Rafael Luciani 14 de julio de 2014
@rafluciani
Cuando hay personas e instituciones de
cuyas «bocas sólo salen palabras de iniquidad y engaño, que renuncian a ser
sensatos y a hacer el bien, y que maquinan la maldad sobre su lecho,
empeñándose en un camino que no es bueno» (Sal 36,3-4), estamos llamados a
discernir cómo enfrentar tales actitudes, porque está en juego nuestra propia
deshumanización.
La experiencia de Jesús nos puede
sorprender. Primero, practica la no violencia como única forma de reaccionar
frente a quien provoca el mal, porque de otro modo «todo el que pelea con
espada, a espada morirá» (Mt 26,52). Y segundo, fomenta solidaridades fraternas
para construir un mundo justo que apueste por el bien del otro, porque está
convencido de que sólo son «bienaventurados los que luchan por la justicia» (Mt
5,10) y «promueven la paz» (Mt 5,9). Estas actitudes diferenciaron a Jesús de
muchos representantes políticos y religiosos de su tiempo que fomentaban la
exclusión, la compra de conciencias y el miedo para sostenerse en el poder.
La razón que lo llevó a vivir así no
fue su gran sensibilidad, sino el deseo de querer ser «bueno» (Mc 5,19). Esto
parece débil, pero fue su opción: la bondad fue moldeando su humanidad y le
hizo ser tan compasivo como su Padre (Lc 6,36). Así aprendió a mirar al otro
con «compasión» (Mc 6,34), nunca con lástima o soberbia, y menos aún con odio.
No es fácil vivir así porque implica experimentar lo que es ser amado y
perdonado (Mc 1,11). Hay familias, colegios y comunidades religiosas que han
fallado en enseñar que el amor es un programa de vida basado en apostar por la
«compasión» al «rechazar la ira y el odio», porque el mismo Dios rechaza a todo
aquel que convierte al otro en víctima de sus prácticas, y le dice: «¡aléjate
de mí, hacedor de maldad!» (Mt 7,23).
Sólo es sujeto quien supera la ira y
el odio que se alojan en los corazones; quien es capaz de crear lazos con todas
las personas, sin excluir a nadie, y quien inspira la esperanza de que sí es
posible vivir «aquí en la tierra, como se vive en el cielo» (Mt 6,10), si apostamos,
como Dios, «por la compasión y el rechazo de la ira» (Sal 86,15; 103,8).
Esto atraía de la praxis de Jesús,
mientras que la de autoridades políticas y religiosas, iba siendo rechazada
cada vez más. En Jesús se palpaba un modo de vida que parecía ya imposible; uno
que podía vencer el mal con la verdad y la justicia, para que no triunfaran la
mentira y la violencia. Para ello, Jesús oró por sus victimarios (Mt 23,27) y
por los que lo humillaban (Mc 15,29); los perdonó (Lc 23,34) y no dejó que la
ira afectara su proyecto, porque sólo Dios tenía la última palabra. Fue así
como Jesús conquistó la verdadera autoridad que no nace de la imposición y las
amenazas, sino de la no violencia y la compasión fraterna. No olvidemos, pues,
que «odiar al hermano, es matarlo» (1Jn 3,15) y sólo quien «pone su vida al
servicio de todos» (1Jn 3,16) conoce el amor.
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