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sábado, 15 de marzo de 2014

La crisis de las ideologías

Fernando Mires 26 de julio 2011

Los grandes cambios históricos como aquel que ocurrió durante y después del derribamiento del Muro de Berlín (escribo derribamiento, no caída), dejan detrás de sí instituciones y paradigmas que corresponden a realidades pretéritas pero que, petrificados, se mantienen bajo nuevas condiciones históricas. El fin de un paradigma no significa el ocaso de sus actores, antigua tesis de Thomas Kuhn que no ha perdido vigencia.

Por razones que sería muy largo enumerar, la Guerra Fría dividió al campo científico – social latinomericano en dos grupos: uno proclive al desarrollo económico llamado capitalista, y otro que se identificaba con los esquemas de desarrollo socialista en sus diversas formas, dentro de las cuales las más decisivas eran la marxista pro-soviética, por un lado; y por otro, la tercermundista, fuertemente influida esta última por ideologías de tipo castrista y maoísta. Naturalmente aparecieron híbridos paradigmáticos. Ideólogos maoístas y castristas, por ejemplo, filtraban sus mensajes ideológicos en la retórica esotérica de instituciones donde sus miembros eran activos, llámense CEPAL, FLACSO, CLACSO, etc.

Si uno revisa las decenas de libros que se publicaron alrededor de la teoría de la dependencia desde los años setenta del siglo XX, no asombrará encontrar en ellas ideologías revolucionarias envueltas en fino papel tecnocrático. Dichas teorías ideológicas, reitero, eran correspondientes a la polarización ideológica que primaba durante la Guerra Fría. Sin embargo, habiendo llegado la Guerra Fría a su término, con la consiguiente derrota del comunismo mundial, no ha tenido lugar en los institutos académicos latinoamericanos ninguna renovación teórica que cuestione la validez de los antiguos paradigmas de acuerdo a los imperativos de las nuevas condiciones históricas. Esa es una de las razones, a mi juicio, que explica la estagnación que vive el pensamiento social latinoamericano de nuestro tiempo.

Estatismo regresivo

Iniciaré mi crítica a las ideologías vigentes en las ciencias sociales fijando una premisa. Es la siguiente:

"La mayor parte de los ideólogos políticos latinoamericanos imaginan que la hegemonía ideológica en América Latina está representada en el llamado neoliberalismo".

Aquí sostengo, en cambio, que la hegemonía en el espacio ideológico latinoamericano no está representado por grupos que adhieran a las teorías liberales clásicas o neoliberales, sino por los que manifiestan su adhesión a una suerte de estatismo a-histórico y regresivo correspondiente a la formación ideológica a la que sus representantes adhirieron durante el período de la bipolarización mundial. Ese estatismo ideológico ha continuado reproduciéndose en institutos, universidades y otras organizaciones. Pues, hemos de convenir, no hay paradigmas sin instituciones, y no hay instituciones sin actores.


En otras palabras: a diferencia de lo ocurrido en el mundo intelectual europeo, en el latinoamericano no ha habido ningún cambio radical ni en los usos epistemológicos ni en los contenidos de las doctrinas económicas y sociales que primaron desde mediados del siglo XX. Léanse por ejemplo las principales revistas de Ciencias Sociales que circulan en nuestro tiempo. La mayoría de los trabajos teóricos parecieran haber sido escritos durante los años sesenta del siglo XX. La única diferencia es la calidad, la cual hoy es mucho más baja.

