Rafael Luciani 04 de marzo de 2014
@rafluciani
En la época de Jesús, como en la
nuestra, lo religioso se discernía con base en el rigorismo casuístico
originado en una moral retributiva. Lo importante era el cumplimiento: la participación
en los ritos de purificación del Templo, las oraciones en la sinagoga, el
respeto por las normas de pureza, la puesta en práctica de los mandamientos;
todo esto conformaba un universo religioso que generaba un peso insoportable en
las conciencias de muchos que no eran considerados fieles a Dios y se les
calificaba como pecadores.
En ese contexto y en contra de lo
establecido, Jesús decía: “...aprended lo que significa: ‘Misericordia quiero y
no sacrificios’, porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt
9,13). La misericordia, y no las prácticas sacrificiales o devotas, es la
relación por excelencia que nos asemeja a Dios. La expresión latina miserere se
traduce al español como compasión y habla del modo como Dios se revela: “compasivo
y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y verdad” (Ex 34,6‑8). Es un Dios que “no pide
sacrificios” (Sal 50).
A veces llevamos una vida sobrecargada
de insatisfacción, amargura, envidia y avaricia, no nos damos cuenta de que
vamos caminando cansados y deshumanizando a todo el que encontramos a nuestro
alrededor. La propuesta de Jesús es muy clara: “Venid a mí, todos los que
estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre
vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis
descanso para vuestras vidas” (Mt 11,28-29).
Jesús se acercaba diariamente a los
que en su ambiente otros calificaban como pecadores y los abrazaba, miraba,
tocaba, reconciliaba consigo mismos y con los demás, enseñándoles que sí era posible vivir de otro
modo pues Dios estaba con ellos sin pedirles nada a cambio, que Dios acogía
tanto al victimario y pecador, como a la víctima y justo, para reconciliarlos
socialmente (Sal 145, Sal 146). Pero advertía que quienes se pensaban a sí
mismos justos y oraban con la soberbia de creer conocer a Dios y ser maestros
de los demás, sintiéndose ya salvados y dueños de Dios (Mt 3,9), serían
precisamente los que “recibirían mayor rechazo” (Mc 12,38-40). Jesús nunca
obligó al otro a que cumpliera con los ritos y las prácticas religiosas
establecidas. Lo que atraía de él era precisamente cómo entendía el amor:
cargar con el otro, pero sin descargarse en él, sin deshumanizarlo; él veía al
otro como un hijo de Dios y como un hermano suyo, a quien debía devolverle la
alegría de vivir.
Tenemos por delante el reto de
reconocer que “amar a Dios con todo el corazón y con todo el entendimiento y
con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los
holocaustos y los sacrificios” (Mc 12,32-34), porque quien vive de la compasión
no está lejos del Reino de Dios, aunque esté lejos de la Iglesia. ¿Somos
capaces de vivir la compasión como lo más humano que puede brotar de nosotros
mismos; vivirla con la “mansedumbre y la benignidad de Cristo” (2 Cor 10,1),
entendiendo que tener “sus mismos sentimientos” (Flp 2,5), es ya dar los frutos
del Espíritu: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22-23)? Si aún no hemos dado esos frutos es
porque seguimos a la búsqueda del verdadero camino de salvación que es la
compasión.
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