Por Gioconda San Blas, 24/02/2015
Cuando se tienen dos hijos
se tiene todo el miedo del planeta,
todo el miedo a los hombres luminosos
que quieren asesinar la luz y arriar las
velas
y ensangrentar las pelotas de goma
y zambullir en llanto ferrocarriles de
cuerda.
Andrés Eloy Blanco: Los hijos infinitos
Kluiverth, de 14 años, salía de su liceo cuando una patrulla se le
acercó. ¿Su arma? Una pañoleta del grupo scout al que pertenecía. Sabiendo como
todo venezolano que los cuerpos armados no son de fiar, corrió a una casa
vecina para guarecerse. El funcionario de la PNB, de 23 años, sin misericordia
y sin mediar palabra, lo alcanzó con su arma y el niño cayó con un tiro en la
cabeza. Dos chamos: la víctima y el verdugo. Ambos, hijos de la “revolución”,
la del hombre nuevo, la de la policía humanista que ejecuta a sangre fría, con
gatillo alegre, bajo la protección de un número siniestro, 8610.
8610, el número de la resolución del Ministerio de la Defensa que permite
inconstitucionalmente a los cuerpos de seguridad del estado el uso
indiscriminado de armas de fuego contra la población civil, sin que medie
ninguna provocación salvo la corazonada del funcionario, transgrediendo
cualquier convenio internacional sobre la materia.
Ese mismo ministerio que se cobija bajo los postulados del delirante
plan de la patria con que el régimen pretende el equilibrio del universo, la
paz planetaria, preservar la vida en el planeta y salvar a la especie humana,
nada menos, mientras se junta con los impresentables totalitarismos del mundo
que buscan la guerra universal, se destruye el medio ambiente, se mata a
mansalva a nuestros propios niños y se deja actuar a la delincuencia para que
nos mate a todos.
Una violencia que no tiene freno, porque aquí en Venezuela el crimen sí
paga en ese inmenso 93% de impunidad en homicidios que nos ha colocado
vergonzosamente como el segundo país más inseguro del planeta.
José Daniel, Julio Alejandro, Kluiverth, Gerardo Gabriel, Jhon, Yamir,
Luis, Rodrigo, Franklin, promediando unos 20 años, en menos de dos semanas
suman sus nombres a una macabra lista de jóvenes asesinados en condiciones
sospechosas, varios de ellos después de haber sido retenidos por cuerpos de
seguridad, jóvenes que no han conocido otro sistema de gobierno que éste de
destrucción, ruina y muerte.
Quisiera meterme en el corazón de sus padres para sentir con ellos la
desolación de la ausencia definitiva de quien debió crecer, graduarse, casarse,
tener hijos y estar allí cuando sus padres partieran de este mundo. No a la
inversa. Pero por más que lo intento no puedo imaginarme ese dolor lacerante,
eterno, que nunca los abandonará.
Se nos muere la patria con cada uno de ellos, jóvenes con sus vidas
segadas cuando apenas se abrían a la vida, todo por un poder que hará cualquier
cosa para mantenerse allí. Ya son legiones. Son los de esta semana, los del año
pasado, los de tres lustros de represión sistemática, de estudiantes caídos, de
seres que salieron de sus casas en la mañana a cumplir sus actividades
regulares y ya no volvieron.
No es que la actuación de un uniformado escape a los lineamientos de la
nueva policía humanista, como dijera una alta funcionaria del régimen, en busca
de exculpar motivaciones. Porque al contrario, la política general es
precisamente la represión despiadada, sintetizada en la malhadada resolución
8610. Es lo que estamos viendo y sintiendo. Allí están sus frutos: los muertos
de hoy, de ayer, del último mes. Jóvenes, la mayoría de ellos, participando en
protestas pacíficas para exigir un mejor país, ese país al que todos aspiramos
y al que ellos, más que nadie, tenían derecho.
Quisiera hacer más de lo que hago. Pero sólo sé escribir para llevar a
tantos padres, madres, hermanos, mi voz solidaria, para decirles que aquí
estamos con ellos. La imagen del hermano de Kluiverth, semidesnudo, arrodillado
frente al piquete de robocops que cuidan la morada y la humanidad del
gobernador, exigiendo justicia por su hermano asesinado, nos simboliza a todos
los habitantes de este sufrido país, pidiendo paz, reconciliación y vida para
simplemente vivirla con nuestros seres queridos, disfrutando de las sonrisas
infantiles, de las alegrías en pareja, de un baile, de una cena compartida con
amigos, sin las angustias de esta barbarie que nos está carcomiendo como
sociedad.
Es la hora del dolor de todos, por todo.
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