Por Jesús Alexis González, 16/02/2015
El dogmatismo ideológico del
denominado socialismo del siglo XXI (fundamento del proceso revolucionario),
indisolublemente armonizado con la Tercera
Internacional de 1921 (casi 100 años atrás) en lo atinente a que la
revolución era el camino para obtener el poder y cuya consolidación sería solo posible mediante la
colectivización y nacionalización de los medios de producción, ha generado una
insatisfacción e incertidumbre en variados aspectos de la vida nacional
venezolana y muy especialmente en cuanto a las posibilidades de crecimiento económico; realidad que a
diario cobra más fuerza habida cuenta de haber centrado su atención (que aún
mantienen) en el “rescate” del orden
y la eficiencia de una democracia amenazada (sostenían) por su pésimo
desenvolvimiento económico y una elevada corrupción (¡!) como un mensaje que
resultó atractivo para muchos; y en razón de ello han hecho privar el mandar sobre gobernar donde la
importancia mayor radica en mantener el “poder salvador” a cualquier costo
(¿?); obstaculizando el desenvolvimiento de la economía al fijar
unilateralmente los criterios para que el hombre actué (dogma económico) enfocados en el socialismo como sistema entendido como un tipo de organización
socioeconómica basada en la propiedad colectiva de los medios de producción
(¿demolición del sector privado?), incluida la aspiración de aglutinar casi
todo el poder en manos de un partido único, con el implícito riesgo de un agigantamiento desproporcionado del poder
central y de la burocracia oficial con altas probabilidades de arribar a un
escenario más dañino: la concentración
del capital.
Por tal accionar, y muchas cosas más,
Venezuela se encuentra ausente de un
sistema económico, es decir no cuenta con un conjunto de procesos
vinculados funcionalmente mediante políticas, relaciones, reglas,
procedimientos e instituciones que perfilen
el funcionamiento económico del país en el marco de un ordenamiento
jurídico que facilita el desarrollo de las fuerzas productivas en torno a un modelo económico cuya estructura haga
viable la interacción del colectivo social (sin distingo) mediante la
instrumentación de políticas públicas. Bajo estas premisas, queda claro que la
existencia de un sistema económico
está condicionada a una eficiente interrelación entre el régimen sociopolítico
(concepción y estructuración del Estado) y las formulaciones políticas y
administrativas, a la luz de una clara visión de largo plazo sobre el bienestar
del pueblo (¡todos!) como respuesta a una concreta estrategia de desarrollo económico-social.
El desequilibrio macroeconómico
inducido por la improvisación (¿ausencia?) de un modelo, ha sido
permanentemente soslayado (no ataca las causas) a través de políticas de
carácter cambiario y monetario, empleadas como “alternativa” para enfrentar uno
de los fenómenos más perversos: la inflación,
para lo cual se han valido de la sobrevaluación
de la moneda con la diabólica finalidad de disminuir el precio de los
productos importados, que al propio tiempo tiende a reducir las exportaciones
no petroleras (elemento vital del crecimiento) configurándose un escenario
sensible para la estabilidad económica del país al verse afectadas
negativamente las unidades productivas nacionales, bajo el yugo del influjo
populista de priorizar el consumo masivo sobre la inversión, al extremo de distorsionar los precios relativos
hasta convertirlos en un indicador de escasez de bienes y servicios en un
ambiente alarmante de desabastecimiento, que intentan paliar recurriendo a una
ampliación de los controles aunado a una criminalización de los mayoristas y
distribuidores supuestamente inmersos en una fantasmagórica guerra económica, cuyos elementos de
batalla parecen identificarse más bien con una guerra gubernamental contra la economía.
En presencia de esta situación de
vulnerabilidad, proceden a instrumentar un “nuevo” esquema cambiario que
igualmente establece 3 TC sin contar con las reservas internacionales para
sostenerlos, con el añadido de no haber definido acciones para flexibilizar el
control de cambio en aras de favorecer las oportunidades de inversión y la
repatriación de capitales (¿los de HSBC?), al igual que la restitución de la
autonomía del BCV como vía para obligar a una racionalización del gasto público
al controlar la emisión de dinero inorgánico; ni se mencionó en modo alguno la
intención de reducir el tamaño y animo contralor del Estado. Desde nuestra
óptica, un nuevo esquema cambiario como condición para procurar la estabilidad
del sector interno, ha debido orientarse hacia la instrumentación de un cambio
fluctuante con un solo TC gestionado entre dos bandas (techo/piso) cuya
determinación (del TC) vendría por el
comportamiento del mercado de divisas que ha de ser condicionado por la
participación del BCV (flotación sucia). Dentro del campo de la obviedad, este
esquema tiene como debilidad para su funcionamiento (con menor intensidad que
el anunciado) que actualmente (y a corto plazo) Venezuela no cuenta (ni contará) con divisas; lo que permite inferir un
rápido retorno del mercado paralelo y
otros males, a menos que se asuma de inmediato un ortodoxo plan de ajuste como condición para la creación de un clima
de confianza donde impere la seguridad jurídica, a la luz de un régimen democrático que respete la división de poderes.
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