De una u otra manera, los ideólogos socialistas del siglo XX eran relativamente innovadores y, desde el punto de vista marxista, nadie puede negar que sus autores no sabían lo que escribían. Teorías de inspiración trotzkista, como las del desarrollo desigual; de inspiración maoísta, como la división del mundo en metrópolis y satélites; teorías relativas a la constitución del valor-precio a escala mundial; teorías acerca del sub-imperialismo, etc. reflejaban por lo menos un a veces notable esfuerzo intelectual de parte de sus autores. Haciendo extrañas mescolanzas entre el pensamiento de Prebisch, Germani, Pinto, Jaguaribe, con las teorías macroeconómicas de Baran, Sweezy, Günder Frank, Emmanuel, autores como Cardoso, Faletto, Marini, Dos Santos, Vuscovic, y tantos otros, se las arreglaron de algún modo para aportar lo suyo. Se podía estar en desacuerdo o no con sus teorías -todos eran mecanicistas y deterministas a rabiar- y es cierto que muchas de esas teorías no han resistido el paso del tiempo; pero nadie puede negar que sus autores hicieron un esfuerzo teórico de cierta magnitud. La mayoría de ellos eran desarrollistas y "economicistas", en gran medida antipolíticos, pero eran serios. Cuando uno lee en cambio lo que hoy se escribe, por ejemplo los textos que se refieren al socialismo del siglo XXl, o al socialismo indigenista, o al socialismo militar, es imposible evitar un cierto sentimiento de vergüenza ajena. Muchos de esos textos constituyen verdaderas ofensas a la inteligencia humana. Son esos los documentos que prueban la crisis del pensamiento social latinoamericano.

Gran parte de los ideólogos estatistas actuales (no voy a nombrar a ninguno en especial) se declaran como miembros de “la izquierda”. Pero no se trata de una izquierda política, como era la que existía en el pasado reciente, sino de una que es más bien mítica. Pues la izquierda ideológica y estatista de nuestro tiempo no forma parte de ningún juego político real y concreto. Es una izquierda, en el fondo, metafísica.  Se trata, la que prima, de una elite ideológica que no entra en controversias con nadie. Y, sin embargo, pese a que no ha logrado crear durante mucho tiempo una sola idea nueva tienen, sin ser políticos, una alta significación política. De una manera u otra, la izquierda académica de nuestro continente tiene una enorme habilidad para ocupar instituciones, utilizar cargos públicos, organizarse en estructuras para-estatales y, no por último, proveer a gobiernos populistas de rimbombantes ideologías meta-históricas: justo las que esos gobiernos necesitan para intentar perpetuarse en el tiempo.

Tres falsos supuestos

He dicho que la izquierda académica latinoamericana de nuestro tiempo es una izquierda ideológica y no política. Para ahorrar malos entendidos conviene precisar que aquí las ideologías son entendidas como sistemas de ideas petrificadas con escasa comunicación con el mundo externo. Tales sistemas (ideológicos) se encuentran siempre fundados sobre la base de supuestos inamovibles. Los supuestos sobre los cuales están montados las ideologías dominantes del pensamiento social latinoamericano son, por cierto, diversos. No obstante, quisiera destacar en estas líneas tres de ellos sin cuya desactivación será muy difícil que el pensamiento social latinoamericano pueda alguna vez alcanzar el grado mínimo de libertad que requiere para continuar existiendo.

1. El primer falso supuesto es aquel que recurre al dilema relativo a que hay sólo dos alternativas de desarrollo económico social: la neoliberal y la estatista.
2. El segundo falso supuesto es el que afirma que las naciones latinoamericanas no podrán jamás desarrollarse mientras no sea derribado “el imperio”.
3. El tercer falso supuesto es el que supone que en América Latina se dan las condiciones para que allí sea realizado el socialismo que fracasó estruendosamente en Asia y en Europa.

Neoliberalismo versus estatismo

No hay palabra que haya sido más usada en las actuales ciencias sociales latinoamericanas de un modo tan indiscriminado, y sobre todo, tan aburrido, como la palabra neoliberalismo. Tanto que a veces se tiene la inevitable impresión de que sólo es utilizada como medio retórico para descalificar opiniones divergentes. Basta que alguien se atreva a criticar a algún representante de las ideologías de desarrollo estatal, para ser calificado de inmediato como neo-liberal. En gran medida, los llamados anti-neo-liberales, recurren a la palabra neoliberalismo de un modo muy parecido a los estalinistas cuando recurrían al concepto de burguesía. Todo aquello que discrepaba respecto al último informe de la URSS, era calificado por los comunistas de ayer como una representación de la ideología burguesa.

Lo dicho contrasta con el hecho objetivo de que de los ideólogos que se denominan anti-neo- liberales, ninguno ha hecho jamás una crítica seria al llamado neo liberalismo.

