Fernando Mires 02
de marzo de 2015
Un
estimado colega venezolano me preguntó mi opinión acerca de la escasa
solidaridad internacional que reciben los demócratas de su país. Mi primera
reacción fue responder con el argumento de que nadie quiere tener problemas con
un país productor de petróleo, razón que explicaría por qué los escasos
disidentes que aparecen en Arabia Saudita también quedan a merced de
torturadores sin que nadie diga nada en contra. La respuesta, así pensé
después, no era correcta del todo.
Ha
habido ejemplos en los cuales demócratas de países sin recursos estratégicos
tampoco han recibido la solidaridad internacional que ellos reclaman. Así he
podido comprobar que la solidaridad internacional lejos de ser una regla es más
bien la excepción. Cuando determinados gobiernos la otorgan no es por altruismo
sino por intereses muy concretos.
Incluso
en situaciones límites la solidaridad internacional con pueblos amenazados por
dictaduras tarda en aparecer. Basta recordar que Francia e Inglaterra
reaccionaron en contra de Hitler recién cuando este invadió a Polonia, en 1939.
Durante 1938 la Alemania nazi se había apoderado de Austria, los Sudetes y
Checoslovaquia y las democracias europeas solo atinaban a manifestar su
“preocupación”. Recordemos también que EE UU entró a participar en la guerra
como reacción al ataque japonés a Perl Harbor, en 1941, y solo después que
Hitler les declarara la guerra.
No
fue muy diferente durante la Guerra Fría. Después que Truman impidiera a Stalin
anexar Grecia y Turquía (1947), las potencias trasladaron sus conflictos al sur
asiático. Pero los disidentes en los países comunistas europeos nunca contaron
con el apoyo de Occidente. Kissinger durante los años setenta llegó incluso a
pronunciarse en contra de disidentes rusos, polacos y checos pues, según su geopolítica,
ellos alteraban el equilibrio mundial. Ni Valesa ni Havel recibieron mucha
solidaridad occidental. Solo Carter, al hacer de los derechos humanos su
doctrina, se atrevió a tomar cierto contacto con la resistencia anticomunista
de Europa del Este.
A
la inversa, el Chile de la UP no contó ni siquiera con el apoyo de la URSS
cuyos jerarcas se negaron a otorgar ayuda crediticia a Allende. Más aún: la
URSS intensificó relaciones políticas y económicas con la Argentina del
dictador Videla, no importando la cantidad de socialistas argentinos que este
masacraba.
La
historia continúa. Cuando los rebeldes sirios pidieron ayuda a Europa (2011),
esta les fue negada y hoy el país se lo reparten entre ISIS y el dictador Asad.
Con Ucrania ocurre lo mismo. Tímidas sanciones económicas son solo actitudes
formales pero no una política de solidaridad. Putin, después que conversa con
esos gobernantes europeos que intentan usar la diplomacia para que saque sus
garras de Ucrania, debe morirse de la risa.
Lo
único que puede frenar a Putin en Ucrania (y después en el Báltico y tal vez en
Polonia) es la integración plena de Ucrania en la UE. Pero aparte de el de
Polonia no hay ningún gobierno europeo que se atreva a dar ese paso.
Podemos
entonces deducir que la solidaridad de un gobierno con causas democráticas de
otras naciones solo se da si ese gobierno es parte real de ese conflicto, si se
siente amenazado, o si puede profitar con la caída de un régimen. Los estados
de la tierra, no solo los latinoamericanos, son egoístas. En ningún caso
prestarán solidaridad a causas ajenas si eso significa correr el riesgo de
aumentar sus problemas políticos internos.
No
obstante, bajo determinadas condiciones puede ser posible que algunos gobiernos
apoyen luchas en otros países por afinidades ideológicas. Recuerdo por ejemplo
cuando un amigo argentino me preguntó, allá por los años setenta, ¿por qué los
chilenos reciben más solidaridad europea que nosotros, si en estos momentos
ambos estamos padeciendo persecuciones de muy similares dictaduras? Mi
respuesta fue espontánea: “Porque en toda Europa no hay ningún partido
peronista. En cambio los chilenos tenemos partidos socialistas, comunistas y
social cristianos, es decir, mantenemos una cierta afinidad política con Europa
que ustedes no mantienen”. La
solidaridad, si se da, es con conocidos, no con desconocidos.
Es
el mismo problema que ocurre hoy con Venezuela. Cada vez que he dictado aquí
(Alemania) una conferencia sobre ese país y nombro a partidos como PJ, UNT, VP,
el público me queda mirando como si me refiriera a grupos étnicos del planeta
Marte. Distinto es el caso de los gobiernos latinoamericanos los cuales, se
supone, están enterados de lo que acontece en la política venezolana
Pero
veamos ¿cuáles son los gobiernos que han manifestado “preocupación” por las
continuas violaciones a los derechos humanos, secuestros, torturas y asesinatos
que comete el régimen de Maduro? Muy pocos. La mayoría mira hacia otro lado.
Por supuesto, nadie va a esperar que Cuba, Nicaragua, Ecuador, Bolivia y
Argentina cuyos autoritarios gobiernos comparten con el venezolano muchas
características, digan una sola palabra. Hay también otros que manifiestan
cierta “preocupación”. La reacción del gobierno colombiano era de esperarse
pues Santos no quiere regalar el tema venezolano al uribismo. De los demás
países solo importa la posición de Uruguay cuyo gobernante se encuentra en
estado de retiro, la de Brasil donde Rousseff después de múltiples casos de
corrupción yace en el último peldaño de la popularidad, y la de Chile donde
Bachelet, además de vivir en condiciones similares a las de Rousseff, gobierna
sobre una coalición muy dividida.
Todo
indica entonces que los demócratas venezolanos –aparte de una u otra
declaración de los EE UU- no deberán contar con mucho apoyo internacional en su
lucha en contra del régimen de Maduro. Tendrán que arreglárselas -como ocurrió
con Solidarnosc y con Carta 77 en Europa- con sus propios medios. Por muy pocos
que estos sean.
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