ALFREDO MEZA Maracaibo 31 AGO 2014
EL PAÍS recorre la ruta
de los pequeños ‘bachaqueros’ desde Maracaibo hasta el otro lado de la frontera
colombiana, cerrada cada noche por orden del Gobierno de Nicolás Maduro
El 22 de agosto el presidente de
Venezuela, Nicolás Maduro, prohibió
mediante un decreto la exportación de hasta 89 productos de consumo masivo como
parte de los esfuerzos de su Gobierno para reducir el contrabando. Esa
disposición no impide que Obama —el mote del protagonista de esta historia—
intente una vez más vender carne, pollo y queso en Colombia para obtener un
ingreso adicional a los 6.000 bolívares mensuales (67 dólares, 51 euros, a la
tasa de cambio del mercado negro) que gana como empleado de un frigorífico.
Obama, de 25 años, recién casado y
padre de una niña, reside en Maracaibo —capital del Estado petrolero de Zulia y
segunda ciudad más importante de Venezuela— y vive
como bachaquero. El Gobierno define así a las personas que trasladan artículos
subsidiados por el Estado al otro lado de la frontera para revenderlos a precio
de mercado. La furtiva desaparición de hasta un 40% de los productos regulados
destinados al mercado interno, según cifras oficiales, ha provocado una
respuesta de Caracas en dos frentes: una estricta vigilancia militar en los
2.200 kilómetros de frontera colombiana y la incorporación voluntaria de
supermercados, farmacias y pequeños comercios a un
programa de captura de las huellas digitales de sus clientes.
Esta semana, las principales cadenas
de supermercados de Maracaibo comenzaron a instalar sistemas biométricos que
pretenden limitar la compra de alimentos básicos. A simple vista la medida
evita el patético espectáculo de ver a los clientes liándose a golpes por las
escasas existencias —una escena muy común en la actual Venezuela—, pero no
garantiza el abastecimiento. El pasado miércoles, en la sede de Súper Tienda
Latino de la avenida 15, en la acomodada zona norte de Maracaibo, había
anaqueles repletos de desinfectante, arroz, café, margarina y papel higiénico,
pero escaseaban la harina de maíz precocida y la carne. “Hace mucho que no
llegan”, confesaba Frank Vergara, gerente del local.
Obama, en cambio, sí tiene carne y
pollo de primera —regulados a 90 bolívares (un dólar, 0,76 euros) y 43
bolívares (medio dólar), respectivamente, por kilogramo— que le ha vendido su
jefe a precio de mayorista, y quiere ofrecérselos a tres clientes en Maicao, en
el departamento de La Guajira, el primer poblado colombiano tras cruzar la
frontera. Parece un plan arriesgado. El pasado día 23, el canal Venezolana de
Televisión mostraba al vicepresidente venezolano Jorge Arreaza y al número dos
del Gobierno, Diosdado Cabello, rodeados de 63.000 litros de combustible y diez
toneladas de alimentos empacados cerca del río Limón, en uno de los puestos de
control que Obama deberá salvar antes de completar su negocio. “Habrá sanciones
graves a cualquier funcionario público o miembro de las Fuerzas Armadas que
permita la salida del país del alimento del pueblo”, prometió Arreaza entonces
con el evidente objetivo de disuadir a los aventureros.
Obama se persigna antes de introducir
su cargamento —13 kilos de carne, 20 de pollo y 40 de queso blanco duro— en la
maleta de un viejo Caprice Classic de 1983 que pertenece al taxista Jorge, un
evangélico que jamás falta a la iglesia los domingos. Son vehículos muy
apreciados en esta zona por su enorme tanque de gasolina, de unos 110 litros,
que permite revender parte del combustible al otro lado de la frontera. El
viaje es un negocio para todos. Para Obama, que venderá el kilo de carne a 4,6
dólares (3,5 euros) el kilo, y para Jorge, que negociará un punto de gasolina
—una medida que equivale a 23 litros— por unos 13 dólares.