¿Pero qué es el neo liberalismo? En primer lugar, hay que decir que el neo liberalismo no es un cuerpo doctrinario homogéneo, sino un conjunto de diversas teorías económicas, muchas veces divergentes entre ellas. Unas, como las de Friedrich Hayek, Ludwig von Mieses, Carl Menger, se refieren fundamentalmente al significado del Estado en la economía. Las escuelas de Fribourg y Münich (Wilhelm Röpke, Alexander Rüstow), ponen el acento en la generación de los precios y de las ganancias, hasta llegar al monetarismo norteamericano de Milton Friedmann, quien sugiere controlar el área de la producción mediante el manejo de los mecanismos de la circulación de capital.

Así como las teorías económicas de Ricardo, Smith y Marx son hijas de la máquina a vapor, las llamadas teorías neoliberales de nuestro tiempo son hijas de la  robotización, de la computación, y de la digitalización. En gran medida se trata de teorías macroeconómicas reactivas, es decir, de teorías que han surgido como respuesta teórica frente a transformaciones que han tenido lugar en los procesos de producción contemporáneos. Procesos que han incorporado una tecnología extremadamente ahorrativa de fuerza de trabajo, hasta el punto que ha tenido lugar -voy a utilizar por un momento la propia terminología marxista- una alteración de las relaciones entre capital variable y constante donde el factor trabajo propiamente tal se ha convertido en un agregado secundario y no esencial, como ocurría durante el periodo basado en la producción industrial clásica. O para seguir expresándome en jerga marxista: En virtud del desarrollo  (cualitativo más que cuantitativo) de las fuerzas productivas han tenido lugar modificaciones radicales al interior de la composición orgánica del capital.

Ahora bien, el uso y abuso indebido del concepto de neoliberalismo, que tanto caracteriza a las elites “izquierdistas” del pensamiento social latinoamericano -pensamiento que trabaja todavía con las categorías propias a la era de la máquina a vapor- no concuerda en modo alguno con la presencia real de los llamados neoliberales en la gestión económica de los diversos gobiernos. Quien no me crea, pido que se tome la molestia de analizar el currículum de los ministros de finanzas y economía del continente. No hay casi ninguno, quizás ninguno, que pueda ser calificado como neo-liberal. Véanse también los nombres de los principales profesores de economía en las universidades latinoamericanas. Los así llamados neoliberales, en el sentido verdadero y no ideológico del término, constituyen una minoría absoluta. Analícense las publicaciones de instituciones académicas, económicas y sociológicas. Casi lo único que es posible encontrar en ellas son enconados ataques al neoliberalismo pero, cosa muy curiosa y sintomática, sin nombrar jamás a un solo neoliberal, como si el neo neoliberalismo no fuesen los neo liberales sino un espíritu maligno que recorre el mundo y que de pronto se apodera de los seres humanos.

En sentido estricto, la contrapartida del liberalismo o del neo liberalismo es el keynesianismo. Los ideólogos del anti-neoliberalismo no se declaran, sin embargo keynesianos. Ellos se declaran socialistas, y socialistas para ellos significa lo que siempre ha significado para todas las doctrinas antidemocráticas de todos los tiempos: el estatismo.

El socialismo ha sido y es una ideología del estatismo político. Si bien no todo estatismo es socialismo, todo socialismo, en cambio,  es estatista. Por eso no ha de sorprender que donde más uso y abuso obtiene la palabra neoliberalismo es en aquellas naciones en donde desde los respectivos gobiernos se incuban proyectos autocráticos e incluso dictatoriales.

La verdad es que la contradicción entre neo liberalismo y socialismo no existe. Es una simple invención del estatismo antidemocrático de nuestro tiempo cuyo objetivo no es otro que la apropiación del Estado a través de la alianza entre determinadas elites para-estatales y el populismo de masas. El neoliberalismo, independientemente a su existencia real, cumple la función de operar como el polo ideológico negativo que requiere el estatismo para afirmarse a sí mismo. La verdadera contradicción, si elevamos el tema al plano político, es la contradicción de siempre, la misma que ha recorrido a las naciones latinoamericanas desde los momentos de su propia fundación hasta ahora.

