Fernando Mires 23 de diciembre de 2014
Para quienes Navidad no es solo una
fiesta comercial resulta inevitable
hacernos cada año un par de preguntas acerca del sentido del nacimiento de
Jesús. Y quienes conocemos la historia de Jesús no podemos dejar de sentir
cierta pena al recordar que ese niño recién llegado al mundo morirá tres
decenios después, pleno de amor y vida, del modo más cruel y brutal: crucificado.
Jesús, como todos nosotros, desde que
nació fue, para emplear un término de Heidegger, “el ser que va hacia la
muerte”. O como aún mejor lo dijo el
gran novelista griego Nikos Kasantzakis, somos “el que debe morir”.
Jesús es un representante de la tragedia
humana. Tragedia que no viene de la inevitabilidad de la muerte sino del
conocimiento de su inevitabilidad. Sabemos que vamos a morir -¿maldición o
destino?- y ese saber acompaña cada acto de nuestra vida. Es la razón por la
cual una de las frases evangélicas que más desconcierto continúa produciendo
–creo que no solo entre cristianos- fue la pronunciada por Jesús poco antes de
morir: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27:46)
La exégesis cristiana ha intentado
interpretar la terrible frase señalando que ella corresponde con el primer
verso del Salmo 22, es decir, Jesús cuando la pronunció, rezaba. Como sea, el
segundo verso del Salmo 22 es aún más desgarrador : “¿Por qué estás tan lejos
de mi salvación y de las palabras de mi clamor?” Mas, dejemos el tema a los teólogos y
supongamos que de verdad Jesús rezaba en la cruz. Así y todo, el problema sigue
siendo el mismo: ¿Por qué eligió Jesús ese salmo y no otro para rezar?
Mi respuesta tentativa está dividida en
dos partes. La primera dice: Jesús era un hombre y como en todo ser humano
coexistían dentro de su cuerpo (el cuerpo es el ser del humano) su materia y su
espíritu. En ese momento, frente a su muerte física, habló el hombre Jesús. La
segunda parte de mi respuesta agrega: Jesús, así como todo humano, es portador
del Logos, es decir, de la posibilidad de ser Dios en sí a través del
pensamiento que lleva al Espíritu.
La diferencia de Jesús con los demás
seres humanos fue que él asumió la posibilidad de ser en Dios (y Dios en él) en
toda su intensidad, es decir, esa posibilidad que todos llevamos como potencia
en la memoria (Agustin) se convirtió con Jesús en realidad. Es por eso que él,
Jesús, también es Dios. Pero entiéndase: Él no asumió su condición humana ni su
condición divina como dos partes diferentes de su ser. Jesús –todavía hay gente
que no lo entiende- no era un ser dividido, no era un centauro helénico. Jesús
era todo hombre y todo Dios a la vez. El
Hijo del Hombre y el Hijo de Dios en una sola relación. Y como el pleno
humano que era, al igual que cada uno de nosotros lo es, aún sabiendo que iba a
morir, Jesús no quería morir.
Jesús
amaba a la vida.
Los cuatro Evangelios nos hablan de un
hombre que asumía la vida en su máxima existencialidad: Iba a fiestas, curaba
enfermos, se sentía feliz rodeado de niños, comía y bebía con placer junto a
sus amigos, conversaba con los extranjeros (samaritanos) excluidos por la Ley,
las mujeres lo seguían, amaba a la belleza de los lirios y a los colores de los
pájaros. Era “humano, demasiado humano” (Nietzsche). Tampoco era hombre de
libros y por sobre las leyes ponía siempre el amor a Dios, predicando incluso
en los días festivos de su religión. Su intensa, su radical humanidad no era
opuesta, pero sí absolutamente complementaria con su radical divinidad. En cada
cosa del mundo, en cada objeto de la creación, en el pan y en el vino, veía
Jesús el rostro de Dios. El Dios de Jesús no estaba solo “arriba”, sino, además, “entre” y “dentro” de nosotros.
El Dios cristiano, hay que reiterarlo,
no es metafísico. Paulo de Tarso lo entendió como nadie: Si interiorizamos a
Jesús (comunión) seremos como él en Él. Es decir, seremos Dios en nosotros a
través del cuerpo de Jesús. Ese cuerpo humano que, como todo cuerpo humano, no
quería morir
¡“Dios
mío ¿por qué me has abandonado”?!
Efectivamente, Dios, la vida, abandonó a
Jesús como nos abandona a cada uno cuando llega su momento. Pues en cada muerte, Dios, la vida, abandona
al cuerpo. Dios, al ser todo, integra en sí el abandono de Dios. O dicho a la
inversa, en cada muerte de un cuerpo humano Dios abandona al ser del “estar
aquí” para integrarlo en otras formas de
ser.
Según el presentimiento de Agustin
(Confesiones, libros 11 y 12) la dimensión del tiempo humano es solo una de las
diversas posibilidades o formas de un solo tiempo. En ese, nuestro tiempo, el
pasado no existe porque ya se ha ido y el futuro todavía no existe porque no ha
llegado. Pero el presente tampoco existe porque si pensamos en lo presente ya
ha dejado de ser presente ( Agustin: “yo sé lo que es el tiempo, pero cuando me
preguntan qué es, yo no lo sé”).
Hay, según Agustin, un tiempo, y ese es
el tiempo de Dios, donde todo lo sucedido y todo lo por suceder es un solo
presente. Luego, la muerte es un tránsito entre nuestro tiempo y el otro tiempo
que contiene al primero y que ya existía antes de que viniéramos al mundo. En
cierto modo la muerte es un regreso. En consecuencias, es mi deducción, así
como en cada muerte Dios abandona el cuerpo, en cada nacimiento aparece la
posibilidad del retorno de Dios entre nosotros. O dicho así: En cada niño que
viene al mundo existe la potencia de Jesús y por lo mismo, la posibilidad de
ser Dios sobre la tierra. En cada nacimiento, y sobre todo en el nacimiento de
Jesús, yace la posibilidad de la resurrección de Dios en el mundo.
¿El nacimiento de Jesús fue entonces una
resurrección? Desde la perspectiva de “el otro tiempo”, el tiempo eterno según
Agustin, sí lo fue. No, no voy demasiado lejos. Para quienes que, como Agustin
(uno de los santos del intelecto) suponemos que no hay contradicción entre
creer y pensar, nunca Dios estará demasiado lejos.
Deseo a todos unas felices y tranquilas
Navidades.
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