo sectores en eso que
llama Dirección Político-Militar de la revolución interesados en que cruzara
esa línea? ¿Quizá su poderoso socio militar, el capitán Diosdado Cabello,
exgolpista y jefe de la Asamblea Nacional, tan empeñado en hacerle sombra?
¿Es realmente el presidente un títere
de Cuba dispuesto a asumir el coste político —y tal vez legal— de la violación
de derechos humanos? ¿A quién va dirigida su demostración de fuerza, solo a la
oposición?
Un hecho determinante en el trágico
final de la protesta pacífica del 12 de febrero no ha sido suficientemente
aclarado. De no haber sido por los disparos de agentes del Servicio de
Inteligencia Nacional (Sebin) —que mataron a dos personas cuando la marcha
convocada por López había concluido—, no hubiera habido otro muerto más esa
noche, 23 heridos y 30 detenidos. Cinco días después, Maduro señaló que los
funcionarios incumplieron sus órdenes de acuartelarse ese día. Si es cierto, ¿a
quién obedecían entonces? ¿O es que tan solo tenían sed de matar? Todos estos
días han transcurrido en esa misma oscuridad.
El cinismo, las mentiras, la
criminalización de las protestas y de los manifestantes, la vileza de negar o
minimizar las violaciones a los derechos humanos antes de investigar y, por
último, la brutalidad judicial con que se castiga a los detenidos han provocado
una honda arrechera: esa indignación extrema tan venezolana que durante un mes
el Gobierno se ha dedicado a alimentar con gran esmero.
Sin duda, se ha producido una profunda
falla telúrica en Venezuela. Con febrero se ha ido lo poco que quedaba de
democracia, más allá del puro ejercicio electoral.
Tras un mes de incesantes protestas y
dura represión, la dirigencia opositora —afectada con la persecución política
contra López y su partido— tiene por delante el reto de encauzar esa
indignación, que por momentos parece haberles desbordado; retomar una sola
línea de acción y ofrecer esperanzas a esos jóvenes escépticos, que se sienten
exiliados en su propio país y por eso luchan con tanto coraje.
Han hecho bien en condicionar el
diálogo con el Gobierno conscientes de que las revoluciones no dialogan, se
imponen.
La poca legitimidad que tenía el
presidente para la mitad de la población que votó por la oposición se ha
desvanecido completamente. Para esos millones de venezolanos, Maduro es hoy un
esbozo bastante acabado de dictador. No un hombre fuerte. Nunca lo será. Más
bien un hombre débil, necesitado de la fuerza para infundir miedo en un
contexto que augura calles más calientes. Uno de mirada insegura, por más que
se empeñe en rugir.
Probablemente por eso se ha valido de
los temibles “colectivos”, tan parecidos a los Tonton Macoute haitianos, a los
Batallones de la Dignidad panameños, a las Brigadas de Respuesta Rápida
castristas. Pero sabe que la represión no resolverá los graves problemas de
Venezuela.
El país podrá estar divido
políticamente, pero no en la pérdida de calidad de vida. Todos padecen por
igual la inseguridad, la escasez, la inflación, la devaluación y la crisis
hospitalaria. No por diversión suenan las cacerolas en los barrios, donde los
muchos descontentos todavía no se atreven a protestar por las amenazas de los
paramilitares.
Atrapado en sus clichés ideológicos y
asesorado por los cubanos, Maduro está condenado a fracasar como presidente. No
solo arrastra una economía disfuncional y un pesado legado de corrupción, sino
que se ha atado al mismo Gabinete hipertrófico que condujo a la nación con las
mayores reservas de petróleo a la catástrofe económica.
Quizá por eso se ha precipitado a usar
la represión antes que otros medios. Tal vez, en el fondo, piensa que es la
única manera de gobernar a los insumisos venezolanos en medio de tanta
ineficacia. Sin embargo, Nicolás Maduro corre el riesgo de fracasar también
como dictador. Paradójicamente, se ha metido en una olla a presión en la que se
cocina mientras hay gente en su entorno que parece interesada en avivar el
fuego.
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