Con esa cuenta en mente, el sol
empieza a ocultarse en la ruta hacia Maicao, a 100 kilómetros de distancia por
una vía recién asfaltada a orillas del Caribe. Por el camino, Obama y Jorge van
recordando las experiencias más hilarantes que han vivido como bachaqueros para
disimular la angustia. No debería ser más de hora y media de trayecto, pero los
puestos de control del lado venezolano convierten el viaje en una travesía de
hasta tres horas. Además, por órdenes de Maduro, la frontera permanece cerrada
entre las diez de la noche y las cinco de la madrugada para evitar el
contrabando. Hay que apurarse porque la carne y el pollo se están
descongelando.
Cuando se aproximan a la primera
alcabala o puesto de policía, en una de las márgenes del río Limón, Obama le da
unos siete dólares a Jorge para pagar el primer soborno o coima. Tienen suerte.
El guardia les indica que sigan adelante. En el siguiente punto, en el retén de
Las Guardias, un teniente de las Fuerzas Armadas ordena detener el vehículo.
Jorge abre la puerta:
—¿Qué llevas ahí en la maleta?
—Te voy a dar tu picada (coima).
—Bájate y ábrela.
Jorge le pide a Obama la factura de la
carne. Con ese comprobante podrán demostrar a la autoridad que la mercancía les
pertenece. Obama saca del bolsillo delantero de su pantalón un papel doblado
que le extiende a su amigo.
Diez minutos después Jorge regresa y
dice:
—Debemos esperar un rato.
—¿Aceptó o no aceptó la picada?
—pregunta Obama un poco inquieto.
—Tranquilo, coño. El hombre va a
hablar con el capitán que comanda el pelotón para que podamos seguir.
El teniente introduce medio cuerpo en
el asiento del piloto esperando su coima. Resignado, Jorge toma cinco billetes
de 100 bolívares (algo más de cinco dólares) y se los coloca dentro de la
guerrera. De inmediato el teniente cierra la puerta y hace sonar un silbato
para que acelere.
Una pista para ganar seis veces más
Antes de llegar al próximo punto de
control venezolano, Obama deberá continuar el recorrido en otro vehículo. Las
restricciones en la alcabala de Guarero, la más importante y complicada del
trayecto, obligan a un cambio de planes. Hay que tomar una pista embarrada para
llegar hasta Maicao y el coche de Jorge no puede transitar por allí. Ha llovido
mucho.
En Los Filúos, una especie de gran
zoco árabe a oscuras situado al borde de la carretera y repleto de gente que
habla en dialecto indígena, Obama sube a un viejo camión acondicionado para
transportar a pasajeros en su parte trasera llamado chirrinchera en el
castellano local. Advertido por el chófer, un indígena Wayuu llamado Fabio,
Obama oculta la carne, el pollo y el queso. Los demás viajeros, la mayoría miembros
de la etnia Wayuu, habitantes originarios de la zona que viven del contrabando,
suben al vehículo y esconden también su mercancía. Ellos también llevan
alimentos para revenderlos en Colombia.
El camión se desvía por un camino de
tierra que los entendidos llaman La Cortica. Es una pista abierta entre
matorrales densos y que atraviesa varios caseríos separados por sogas donde hay
que pagar para poder seguir. Cien bolívares aquí, cincuenta más allá, otros 200
al final del trecho.
Obama ha recuperado la sonrisa que
había perdido en el trayecto. En las paredes de las viviendas aparecen carteles
de la reciente campaña presidencial del presidente Juan Manuel Santos. Ya está
en Colombia. Al salir de la pista hay que recorrer otros diez kilómetros más
hasta llegar a la calle 13 de Maicao, punto final del recorrido.
Allí esperaba Jorge parado al lado de
su Caprice Classic y con la maleta abierta. A sus pies había cuatro bultos de
Harina Pan, la marca más reconocida de Venezuela, la base para elaborar las
arepas (una especie de empanadas), parte esencial de la dieta venezolana. Cada
bulto tiene 20 paquetes de un kilo. Antes de entregar la carne a sus clientes,
Obama preguntó a uno de los revendedores cuánto costaba cada unidad. Dos mil
pesos colombianos, le respondieron, unos 90 bolívares (un dólar). En Venezuela
le costó 14, seis veces menos.
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