Esa es la contradicción entre democracia y dictadura.

La fábula del imperio

La doctrina hegemónica en el pensamiento social latinoamericano no es el neoliberalismo, es el estatismo. No obstante, como ni al interior de los diversos gobiernos ni en las principales instituciones que cobijan al pensamiento macroeconómico es posible encontrar auténticos neoliberales, los sociólogos y economistas autodenominados anti-neoliberales han inventado la fábula relativa a que el neoliberalismo viene de afuera. ¿Desde dónde? Pues, del imperio.

Pero ¿qué es un imperio? Cualquier diccionario define como imperio una nación que practica una política expansiva mediante anexiones territoriales realizadas por ejércitos de ocupación. De ahí que todos los imperios modernos, desde el británico, pasando por el otomano, hasta llegar al último imperio clásico que fue el ruso- soviético, han sido imperios coloniales. En ese sentido, los EE UU si han practicado una política territorial expansiva, ha sido mucho menor que la que han llevado a cabo naciones muy pequeñas, como por ejemplo Holanda. De tal modo que en la lista de los imperios clásicos, los EE UU están lejos de ocupar el primer lugar.

Para el marxismo post-Marx en cambio, no fue la categoría “imperio”, sino la categoría “imperialismo” la que ocupó un lugar central en sus teorías. Desde Rudolph Hilferding, pasando por Lenin y Rosa Luxemburg, hasta llegar a André Günder Frank y la teoría de la dependencia que tanto éxito tuvo en la América Latina de los setenta, el imperialismo designaba una determinada fase en el desarrollo del capitalismo mundial (la última o la penúltima, no importa aquí). El imperialismo no era una nación en particular sino un sistema económico mundial. En ese punto estaban de acuerdo todos los teóricos de la teoría del imperialismo.

El gran genio teórico que identificó el concepto imperialismo con una sola nación fue, como es sabido, Stalin. En cierto modo la tesis estalinista del "imperialismo en un sólo país" (EE UU) fue un derivado de la tesis también estalinista aunque radicalmente anti-marxista del "socialismo en un sólo país".

Stalin fue el primer estadista que habló del “imperialismo norteamericano”. Sin embargo, como toda producción teórica estalinista, sería inútil buscar una teoría coherente detrás de esa designación.

La designación de EE UU como “imperialismo norteamericano” fue una respuesta a la Doctrina Truman (1946), doctrina que cerró el paso del avance militar de la URSS en Europa occidental, en el sudeste asiático después, y en América Latina, con todas las nefastas consecuencias que todos conocemos. El término fue asumido por los partidos comunistas, y después por Castro, Che Guevara, Marulanda, Abigaín Guzmán, el Mono Jojoy, y otros benefactores de la humanidad, todos ellos empeñados en aquella locura destinada a convertir América Latina en un nuevo Vietnam.

Mao Tse Tung por su parte, aplicó el término imperialismo a la propia URSS de los años sesenta. El nuevo concepto “made in China” se llamaba “social imperialismo”.

Según la doctrina de Mao Tse Tung, el “social imperialismo soviético” era el enemigo fundamental de nuestro tiempo -en las palabras de Mao: la contradicción principal-  razón por la cual dio señales a USA para detenerlo en conjunto. Kissinger advirtió rápidamente que esa era la oportunidad para salir del pozo en que había caído USA en Vietnam, e intensificó sus contactos con el líder chino. China detuvo así el avance soviético del Vietkong en Vietnam, brutal y genocida operación que no duró más de un mes. A partir de ese momento, el imperio soviético (que eso era) reconoció que había llegado al límite de su expansión territorial y se encerró en sí mismo, hasta que las revoluciones democráticas del Este europeo de fines de los ochenta pusieron fin a tan siniestro capítulo de la historia universal.

Mas, a fines del siglo pasado, nuevamente el término “imperio” fue puesto de moda. Una de las razones que explica la reactualización del “imperio” devino de la publicación de un extraño libro llamado precisamente Empire, libro cuyos autores son Michael Hard y Antonio Negri. En ese libro los autores nombrados intentaron reactualizar la teoría marxista leninista del imperialismo. Empire, en ese intento, menos que un imperio era un concepto para designar a la fase de la globalización del capital, fase que seguía a la imperialista, considerada por Lenin como “la fase final”.

