Fernando Mires 28 de diciembre de 2014
Otro Nuevo Año, 15 después del comienzo
de siglo, una edad adolescente, y como tal, llena de promesas. Al llegar el
1.01. nos abrazaremos y nos desearemos un feliz Año Nuevo. Es un ritual, no
cabe duda. Y los rituales se hicieron para ser seguidos, aunque sepamos que no
son más que eso, rituales.
Nada contra los rituales: cumplen,
cuando son colectivos, la función de recordarnos que pertenecemos a una unidad
que sobrepasa nuestra simple persona. Por cierto, hay también rituales
individuales y los psiquiatras los denominan neurosis. Luego, podríamos decir
que la neurosis consiste en desconectarnos de los rituales colectivos y
sustituirlos por otros personales. Pero en los dos casos, ritual es ritual.
El ritual del Año Nuevo cumple -para eso
son los rituales- una función protectora. Cada año es recibido como un nuevo
comienzo. Imaginamos a través de abrazos y parabienes que comienza otro tiempo.
Además, nos llenamos de promesas: uno va a dejar de fumar, otro va a suprimir
una copa diaria, y la mayoría quiere bajar por lo menos 5 kilos. No importa que
en el fondo sepamos que ese es un día cualquiera, que la luz no ha cambiado su
velocidad, que los movimientos de traslación y rotación no se han vuelto ni más
lentos ni más rápidos, que el supuesto nuevo año es solo un resultado numérico
de ese fabuloso invento llamado calendario.
No importa que la segunda ley de la
termodinámica nos aclare que cada año nuevo no es uno más, sino otro que se nos
va. Los años nuevos son en cierto modo cumpleaños colectivos, días en los
cuales la humanidad celebra un año más de antigüedad. La diferencia es que en
los cumpleaños personales celebramos un año menos de vida imaginando que es uno
más. Vivimos de rituales y está bien que así sea. Si existen es porque los
necesitamos. Lo importante es mantener la falsa idea de que vamos de menos a
más.
Un año nuevo no es más que una simple
marca del calendario, pero no es un nuevo tiempo. Celebramos un número virtual.
Cada Año Nuevo, al abrazar al otro, abrazamos también a la ilusión de que el
tiempo avanza sin nosotros. Nunca pensamos en que ese tiempo somos nosotros en
el tiempo. No queremos aceptar que cuando medimos el tiempo solo medimos
nuestro tiempo, el de nuestra “residencia en la tierra” (Neruda) y no a un
tiempo objetivo. El tiempo es el ser, el ser es el tiempo.
¿Feliz Año Nuevo? Eso no dice nada.
Ningún año puede ser feliz. Pues la felicidad no se mide en años. Tal vez en
fulgores que aparecen y luego se van. No los planificamos, no tienen causa. La
felicidad es espontánea o no es. La felicidad es olvidarse del tiempo, o no
sentir como pasa el tiempo.
Nadie dice voy a ser feliz por media
hora o por un año. La felicidad es un milagro, no tiene fecha. Ni siquiera es
un sentimiento. Cuando más, un pre-sentimiento. Es por eso que es muy distinto
creer que somos felices a ser felices. La felicidad no se programa. La
felicidad es un encuentro consigo a partir del otro en el mundo. La felicidad
es, si se quiere, el amor, aunque el amor –lo sabemos todos- no siempre es
felicidad.
Pero seamos justos: No ser feliz no
significa ser infeliz. Cuando estamos ocupados no somos ni lo uno ni lo otro, y
nos guste o no, la mayor parte del tiempo vivimos ocupados y, a fin de regular
ocupaciones, contamos los días y los años. Es como nadar. Dejas de nadar y te
ahogas. Dejas de vivir en el tiempo y te hundes en el tiempo. Eso explica por
qué cuando no estamos ocupados intentamos al menos llevar una vida
entre-tenida.
Entre-tener: Verbo que hay que tomar muy
en serio pues significa “tenerse entre” ¿entre qué? Entre dos tiempos: el
tiempo del nacimiento y el tiempo de la muerte. Muchos han muerto creyendo que
al haber llevado una vida entre-tenida han tenido una vida feliz. Pero no es
así. Solo han logrado nadar en el tiempo sin ahogarse.
También, cuando no estamos ocupados
(trabajo, deberes) hacemos “pasatiempos” creyendo que así “pasa” el tiempo y no
nosotros en el tiempo. Sin pasatiempos nos sentimos aburridos. El aburrimiento
es un vacío de tiempo, es vivir en un tiempo no ocupado, es no saber que hacer con el tiempo y así cada
minuto nos parece una eternidad.
Aburrimiento es una palabra que suena
horrible en español. Pero en alemán aburrimiento se dice “Langeweile” que
quiere decir “momento–largo”. Y efectivamente, si medimos el tiempo no solo en
su longitud sino en su intensidad, hay momentos que nos parecen largos y otros
cortos.
A Martín Heidegger debemos el
descubrimiento del sentido existencial del aburrimiento (momento largo). Con
ello Heidegger se situó en la tradición de pensadores que han despojado a
conceptos socialmente peyorativos de su supuesta negatividad. Tradición
iniciada por Erasmo y su “Elogio de la Locura” y continuada por Paul Lafargue
–quien además de ser yerno de Karl Marx era un pensador original- en su muy conocido “Elogio de la Pereza”.
En el texto de Heidegger, “Conceptos básicos de la
Metafísica” (Grundbegriffe der Metaphysik) hay pasajes que darían para compilar
un ensayo titulado “Elogio del Aburrimiento”. Se trata de momentos en los
cuales no estamos “tiempizados” (gezeitigt)
o lo que es parecido, cuando somos enfrentados con un vacío de tiempo. Ese
vacío es para muchos un abismo y como tal lleva a “la naúsea” según Sartre, o
al miedo según Heidegger, miedo que convertido en terror (pienso en “El Grito”
de Munch) puede conducir fácilmente a la locura. Pero también, y he ahí la
importancia del “momento largo”, puede ser ese el instante en el cual
comenzamos a indagar acerca del verdadero sentido de la existencia.
¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es el valor
de la vida que llevamos? ¿Cuál es el significado verdadero de nuestros actos?”
El “momento largo” podría ser también el momento de una “conversión” que lleva
al verdadero pensamiento. La filosofía, según Heidegger, es hija del miedo y
del abismo.
¿Cómo desear entonces el 1. 01 un Feliz
Año Nuevo sabiendo que es una imposibilidad? ¿Deberé decir acaso: “Deseo que
tengas un año muy aburrido”? Todos creerían que estoy algo rayado, y con razón.
¿Y si dijera: “Deseo que tengas muchos momentos largos este año?” Sonaría algo
mejor, pero tendría que entrar en largas explicaciones antes de dar cada
abrazo.
Al fin –no tengo otra alternativa-
deberé sucumbir una vez más a las convenciones de la vida social. He decidido
desear a todos un Feliz Año Nuevo, y que cada uno entienda por ello lo que
quiera.
Entonces: ¡Feliz Año Nuevo!
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