AMERICO MARTIN 22 de agosto de 2014
Con la venia de los deudos del gran
ausente, Carlos Fuentes, me permito usar el título de una de sus novelas para
aplicarlo a las inesperadas transformaciones del paisaje político
latinoamericano. Lo primero es colocarle el INRI al prometido avance
revolucionario tras la cadena de victorias electorales de signo izquierdista,
que tomó gran fuerza con la victoria de Hugo Chávez en 1998. Se dijo –y en
cierta forma ocurrió así– que el panorama hemisférico estaba cambiando
aceleradamente. Se anunciaba una victoria del nuevo socialismo, después del
colapso del socialismo real. ¡El socialismo ha muerto, viva el socialismo! fue
el grito de victoria. Chávez imaginó que la ola enaltecería a las FARC y que el
imperio gringo estaría en trance de desaparecer.
Los personajes del momento, aparte del
deificado comandante y de Fidel, fueron Lula, Correa, Ortega, Kirchner, Humala,
Evo, Pepe Mujica y Bachelet, al fin y al cabo de procedencia militante
socialista. Se esperaba la declaración de beligerancia de las FARC,
organización a la que el presidente venezolano reservó una ostentosa silla, que
sería ocupada nada menos que por Pedro Antonio Marín, a) Manuel Marulanda.
¿Por qué tan fabulosas ensoñaciones no
cristalizaron? Por la razón de las razones: el modelo socialista siglo XXI no
sirve, no funciona, no convence. La flamante Tierra Prometida sufrió
desmentidos brutales. Algunos de sus teóricos más importantes perdieron la fe
en el nuevo libertador y redescubrieron que la viabilidad del proyecto era
dudosa. Fidel, el símbolo de toda aquella operación, destiló un profundo
desconsuelo cuando confesó que el modelo de Cuba no le va ni a los cubanos.
Pero como buena parte de la argamasa
se alimentaba de las liberalidades del imaginativo comandante Chávez, el
hórrido (la expresión es de don Marcelino Menéndez Pelayo) fracaso de la
gestión bolivariana empujó a sus al principio entusiastas seguidores, a
territorios menos exaltados. Lo que hizo Lula –como se ha dicho muchas veces y
llegó a reconocerlo el viejo líder metalúrgico– fue continuar la estupenda
labor de Fernando Henrique Cardoso, quien podría ser ubicado en los predios de
la socialdemocracia. Paso atrás similar al de Humala en Perú. Con decisión y
sin miedo admitió Ollanta que seguiría la política aperturista iniciada por los
gobiernos anteriores, incluido el del APRA, de signo socialdemócrata. Correa no
pasó de cierta retórica antimperialista que no llegó lejos. Prefirió sostener
la dolarización de su economía, estrechar lazos con el sector privado y
últimamente separarse de las ostentosas consignas internacionales que oficiaron
como cédula de identidad de Chávez y Fidel. Ortega fue, como es usual, el más
–¿cómo decirlo?– descarado. Ni loco se retiró del tratado de libre comercio
centroamericano con EEUU mientras pasaba por fiel amigo de Chávez, de lo que
obtuvo excelentes dividendos. Incluso Raúl avanza desde las profundidades
cavernarias de la revolución hacia la apertura a la iniciativa privada con una
reforma que no ha podido todavía aplicar en forma sustantiva.
La socialdemocracia latinoamericana no
tuvo identidades precisas, salvo en Chile, donde conoció un éxito singular con
el liderazgo y candidatura de Allende. En Argentina sonó algo con el gran viejo
Alfredo Palacios pero desapareció bajo el huracán peronista. Y en Venezuela y
Perú, AD y el APRA fueron las organizaciones que llevaron más lejos esta
corriente universal del pensamiento, sin asumir claramente su condición, hasta la
victoria de Carlos Andrés Pérez, quien con energía se declaró tal y asumió la
vicepresidencia de la Internacional dirigida por Willy Brandt.
Pero todo esto viene a cuento por una
inesperada opinión de Fernando Mires y por las próximas elecciones de Brasil,
país de sorpresas, electorales cuando menos.
Mires, intelectual chileno
extremadamente competente y de juicios osados, se permitió decir (y copio
textual):
El comunista nunca ha sido un partido
de la revolución. Por el contrario, su mérito histórico fue haber sido el
partido de las reformas sociales. Se trata de un partido de gente criada en
democracia y con hábitos democráticos. Solo su ideología no es democrática. Si
no hubiera sido por la intermediación de la URSS y Cuba los comunistas chilenos
habrían sido el partido socialdemócrata que tanta falta hace en Chile: El
partido de los trabajadores de “la clase media” como decía su fundador, Luis
Emilio Recabarren.
Suscribo por completo semejante
opinión y me permito recordar que cuando Allende se dio cuenta del error
profundo que había cometido y quiso dar marcha atrás contra la resistencia de
su izquierda colérica, sólo contó con el ministro Orlando Millas, líder
comunista que discrepaba profundamente de los socialistas de Altamirano y los
del MIR de Miguel Enríquez.
La socialdemocracia parece ser la
corriente que predomina en nuestro subhemisferio, alentada por el esperado
fracaso del socialismo del siglo XXI. El problema es que no se atreve a
asumirlo. Y esa anomia puede perderla cuando menos lo espere. En Venezuela, el
PSUV va a una crisis terminal, mientras que partidos como AD, UNT, ABP
(Ledezma) refrescan su condición socialdemócrata; y quizás en similar dirección
vayan los jóvenes partidos de López y Borges.
El destino del partido de Lula está en
cuestión. En 1951 se ilusionó con el dictador cesarista Getulio Vargas y ahora
sufre un lento declive que se precipitaría si Dilma Vania Rousseff perdiera las
elecciones. Semejante eventualidad no es nada segura. No obstante, triunfando o
no, Dilma deberá reflexionar sobre el gran viraje que espera a su partido.
Quienes pronosticaban un salto de
América Hispano-lusa hacia una especie de chavo-fidelismo aggiornado, tendrán
que confiar más en la inconforme realidad. Comenzando con los sucesores del
fallecido eterno de la atormentada Venezuela.
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