El libro Empire fue muy bien recibido por restos ortodoxos de la intelectualidad marxista quienes después de la caída del muro de Berlín no podían entender por qué el llamado capitalismo, habiendo, según ellos, alcanzado la fase imperialista, en lugar de abrir las compuertas a la llegada del comunismo, había ampliado su radio de acción incorporando a las pujantes economías vietnamitas, camboyanas, y sobre todo, el nuevo motor del capitalismo mundial: China. A la vez, Rusia y sus satélites, particularmente, Bielorusia, se han transformado en las zonas del capitalismo más salvaje que es posible imaginar. Porque al lado del capitalismo mafioso de Putin y Lukazensko, el practicado por la señora Thatcher y por el presidente Reagan era un simple juego de niños.

Ahora ¿qué es el imperio para los economistas y econometras estatistas? Nada, o cualquier cosa, o todo junto a la vez, o aunque a veces sean también los EE UU. Porque vano será buscar detrás del concepto “imperio”, no digamos una teoría, sino por lo menos un par de ideas coherentes. Lo único cierto es que “imperio” es todo lo que no están de acuerdo con sus arcaicas doctrinas. De algún modo, cumple la misma función que el término “neoliberalismo”, pero hay algo más. La palabra imperio está destinada a vender el efecto David –Goliat.

Naturalmente, el “imperio” es Goliat y David es la representación de todos los pueblos pobres del mundo. El “imperio” es así una fuerza cósmica frente a la cual los ideólogos estatistas libran una (imaginaria) lucha sin cuartel. En fin de cuentas, el “imperio” es una construcción ideológica destinada a orientar políticamente a débiles mentales. Sirve para justificarlo todo. Luchando contra el “imperio” hasta las dictaduras más terribles del mundo se convierten en virtuosas. En la noche oscura del “imperio” todas las vacas son negras. La satrapía persa, los militares genocidas del Sudán, la despotía de Lukazensko, la dictadura cubana, la dictadura de Corea del Norte, la dictadura de Siria etc. Incluso las FARC han pasado a engrosar los nobles ejércitos del antimperialismo de nuestro tiempo. ¿No son acaso antinorteamericanas?

Al estar sustentada por una superpotencia, la economía norteamericana ha sido y es expansionista. Ese destino acompañará probablemente a USA durante el resto de su historia. Si la economía norteamericana es expansionista, desde el punto de vista militar es intervencionista. Lo contrario sería un milagro. Pues toda gran potencia tiene intereses que defender en el mundo, intereses que no son sólo económicos, sino político-hegemónicos. Por lo mismo USA tiene más enemigos que otras naciones, y al mismo tiempo, tiene más aliados que proteger. Tanto o más intervencionista que los EE UU son, por lo demás, Rusia y China.

La actitud intervencionista de los EE UU la sufrió América Latina durante todo el periodo de la Guerra Fría, sobre todo cuando el subcontinente se encontraba amenazado por la expansión soviética, particularmente a partir de la intermediación cubana. Durante la Guerra Fría, diferentes países de América Latina se convirtieron en escenarios de la guerra caliente entre la URSS y USA.

Después del fin del comunismo, los EE UU han establecido con América Latina simples relaciones comerciales, algunas inequivalentes, otras no tanto. Los latinoamericanos pueden darse hoy los gobiernos que consideren convenientes, incluso pro-comunistas, sin que las posiciones norteamericanas se vean o sientan amenazadas. En las actuales condiciones lo único que preocupa a la administración norteamericana, y desde su perspectiva, con razón, es que uno u otro país de la región intensifique sus relaciones económicas y militares con alguno de los enemigos naturales de EE UU, los que se encuentran predominantemente en la región islámica, particularmente en Irán y Siria.

Existen, por cierto, muchos problemas pendientes entre EE UU y América Latina. Los hay de naturaleza económica, en la hegemonía que ejerce EE UU sobre los organismos financieros mundiales, por ejemplo. Los hay de naturaleza ecológica, sobre todo en el descontrol de las emisiones tóxicas que practica EE UU y que afectan directamente a diversas regiones latinoamericanas. Los hay también de naturaleza demográfica, sobre todo en el trato discriminatorio que reciben los emigrantes latinos en algunas zonas norteamericanas. Está, además, el problema de la droga, que no será solucionable mientras en los EE UU no se decidan a controlar, no sólo la oferta que viene de América Latina, sino la demanda que viene de los EE UU. Y suma y sigue.

Todos esos problemas reales y pendientes, requieren obviamente de la apertura de un espacio de discusión política entre los países latinoamericanos y los EE UU. Esas discusiones pueden llegar a ser frontales y muy tensas; que duda cabe. Pero para llevarlas a cabo se requiere de una actitud política por ambas partes. Ahora bien, precisamente ese enfrentamiento político lo está bloqueando actualmente los ideólogos autodenominados antimperialistas.

Si los EE UU son un imperio, y nada más que un imperio, con un imperio no se discute políticamente, simplemente se le combate. No obstante, nadie piensa en serio que hay que iniciar una “guerra de liberación nacional” en Latinoamérica. De ahí que no queda más que llegar a la conclusión que la recurrencia ideológica al imperio no es más que una simple coartada cuya función es otorgar un crédito ideológico positivo al nacionalismo populista y estatista (en algunos casos, militarista) de nuestro tiempo. El antimperialismo de nuestros días no es sino una ideología de legitimación en un proyecto destinado a despolitizar la sociedad política, concentrar así el poder en manos de nuevas oligarquías, sean militares o desarrollistas, o ambas a la vez, y erigir ideológicamente a tales oligarquías estatistas como las nuevas depositarias del futuro continental.

El antimperialismo ideológico de las elites estatistas ya está en vías de ser lo que fue el “antifascismo” para las “nomenklaturas” del Este europeo. Calificando como fascistas a cada adversario, cualquiera violación a los derechos humanos podía ser justificada. Así como el antifascismo, antes de que fuera convertido en una ideología de poder era una actitud política y moral que llama al respeto y a la admiración, el antimperialismo del siglo veinte que en el marco determinado por la “guerra fría” tuvo cierta fundamentación política, ha sido reconvertido en una simple ideología de poder. Otra más, de las ya tantas que han existido.

¿Socialismo resucitado?

No deja de ser una paradoja de la historia que justamente en el periodo en que los pocos países socialistas que sobrevivieron a la ola democrática de fines de los años ochenta, particularmente los asiáticos, estén buscando las vías para salir del “socialismo interno”. Escribo “socialismo interno”, porque los países socialistas siempre formaron parte del capitalismo mundial. En ese sentido no estaban tan equivocadas las teorías de Charles Bettelheim y de Immanuel Wallernstein quienes analizaron al capitalismo como un complejo de relaciones mundiales. “Economías-Mundos” las llamaba Wallernstein antes de que nadie hablara de la globalización.

Efectivamente: cualquiera que se haya confrontado alguna vez con las teorías relativas a la construcción del socialismo, sabe muy bien que las tesis de los “socialismos nacionales”, tan en boga entre los ideólogos estatistas latinoamericanos, tiene como fundadores a Hitler y a Stalin. Como también es sabido, ambas tesis no resisten ningún análisis teórico. Se trataba, al fin y al cabo, de simples consignas cuyo objetivo no era sino legitimar a los totalitarismos del siglo XX.

En la historia relativa a la teoría de la construcción del socialismo, tanto Lenin como Mao Tse Tung, elaboraron teorías provisorias destinadas a justificar la teoría del “capitalismo de Estado” como fase preliminar del socialismo. El capitalismo de Estado, de acuerdo a ambos revolucionarios, debería mantenerse en los respectivos países hasta que las condiciones estuviesen dadas a escala internacional para dar el “gran salto adelante” en dirección del socialismo. El chiste de la historia es que de nuevo, tanto en Rusia como en China, ha resurgido la teoría del “capitalismo de Estado”, pero esta vez, no como un medio para entrar al socialismo sino como un medio para salir del socialismo. Cuentan que los cubanos están pensando en la misma posibilidad.

Un conocido marxista ortodoxo de los que aún quedan, me decía, y hablando en serio, que la única alternativa para que Cuba salga alguna vez de la profunda estagnación -en donde cayó gracias al comunismo primitivo de los Castro- es el “capitalismo leninista”, pensado como periodo de transición que lleve a la reconstrucción estatal del capitalismo, empresa en la que los chinos están embarcados de modo altamente disciplinado. Probablemente diversos gobiernos, sobre todo aquellos en donde no ha podido surgir un empresariado que esté en condiciones de conducir económicamente a sus naciones, deberán recurrir en determinados países a ciertas formas de capitalismo estatal como medio proteccionista de integración en el mercado mundial. Sobre eso hay mucho que pensar y escribir.

Que determinados gobernantes insistan en llamar al control estatal sobre la producción como “socialismo” es algo que hay que agregar a la cuenta de la demagogia política de nuestro tiempo. En todo caso, con la teoría, incluso con la teoría marxista, ese tipo de dominación política no tiene absolutamente nada que ver. Y no es que quiera defender aquí a la teoría marxista del socialismo sino simplemente constatar que los ideólogos del “socialismo del siglo XXl” ni siquiera son consecuentes con lo que dicen que son, o ni siquiera piensan aquello en que dicen que piensan.

Siempre el estatismo, en sus diferentes versiones, ha querido venderse como socialismo. Perón, Haya de la Torre, Velasco Alvarado, Chávez, García Linera y otros lo han intentado vender en América Latina, del mismo modo como Ataturk en Turquía, Mussolini en Italia, o Nasser en Egipto. Incluso hay quienes ya hablan de socialismo militar y socialismo indígena, términos absolutamente incongruentes, pero efectistas, si se trata de movilizar de modo mítico a las llamadas masas. Con todas esas situaciones hay que contar porque la política de la calle no es teórica ni mucho menos. Lo que sí llama la atención es que hay pensadores sociales, y no son pocos, que han intentado conferir a dichas consignas populacheras, un cierto aval científico.

El socialismo, como alternativa histórica, si es que alguna vez lo fue, iba surgir, de acuerdo a sus teóricos, de dos posibilidades. La primera, que es la marxista propiamente tal, postulaba que el socialismo sólo podía emerger del desarrollo de las fuerzas productivas al interior del capitalismo. De acuerdo a dicha teoría el capitalismo era un todo orgánico sujeto a las “leyes del desarrollo histórico”. La tarea de los socialistas debería ser detectar científicamente la fase exacta de desarrollo en donde, mediante la acción revolucionaria, debería producirse el salto cualitativo en dirección a la fase socialista. La segunda posibilidad era la voluntarista, y tiene entre sus exponentes más conocidos a Sorel, Fanon y Che Guevara. El socialismo, para estos actores históricos, debería ser el producto de la voluntad humana.

En los dos casos, el científico y el voluntarista, la idea del socialismo suponía dividir a la sociedad en dos grupos. A un lado quienes poseían el conocimiento "objetivo" de la historia -o quienes disponían de la voluntad cósmica para quebrar las leyes de la historia- y al otro lado, quienes debían ser conducidos o guiados hacia la tierra prometida de la felicidad total. La masa, la arcilla humana, el material modelable, en fin, nosotros, gente como tú y yo, los que viven la realidad tratando de enfrentar los problemas en la medida en que se presentan y que saben que si hay un paraíso o un destino final ese no está en este mundo. En fin, los que queremos un mundo mejor sin creernos los dueños del mundo. Los que sabemos que la realidad cambia y que porque cambia, debemos discutirla. Los que piensan que la verdad no está dada sino que hay que buscarla todos los días. Los que aceptamos la posibilidad de que nunca nos vamos a poner finalmente de acuerdo y por eso necesitamos de leyes e instituciones que reglen nuestros desacuerdos. Los que suponemos que para encontrar soluciones, requerimos del pensamiento, y que el pensamiento no puede florecer en las oficinas de ningún Estado sino sólo allí donde impere el reino de la libertad y no el de la tiranía, por más sublimes que sean las ideologías que cada tiranía usa para legitimarse ante sí misma y frente a los demás.


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